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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La dama número trece (44 page)

BOOK: La dama número trece
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—Te has atrevido a usar la poesía contra nosotras... —dijo Saga desde el claro, y varias damas la corearon como un eco: «Te has atrevido... la poesía...». La número doce prosiguió, grave, inmutable—: En la mansión te dejamos vivir a usura. Ahora nos devolverás también los intereses. Nos dirás cómo obtuviste un acceso. Hablarás, aunque sea sin lengua...

La muchacha se contorsionaba con la boca abierta, presa de un dolor que la enmudecía, que hacía trizas su voluntad y sus fuerzas. Los nervios se abrían paso por su carne como el crecimiento de una planta maligna. Surgían de su vientre, empujaban los ojos fuera de las órbitas, roían el marfil de los dientes, se deslizaban como gusanos por sus vértebras. Infinitos látigos de fibras, vías de clavos y cristal roto, alarmas punzantes, puercoespines enfermos de rabia.

Ballesteros fue el primero en reaccionar. No sabía lo que hacía ni lo que contemplaba. Era médico, pero nunca había visto, ni sospechado, ni podido imaginar nada semejante a lo que le estaba sucediendo a la muchacha. Se puso en pie con mucha más agilidad de la esperable para su corpulencia. Su semblante parecía tallado en mármol. Sus brazos temblaron al alzar la escopeta y apuntar.

—¡No! —le advirtió alguien (la voz de Rulfo, quizá)—. ¡Sal de aquí...! ¡Lárgate...!

Pero, naturalmente, él ya se había largado. Ya no estaba allí sino en su consulta o en su casa, frente a la televisión, en su modesta soledad. El hombre que empuñaba la escopeta y apuntaba hacia la hilera de doce figuras no era él, sino una réplica enloquecida. Nada de lo que hacía o veía era real.

La luz se disolvió mucho antes que el atronador sonido, pero cuando éste también se deshizo, Ballesteros pudo comprobar dos cosas: que había logrado disparar ambos cañones simultáneamente y que las damas seguían en pie, ilesas, contemplándolo.

Dadme tiempo
, pidió mentalmente, comprendiendo que era un deseo absurdo e inútil.
Tan solo dadme tiempo
.

Abrió la escopeta y sacó los cartuchos de repuesto.
Dadme tiempo
. Introdujo el primero. Escuchó una voz en la hilera de mujeres y vio que la que ocupaba el puesto número cuatro, una joven de pelo moreno y rostro inocente cuyo símbolo de serpiente se deslizaba por el desfiladero de los pechos, había comenzado a decir algo mientras sonreía. Vio la muerte en aquella sonrisa.

Daré tu corazón por alimento

No comprendió si aquello era un verso, ni reconoció quién podía ser el autor ni lo que provocaba, pero supo, con absoluta seguridad, que todo había terminado.
Es el fin
, pensó durante esa débil fracción de segundo, mientras la dama recitaba. Quiso recordar a Julia. Quiso hacerlo de forma consciente, mientras aún era dueño de sus ideas, sus apetencias, su voluntad.
Te amo
, pensó. Súbitamente, un espantoso, frenético dolor, hondo y firme como un mordisco de rottweiler, engarfió su cabeza. Soltó la escopeta, se tambaleó, golpeó el tronco de un árbol.

Ya no logró pensar otra cosa.

Chorros compactos de sangre salieron despedidos de la nariz, ojos, boca y oídos del médico como si su cráneo hubiese reventado por dentro. Su grito se convirtió en un gorgoteo incomprensible y su corpachón volvió a golpear el árbol una, dos veces más. Hubo una pausa. Ballesteros, aún de pie, se sujetó las sienes como si quisiera comprobar exactamente qué había ocurrido en aquella calabaza. Entonces otra séptuple bocanada lo arrojó al suelo.

Rulfo no sintió miedo, solo una hondísima pena que angostaba su garganta y humedecía sus ojos. Hubiese deseado, más que nada en el mundo, evitarle aquel final a sus amigos. Era él quien había fracasado, no ellos.

Decidió que no podía defraudarlos.

Aferró el cuchillo, se incorporó, avanzó hacia el claro. Pero no se apresuró: caminó pausadamente, con inusitada calma, como si se dispusiera a dar la mano o besar los labios de aquellas doce figuras inmóviles. Distinguió el fofo y blancuzco cuerpo de la mujer obesa y cambió de rumbo, dirigiéndose hacia ella.

La dama lo contemplaba bizqueando, los labios cárdenos alargados como los de un extraño saurio. Empezó a recitar.


Comme le fu...
—Se detuvo, sacudió la cabeza, corrigió—:
Comme le fruit foi...
No, me estoy equivocando...
Comme le fufu...
—Las damas reaccionaron con un hilarante estallido de carcajadas. La mujer obesa se ruborizó—. No me pongáis nerviosa, hermanas... —Rulfo seguía acercándose. Su mirada expresaba algo atemorizador, pero la mujer obesa no estaba atemorizada en absoluto—. ¡Ah, ya ...! —Gotitas de saliva salieron despedidas de su boca mientras recitaba, apuntando a Rulfo con el dedo:

Comme le fruit se fond en jouissance

En el momento en que alzaba el puñal una debilidad irrevocable le hizo caer de rodillas con un sonido de saco vacío y desplomarse de bruces sobre la hierba. Quedó más que inmóvil: quedó fláccido, sintiendo que el peso del cuchillo le fracturaba los dedos, escuchando la voz de la dama desde las alturas.

—¿Por qué os reíais? Ya soy vieja, no lo recuerdo bien todo...

La rabia tomó el mando dentro de él e hizo lo imposible por levantarlo. Pero el verso de Paul Valéry lo había hundido en un vacío sin sensaciones, un cementerio de carne tetrapléjica, pantanosa, desde el fondo del cual contempló sin esperanza las piernas de sus torturadoras. Escuchó, entonces, la juvenil voz de Saga.

—Qué pobres y patéticos seres. Pese a todo, sois cuerpos con los que podemos hacer cosas... Antes destruiremos la imago. Luego nos dedicaremos a vosotros. La vida procede de las palabras y torna a ellas: hasta que no se pronuncien las últimas, seguiréis vivos y conscientes, llegaréis a tocar fondo y contemplaréis lo que se oculta en la raíz del mundo, en el centro justo de la realidad, en medio del hielo y el silencio. Y eso os contemplará a vosotros. No será un rato muy agradable, pero os aseguramos que será muy
largo
.

El círculo volvió a formarse. Posiciones, manos entrelazadas. Rulfo lo observaba todo desde la hierba. A escasos centímetros de distancia de su cabeza se posaron unos talones, pies descalzos, blancos, no supo a quién pertenecían.

El círculo. Posiciones y jerarquías. Nombres y constelaciones. Ninguna dama podía obviar su posición, su orden, su nombre secreto, su símbolo...

la imago

Los nombres. Los nombres de estrellas y constelaciones. Pero las constelaciones se parecen entre sí... solo los nombres las distinguen.

la imago. el plan.

De pronto todo se hizo completamente obvio para él.

La imago. el plan era la imago

Gastiga sí nera l'aura.

La filacteria había sido recitada al revés. Hubo un silencio. Entonces los pies se apartaron de él. El círculo volvía a romperse. Sospechó que quizá Saga acababa de descubrir lo mismo. Pero justo un segundo demasiado tarde.

La imago. El plan era la imago.

Acabáis de Activarla. Pero no es la imago de Akelos, idiotas.

Ignoraba lo que estaba ocurriendo, aunque la confusión de movimientos que se había desatado a su alrededor era evidente. No podía sonreír, pero sus pensamientos, de súbito, se hicieron sonrisas dentro de él.

Algo tan simple, pero tan difícil de comprender para vosotras... Los nombres, las palabras que forman vuestra única identidad... Las palabras de los nombres...

Dentro de su campo visual penetraron otros pies descalzos. Vio a una desconocida avanzando hacia las damas. Por un instante le pareció que era Raquel. Pero no lo era. Nunca lo había sido, al menos no de aquella forma. El tatuaje de su espalda había desaparecido. Casi sentía deseos de reír dentro de su inválida anatomía.

Habéis Activado la imago de Raquel, estúpidas. Sin duda, Akelos las intercambió mucho antes de morir. ¿Cómo lo haría... ? Borró los nombres, los trastocó, hundió su propia figura en agua, se Anuló a sí misma, y guardó la de Raquel, que es la que hundisteis en el acuario y la que ahora habéis Activado... Pero Raquel no estaba muerta: se encontraba aquí, en el interior de la muchacha. En esto consistía todo el plan: en traernos aquí y aguardar este momento...

La verdadera Raquel era de estatura más baja que la muchacha, aunque su complexión era perfecta. Tenía los cabellos cortos y pajizos. Rulfo solo podía verla de espaldas.

Y una de vuestras leyes afirma que no puede haber dos damas de igual jerarquía dentro del

coven
... porque la más antigua prevalece.

Las damas dejaban paso a la recién llegada entre miradas reverentes y silencios trémulos. Rulfo no podía ver la expresión de Saga, pero rogaba por que fuera la que estaba imaginando.

En el oscuro interior del cuerpo de Jacqueline, los ojos que nunca parpadeaban vieron aproximarse a Raquel y se despidieron de la luz.

Ya no era Raquel tan solo. Era, de nuevo, Saga. Y Jacqueline contempló fascinada el majestuoso porte de su figura, sus movimientos adamados y la seriedad funérea de su rostro, donde los ojos brillaban como hidrófanas. Sintió su propia debilidad, su
nulidad
, y comprendió que volvía a ser, otra vez, su secular sirviente. Y Saga se acercaba a ella con parsimonia de reina. O de tigre.

Pese al terror profundo que sentía, no pudo dejar de asombrarse del magistral y simple plan de Akelos, la trama que la Dueña del Destino había sabido tejer. Todo se hizo evidente para ella, tan evidente que, además de terror, la invadió cierta exultante emoción. Agradecía profundamente el conocimiento, y por fin conocía.

Supo por qué ninguna de ellas había podido ver la imago: sus esfuerzos iban dirigidos a la imago de Akelos, pero no se trataba de la imago de Akelos. Supo la razón por la que Raquel había recobrado la memoria: la imago que había sacado del acuario era la suya, y al dejarla fuera del agua los recuerdos habían empezado a emerger también. Supo, asimismo, por qué Akelos había reclutado al receptáculo mediante aquellos sueños y provocado su encuentro con Raquel y el robo de la figura: era preciso que abrieran un acceso al
coven
y se presentaran allí esa noche. Comprendió por qué Raquel había tenido que recorrer aquel largo y doloroso camino de regreso: si no lo hubiera hecho, la simple devolución de sus poderes a una mente como la de la muchacha, la habría matado. Ahora, por fin, lo sabía todo.

Akelos, simplemente, había cambiado de sitio las palabras sobre las figuritas de cera y había depositado versos para impedir que alguien lo averiguara. Genial: cuando las palabras cambian de lugar, no existen palabras para saberlo.

Había estado preocupada todo el tiempo por la figura errónea.

Una certeza aún mayor la sobrecogió entonces: Akelos había adivinado que el
coven
expulsaría a Raquel y que ella, Jacqueline, tomaría el poder, y lo había preparado todo para frenar ese proceso. No existía, no había existido nunca otra traidora desde el principio que Akelos. Aun desde su muerte, aun Anulada, había manejado los hilos para conseguir... ¿qué? Hacer regresar a la expulsada Saga y eliminarla a ella. Admirable.

Y, si eso era cierto, entonces, el hijo de Raquel...

Conmocionada por aquella última revelación, cayó de rodillas al tiempo que se despojaba del símbolo, el pequeño espejo de oro, y lo tendía hacia su antigua reina. Sabía perfectamente cuál sería su destino. Sabía que Raquel tendría menos piedad de la que ella había tenido con la muchacha: la convertiría en algo peor que un cuerpo de ajena, haría algo mucho peor que azotarla, entregarla a los ajenos, humillarla o torturar y matar a su ser mas querido. La pavorosa venganza que ya vislumbraba, el castigo que sin duda le infligiría, la hacía temblar, entrechocar los dientes, respirar con dificultad. Pero el hecho de haberlo comprendido todo por fin añadió a aquellas expresiones un gesto que nunca hubiese podido anticipar.

Sonrió.

La dama número doce, recién entronizada, cogió el símbolo, lo colgó de su cuello y contempló a su antigua servidora arrodillada a sus pies: semejaba una jovencita muerta de frío, una excursionista escolar que hubiera extraviado toda su ropa en algún lugar del bosque. Ya no era otra cosa.

No deseaba hablarle. Ni mirarla siquiera. Tenía muchos y muy complejos planes de venganza, pero disponía de tiempo para ejecutarlos. Decidió hacerle, sin embargo, una pregunta. La única que le haría jamás. Las últimas palabras que le dirigiría antes de desplomar como un alud todo el dolor posible sobre lo que ya no era sino una frágil criatura desnuda. Las pronunció sin emoción, entre dientes, con un leve susurro.

—¿Por qué mataste a mi hijo?

Le sorprendió recibir la inmediata respuesta.

—Por la misma razón que tú lo concebiste, aunque no lo sepas —Jacqueline no se atrevía a alzar la mirada, pero siguió sonriendo—: para que Akelos pudiera eliminarme.

Lejos de ellas, los ojos de Rulfo se cerraban. Le agradó despedirse con una última imagen: la mujer obesa, apartada de las demás, pálida, temblorosa, buscando ayuda inútilmente, sabiendo que el destino ya la había sentenciado, al igual que a Saga...

Pero mientras los cuerpos de las damas y la hierba sobre la que se hallaba tendido empezaban a convertirse en un mismo crepúsculo para él, y la oscuridad, como una pieza final, encajaba en sus pupilas, un nuevo sentimiento le asaltó, extraño, inexplicable: le pareció que vivía una alucinación. Que había enloquecido tras la muerte de Beatriz y que todo aquello («brujas», «Versos de poder», «Venganzas sobrenaturales») no era sino el resultado,

la conclusión última

de

su

locura.

Se hundió en las tinieblas con aquella certeza.

Emma lo visitó durante las vacaciones de Navidad y lo encontró desmejorado. Había perdido el apetito y parecía sumergido en una gélida apatía. Sin embargo, también había dejado de beber. Era como si se hubiese vaciado de vicios y virtudes en algún momento del año anterior y ahora estuviera esperando volver a llenarse con nuevas cosas.

—¿Desde cuándo llevas así? —Él se encogió de hombros sin responder.

Creía conocerlo bien: su hermano era muy apasionado, quizá en exceso, pero tras la muerte de aquella chica a la que amaba, hacía más de dos años, toda su energía parecía haberse precipitado en un pozo muy profundo del que ya ni siquiera intentaba salir. Comprendió que necesitaba algún tipo de ayuda, se puso en contacto con sus amigos de Madrid y le dijo que pensaba pagarle una terapia psicológica en un gabinete especializado. Para su sorpresa, él aceptó.

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