Authors: David Garnett
Cuando llevaba ya un rato ocupado, miró entorno suyo y descubrió que había algo muy extraño en su situación. En la jaula débilmente iluminada a su derecha, el chimpancé se movía intranquilo; al otro lado no pudo ver al orangután, que debía estar oculto en algún rincón. Fuera, el corredor estaba oscuro. Estaba encerrado. A intervalos, podía oír los gritos de las distintas bestias, aunque rara vez podía decir de quién procedía el grito. Varias veces distinguió el aullido de un lobo, y una el rugido de un león. Más tarde, el griterío y los aullidos se hicieron más fuertes y casi incesantes.
Mucho después de que ordenara todos sus libros en las estanterías y se acostara, permaneció despierto, atento a los extraños sonidos. El clamor se extinguió, pero él quedó a la espera de la risa ocasional de una hiena o el rugir de un hipopótamo.
Por la mañana temprano, le despertó Collins, quien vino a preguntarle qué deseaba para desayunar, añadiendo que habían llegado los operarios para fijar un letrero al frente de su jaula. Cromartie le preguntó si podía verlo, y Collins se lo trajo.
En él estaba escrito lo siguiente:
Homo sapiens
HOMBRE ♂
Este espécimen, nacido en Escocia, fue donado a la Sociedad por John Cromartie, Esq. Se ruega a los visitantes no molesten al hombre con comentarios personales.
Cuando Cromartie hubo desayunado, no había gran cosa que hacer; arregló su cama y comenzó a leer
La rama dorada.
Nadie visitó el Pabellón de los Simios hasta las doce en punto. Entonces entraron dos niñitas, miraron su jaula y la más pequeña le dijo a su hermana:
—¿Qué clase de mono es éste? ¿Dónde está?
—No lo sé —repuso la mayor, y luego añadió—: Me parece que este hombre está ahí para que lo miren.
—¿Y por qué? Si es igualito al tío Bernard —dijo la pequeña.
Dirigieron entonces a Cromartie una mirada ofendida, y fueron de inmediato a ver al orangután, que era un viejo amigo.
Los adultos que vinieron durante las primeras horas de la tarde leyeron el cartel con perplejidad, a veces en voz alta, y más de una vez, tras una rápida ojeada, salieron del pabellón. Todos se sintieron turbados, con la excepción de un hombrecillo despreocupado que llegó poco antes de la hora de cerrar. Rió, y volvió a reír, y finalmente tuvo que sentarse en uno de los asientos, donde estuvo conteniendo la risa durante tres o cuatro minutos; después se descubrió ante Cromartie y salió del pabellón repitiendo en voz alta: «¡Soberbio! ¡Maravilloso! ¡Bravo!».
Al otro día, hubo bastante más gente, pero no una verdadera muchedumbre. Acudieron uno o dos hombres y le hicieron fotografías, pero Mr. Cromartie había aprendido ya un truco que habría de serle muy útil en su nueva situación: no mirar a través de los barrotes, por lo que, a menudo, no podía saber si había o no gente mirándole. Todo se le hizo muy cómodo, y a este respecto estaba bastante contento de lo que había hecho.
Pero no pudo evitar preguntarse qué le importaba su entorno, después de todo. Estaba enamorado de Josephine, y ahora se había separado de ella para siempre. ¿Se extinguiría alguna vez el dolor que esto le provocaba? Y si, como suponía, así sucedía, ¿cuánto tiempo le llevaría?
Por la tarde lo dejaron salir, y paseó solitario por los Jardines. Intentó trabar amistad con una o dos de las criaturas que allí había, pero no le hicieron caso. La tarde era fresca y apacible, y le alegró verse fuera del sofocante Pabellón de los Simios. Sintió una gran extrañeza por estar solo en el zoo a aquella hora, y también le resultó extraño tener que regresar a la jaula.
Al día siguiente, nada más terminar el desayuno, una muchedumbre comenzó a entrar en el pabellón, que pronto estuvo lleno a rebosar. La multitud era ruidosa, y algunas de las personas que la componían trataban con gran persistencia de atraer su atención.
A Cromartie no le resultó difícil ignorarlos, y no dejó que sus ojos se fijaran ni una vez en la red metálica, pero no pudo evitar ser consciente de su presencia. Hacia las once, su cuidador hubo de traer a cuatro policías, que se apostaron dos en cada puerta para que la gente no dejara de circular.
Y lo cierto es que miles de personas que aguardaban para ver al «hombre» hubieron de ser desalojadas antes de que ni siquiera hubieran podido echarle un vistazo. Collins dijo que aquello era peor que un día festivo.
Cromartie no delató desasosiego alguno. Tomó su almuerzo, se fumó un cigarro e hizo solitarios, pero para la hora del té ya se sentía exhausto, y le hubiera apetecido ir a echarse a su dormitorio, pero le pareció que hacerlo hubiese sido confesar su debilidad. Lo que empeoró el asunto, y lo hizo más ridículo, fue que tanto el chimpancé como el orangután se acercaron a la pared de separación y también ellos se pasaron todo el santo día mirándole. No hacían otra cosa que imitar al público, pero aquello contribuyó no poco a la desdicha del pobre Mr. Cromartie. Al fin, concluyó la larga jornada. La multitud se marchó y los Jardines cerraron sus puertas. Con ello sobrevino otra sorpresa, pues sus dos vecinos no se marcharon. No, se aferraron a la pared divisoria metálica y comenzaron a murmurar y a mostrarle los dientes. Cromartie se encontraba demasiado cansado para quedarse en la jaula, por lo que se fue a su dormitorio. Cuando, pasada una hora, regresó, el chimpancé y el orangután seguían allí, y le recibieron con irritados gruñidos. No cabía duda: le estaban amenazando.
Cromartie no comprendió a qué se debía, hasta que Collins, que pasaba por allí, se lo explicó:
—El que haya usted atraído a una multitud tan grande —dijo— los ha hecho enloquecer de celos.
Y advirtió a Mr. Cromartie que tuviera cuidado en no ponerse al alcance de sus dedos. De poder echarle mano le arrancarían el cabello y lo matarían.
Al principio, Mr. Cromartie no le creyó, pero después, cuando hubo conocido mejor el talante de sus dos compañeros de cautiverio, le pareció lo más natural del mundo. Supo que todos los monos, los elefantes y los osos sentían aquel tipo de celos. Era lo más natural que unas criaturas que se nutrían del público se resintieran de que las ignorasen, pues su codicia es insaciable, y, cuanto peor digieren la comida que se les da, tanto más ansiosos están de hartarse de ella. Los lobos sentían un modo distinto de celos, pues estaban siempre estableciendo vínculos con personas concretas de la multitud, y, si la persona elegida los dejaba de lado por un vecino, se ponían celosos. Sólo los felinos más grandes, leones y panteras, parecían libres de esta degradante pasión.
Durante su estancia en los Jardines, Mr. Cromartie llegó poco a poco a conocer muy bien a todas las bestias que allí habitaban, pues le dejaban salir todas las tardes, después de la hora de cierre, y le permitían a menudo entrar en otras jaulas. Nada le sorprendió más que la distinción entre él y los cuidadores que la mayor parte de los animales no tardó en establecer. Cuando pasaba uno de los cuidadores, no había animal que no le prestara una cierta atención, mientras que ni siquiera volvían la cabeza para ver a Mr. Cromartie. La gran mayoría lo trataba con indiferencia. Con el paso del tiempo vio que lo trataban de la misma manera en que ellos se trataban entre sí, y le asaltó la idea de que, de algún modo, se habían enterado de que a él, igual que a ellos, lo exhibían. Esta impresión era tan poderosa que Mr. Cromartie le dio crédito sin cuestionársela, aunque era difícil probar que así era, y más difícil aún explicar cómo tal conocimiento se había difundido entre una colección tan heterogénea de criaturas. Pero la actitud de cada animal hacia los demás era tan marcada que Mr. Cromartie no sólo la observó en ellos, sino que muy pronto él mismo llegó a sentirla hacia ellos. Para describirla, se refería a ella, en primer lugar, como a una «cínica indiferencia», añadió luego que era totalmente bien intencionada. Lo habitual era que se expresara mediante una total indiferencia, pero, en ocasiones, también mediante algo que estaba entre un bostezo de desdén y una mueca de cínico aprecio. Sólo estas ligeras sombras de cortesía despertaron en Cromartie algún interés por los animales. Como es natural, éstos no le decían nada, y en aquel entorno artificial sus costumbres naturales eran difíciles de determinar, pareciendo que sólo los que vivían en familias o colonias estaban totalmente a gusto, aunque todos parecían revelar algo de sí mismos en su actitud hacia los demás. Hacia el hombre mostraban una conducta muy diferente. Sin embargo, a sus ojos, Mr. Cromartie no era un hombre. Puede que oliera como uno de ellos, pero se dieron cuenta de inmediato de que había salido de una jaula.
Una posible explicación de este fenómeno está en el hecho, constatado con frecuencia, de que a los convictos les resulta particularmente fácil entablar amistad con los ratones y las ratas de su prisión.
Durante el resto de aquella semana se congregaron a diario multitudes en los alrededores del nuevo Pabellón de los Simios, y la cola para la admisión era mayor que la que se forma en la taquilla del teatro Drury Lane en las noches de estreno.
Miles de personas pagaban para entrar en los Jardines y aguardaban pacientemente durante horas, para poder echar una mirada a la nueva criatura que había adquirido la Sociedad. Y ninguno quedaba verdaderamente decepcionado cuando lo había visto, aunque muchos manifestaran estarlo. Pues todos se iban con aquello que la gente más agradece: un nuevo tema de conversación, algo sobre lo que todos podían discutir y opinar, a saber, la conveniencia de exhibir a un hombre. No es que aquella discusión se limitara sólo a quienes habían conseguido de verdad darle un vistazo. Por el contrario, hacía furor en cualquier tren, en cualquier salón, y en las columnas de todos los periódicos de Inglaterra. Se hacían chistes sobre el tema en las cenas públicas, en los teatros de variedades, y se aludía continuamente a Mr. Cromartie en las páginas de la revista
Punch,
a veces con un humor un tanto inoportuno. Se predicaron sermones sobre él, y un diputado laborista de la Cámara de los Comunes dijo que, cuando las clases trabajadoras alcanzaran el poder, a los ricos «se les pondría junto al Hombre del Zoo, que era verdaderamente su lugar».
Lo más extraño de todo era que la gente sostenía o bien que había que exhibir a un hombre o bien que no había que exhibirlo, y pasada una semana no hubo en Inglaterra ni media docena de personas que no creyera que había un principio moral implicado en el asunto.
A Mr. Cromartie no le importaban en absoluto todas las discusiones de las que era objeto. Lo que la gente dijera de él no le importaba más de lo que le hubiera importado de ser alguno de los simios de las jaulas contiguas. En realidad le preocupaba menos, pues de haber sido el simio capaz de entender que miles de personas hablaban de él, la criatura hubiera sentido tanto orgullo como ahora mortificación por los celos provocados por la enorme muchedumbre que atraía su vecino.
Mr. Cromartie se dijo a sí mismo que ahora el mundo de los hombres no le importaba nada. Al contemplar a través de las rejas de su jaula los excitados rostros que le observaban, tenía que hacer un esfuerzo para escuchar lo que de él decían, y al poco tiempo su atención divagaba incluso contra su voluntad, pues no le importaban nada los hombres ni lo que dijeran.
Pero, mientras se repetía esto con cierta complacencia, le vino algo a la mente que le confundió de tal manera, que durante un minuto pareció como si estuviera loco y luego corrió, como movido por el terror, hacia su escondrijo, su lugar de refugio, su dormitorio, en el cual no se había guarecido antes, al menos no de este modo.
—¿Qué pasaría si viera a Josephine entre ellos? —se preguntó en voz alta, y la idea de que pudiera venir era para él tan real que le pareció como si en aquel mismo instante ella entrara en el pabellón y estuviera ya junto a los barrotes.
—¿Qué puedo hacer? —se preguntó—. No puedo hacer nada. ¿Qué puedo decir? Nada puedo decir. No, no debo hablarle, no la miraré. Cuando la vea estaré sentado en mi sillón y no levantaré los ojos del suelo hasta que se haya marchado, es decir, si tengo el valor. ¿Qué sería de mí si viniera? Y quizá venga todos los días y esté siempre allí, mirándome a través de los barrotes, y me llame la atención, y me insulte como algunos hacen. ¿Cómo podré soportarlo?
Se preguntó entonces por qué habría ella de venir después de todo, y comenzó a convencerse de que no existían razones que la llevaran a visitarle, y que aquél era el terror más irracional que podía asaltarle, pero de nada le sirvió.
—No —se dijo al final, sacudiendo la cabeza—, me doy cuenta de que es inevitable que venga. Es libre de ir donde le plazca, y un día, cuando levante los ojos, la veré allí, mirándome fijamente. Tarde o temprano habrá de suceder.
Luego se preguntó qué es lo que la induciría a ir a mirarle. ¿Por qué motivo iba a acudir? ¿Sería para burlarse de él y atormentarlo, o acaso porque, ahora que era ya tarde, se arrepentía de haberlo enviado allí?
—No —se dijo—, no, Josephine nunca se arrepentirá y, si lo hiciera, nunca lo reconocería. Cuando venga será para herirme más aún de lo que ha hecho hasta ahora; vendrá a torturarme, porque esto la divierte y yo estoy a su merced. Oh, Dios mío, ella no tiene misericordia.
Ante esto, Mr. Cromartie, que sólo media hora antes se sentía tan orgulloso diciendo que no le importaban nada los hombres ni lo que éstos pudieran decir, comenzó a llorar y a gimotear como un bebé, oculto en su pequeño dormitorio. Estuvo allí, sentado al borde de la cama con el rostro enterrado entre las manos, durante un cuarto de hora, y se deslizaban lágrimas por entre sus dedos. No paraba de darle vueltas a aquel nuevo temor que sentía, diciéndose primero que su vida había dejado de estar segura, que Josephine vendría con una pistola y dispararía contra él a través de los barrotes, y luego, dándole la vuelta a sus pensamientos, que ella no se preocupaba por él, y no vendría para herirle, sino por simple amor a la notoriedad y para que se hablara de ella entre sus amigos, o en los periódicos. Al final se recompuso un poco, se mojó la cara y lavó los ojos, y regresó a su jaula, dónde podéis estar seguros de que la multitud se impacientaba ya por verle después de haberle estado esperando durante tanto rato.