Authors: David Garnett
Empezó una carta al tío de su esposa, el canónigo, y estaba escribiéndola cuando se sintió sobresaltado por el ladrido de un zorro.
Pero con tanta afición se había tomado sus nuevas costumbres que no salió corriendo al instante, como hubiera hecho antes, sino que permaneció donde estaba y concluyó la carta.
Luego se dijo que debía de tratarse de un zorro salvaje enviado por el diablo para burlarse de él y que sería locura prestarle atención. Pero por otro lado no podía negar la posibilidad de que fuera su esposa, en cuyo caso debía dar la bienvenida a la pródiga. Estaba dudando entre ambos pensamientos, sin que acabara de creerse ninguno de ellos, y pasó toda la noche atormentado por estas dudas y temores.
A la mañana siguiente, se despertó de repente con un sobresalto y oyó el ladrido de un zorro una vez más. Se puso sus ropas y corrió tan aprisa como pudo a la puerta del jardín. El sol no había remontado el cielo y había abundante rocío por todas partes. Durante uno o dos minutos todo fue silencio. Miró ansiosamente a su alrededor sin ver zorro alguno, pero ya reinaba la alegría en su corazón.
Y, mientras miraba el camino, vio a su zorra salir del bosquecillo a unas treinta yardas. La llamó inmediatamente.
—¡Mi querida esposa! ¡Silvia! ¡Has vuelto!
Y al sonido de su voz la vio menear la cola, con lo que se acallaron definitivamente sus dudas.
Después, aunque la llamó otra vez, el animal se volvió a meter en el bosquecillo, si bien le miró por encima del lomo al hacerlo. El corrió detrás, pero cuidadosamente y a poca velocidad, para no asustarla, y la buscó de nuevo, llamándola al descubrirla entre los árboles a cierta distancia de él. La siguió y, mientras se acercaba, ella se alejó de él, pero sin dejar de mirarle una y otra vez.
Él la siguió por el bosque colina arriba, mas de pronto ella desapareció de su vista detrás de unos helechos.
Cuando llegó allí no la vio, pero mirando a su alrededor descubrió una madriguera, tan bien disimulada que hubiese podido pasar mil veces junto a ella sin verla, de no haber buscado particularmente en aquel lugar.
Ahora, aunque se puso de rodillas, no pudo ver ni rastro de la zorra, de manera que se puso a esperar, preguntándose qué iba a suceder.
De pronto oyó un ruido como de algo que se movía en la madriguera. Esperó en silencio y luego vio algo que se arrastraba hacia fuera. Era un animalito negro como un cachorro. Siguió otro detrás, luego otro y otro hasta que hubo cinco. Por último apareció la zorra, empujando a su camada delante de ella, y mientras él la miraba en silencio, presa de emociones confusas y poco felices, vio que los ojos del animal brillaban de orgullo y felicidad.
Ella cogió uno de sus cachorros con la boca, se lo llevó y lo puso delante de él; luego le miró muy excitada o al menos, así lo parecía.
El señor Tebrick lo tomó en sus manos, lo acarició y apretó contra su mejilla. Era una criatura de carita y patas oscuras, ojos brillantes de color azul eléctrico y una colita como una zanahoria. Cuando lo dejó en el suelo, dio un paso hacia su madre y se sentó de una manera muy cómica.
El señor Tebrick miró a su esposa otra vez y le habló, llamándola «buena chica». Ya se había resignado: por primera vez comprendió qué le había pasado y cuán separados estaban el uno del otro. Pero, observando primero un cachorro y luego a otro y teniéndolos tendidos sobre sus rodillas, se olvidó de todo, y se limitó a contemplar la escena y sentir placer con ella. De vez en cuando acariciaba a la zorra y la besaba, libertades ambas que ella le permitía. Se maravillaba más que nunca de su belleza, porque el cariño que demostraba a los cachorros y el extraordinario deleite que parecían producirle la hicieron a sus ojos más encantadora que antes. Pasó toda la mañana con ellos, sin hacer nada, en la entrada de la madriguera.
Jugaba primero con uno y luego con otro, los hacía rodar por el suelo y les hacía cosquillas, porque eran demasiado jóvenes para cualquier otra diversión. De vez en cuando acariciaba a la zorra o la miraba, y el tiempo pasó volando, de manera que se sorprendió cuando ella reunió a sus cachorros y los hizo entrar en la madriguera. Salió una o dos veces a decirle de una manera muy humana adiós y que esperaba volver a verle pronto, ahora que había encontrado el camino.
Tan admirablemente expresó ella lo que quería decir que las palabras hubieran resultado superfluas, y el señor Tebrick, que estaba acostumbrado, se levantó y se fue a casa.
Ahora que estaba solo, todos los sentimientos que no le habían preocupado mientras estaba con ella, sino que, por decirlo de algún modo, habían permanecido adormecidos hasta que su inocente placer hubo terminado, se le echaron encima para atormentarle de cien maneras distintas.
La primera pregunta que se hizo fue la de si su esposa no le había sido infiel al prostituirse con un animal. ¿Podía seguir amándola después de esto? Sin embargo, esta idea no le preocupó tanto como hubiese podido hacerlo. Porque ahora estaba convencido interiormente de que ya no se la podía considerar como una mujer, sino sólo como un zorro. Y como zorro, no había hecho más que los demás zorros; es más, al tener cachorros y cuidarlos amorosamente había actuado bien.
No nos toca a nosotros decidir si el señor Tebrick estaba en lo cierto o no. Sólo quisiera decir a los que le censurarían por adoptar un punto de vista demasiado blando sobre el aspecto religioso de la cuestión, que no hemos visto el asunto como lo hizo él y que tal vez, si se mostrara a nuestros ojos, llegaríamos a la misma conclusión.
Ésta no era, sin embargo, ni la décima parte de las preocupaciones que le atormentaban. También se preguntó si estaba celoso. Y observando dentro de su corazón halló que sí lo estaba, y dolido por el hecho de tener que compartir a su zorra con un zorro salvaje. Luego se preguntó si no era deshonroso tolerarlo y si no debía olvidarla completamente y seguir su idea primitiva de retirarse del mundo y no verla más.
Pero a media noche se despertó con la cabeza muy lúcida y se dijo, asombrado: «¿Estaré loco? Me atormento estúpidamente con ideas extravagantes. ¿Cabe que el honor de un hombre se vea mancillado por un animal? Yo soy un hombre, soy infinitamente superior a los animales. ¿Puede tolerar mi dignidad el estar celoso de una bestia? No y mil veces no. Si yo deseara a una zorra, sería un criminal. Puedo ser feliz viendo a mi zorra porque la quiero, pero ella actúa bien buscando la felicidad de acuerdo con las leyes de su nuevo ser».
Por último se confesó a sí mismo lo que, pensaba, era la verdad de todo el asunto: «Cuando estoy con ella me siento feliz. Pero ahora deformo lo que es simple y me vuelvo loco con falsos razonamientos».
Con todo, antes de dormirse rezó, pero, aunque en un principio pensó pedir a Dios que le guiara, en realidad rezó sólo para volver a verla al día siguiente y para que Dios la librara de todo mal, y a los cachorros, y le permitiera a él verlos con frecuencia, de manera que llegara a amarlos a causa de ella y que, si esto era un pecado, le perdonara porque pecaba por ignorancia.
Los dos días siguientes volvió a ver a la zorra y a los cachorros. Aunque sus visitas fueron más cortas, le proporcionaron tan inocente placer que muy pronto sus ideas acerca del honor, el deber, etc. quedaron completamente olvidadas y sus celos se durmieron.
Un día llevó consigo el estereoscopio y una baraja de cartas.
Pero, aunque Silvia fue lo suficientemente afectuosa y amable como para dejarle poner el estereoscopio sobre su hocico, no quiso mirar por él y no paró de girar la cabeza para lamerle la mano. Resultaba evidente que había olvidado prácticamente el uso del instrumento. Lo mismo ocurrió con las cartas. Porque, aunque se divirtió bastante con ellas, mordiéndolas y moviéndolas con las patas, nunca tuvo en cuenta si eran diamantes, piques, corazones o trébol, o si la carta era o no un as. Estaba claro que había olvidado también el significado de las cartas.
A partir de entonces, sólo le llevó cosas con las que pudiera gozar, tales como azúcar, uvas, pasas y carne.
A medida que avanzaba el verano, los cachorros llegaron a conocerle y él a ellos, de manera que le fue fácil distinguirlos y los bautizó. Con este fin llevó un pequeño recipiente con agua, los salpicó como en un bautismo, les dijo que era su padrino y les impuso un nombre a cada uno, llamándoles Sorel, Kasper, Selwyn, Ester y Angélica.
Sorel era una criatura torpe, de ánimo alegre y juguetón; Kasper era fiero y el mayor de todos e incluso jugando solía morder. Su padrino hubo de recibir de él más de un mordisco andando el tiempo. Ester tenía el pelo oscuro y era muy robusta; Angélica tenía un color rojizo claro y era la más parecida a su madre, mientras que Selwyn, el menor, era curioso y listo, aunque delicado y más pequeño de lo normal.
Así el señor Tebrick tenía ahora toda una familia de que ocuparse y llegó a amarlos con un cariño que mucho tenía de paternal.
Su favorita era Angélica (que le recordaba a su madre por su belleza), a causa de una gracia que faltaba a los demás, incluso cuando jugaban. Le seguía en su afecto Selwyn, el más inteligente de toda la camada. Superaba tanto a los demás en agudeza que el señor Tebrick llegó a pensar si no había heredado algo humano de su madre. Muy pronto aprendió su nombre y venía cuando lo llamaba y —cosa aún más extraña— aprendió los nombres de sus hermanos y hermanas antes que ellos mismos.
Además de esto, tenía algo de joven filósofo, porque, aunque su hermano Kasper lo tiranizaba, lo soportaba sin enojarse. A veces gastaba bromas a los demás y, un día en que el señor Tebrick estaba con ellos, hizo creer a sus hermanos que había una rata en un agujero cercano. Muy pronto se les unió Sorel y luego Kasper y Ester. Cuando consiguió que todos se pusieran a excavar, se apartó del grupo, acercándose a su padrino con una mirada astuta, se sentó delante de él, sonrió, movió la cabeza en dirección a los otros, volvió a sonreír y frunció el entrecejo, de modo que el señor Tebrick entendió tan bien como si hubiera hablado que el pequeño estaba diciendo: «¡Mira cómo les he tomado el pelo!».
Era el único que sentía curiosidad por el señor Tebrick: le hacía sacar el reloj, se lo hacía poner en el oído, lo miraba y fruncía el entrecejo con expresión perpleja. La cosa se repitió en la siguiente visita. Quiso ver de nuevo el reloj y lo estuvo considerando. Sin embargo, aunque el pequeño Selwyn era muy listo, nunca llegó a entenderlo y, si su madre recordaba algo sobre relojes, es un tema que jamás intentó explicar a sus hijos.
Un día el señor Tebrick abandonó la madriguera como siempre y bajó corriendo la cuesta que llevaba a la carretera, cuando se sorprendió al hallar un carruaje esperando delante de su casa y un cochero que andaba cerca de su puerta. El señor Tebrick entró y halló a un visitante que le esperaba. Era el tío de su esposa.
Se dieron las manos, aunque el reverendo canónigo Fox no le reconoció inmediatamente, y el señor Tebrick le acompañó al interior de la casa.
El clérigo observaba las habitaciones sucias y desordenadas y, cuando el señor Tebrick le llevó a la sala de estar, comprobó al instante que no había sido usada durante meses, puesto que una gruesa capa de polvo cubría los muebles.
Después de conversar sobre temas triviales, el canónigo Fox le dijo:
—La verdad es que he venido a preguntar por mi sobrina.
El señor Tebrick guardó silencio y luego dijo:
—Ahora… por cierto, he oído que ya no vive con usted.
—No, ya no vive conmigo. Pero no está lejos. Ahora la veo todos los días.
—¡Vaya! ¿Dónde vive?
—En el bosque con sus hijos. Debo decirle que se ha transformado. Es una zorra.
El reverendo canónigo Fox se levantó. Estaba alarmado y cuanto el señor Tebrick decía confirmaba lo que esperaba encontrar en Rylands. Cuando estuvo fuera, sin embargo, preguntó al señor Tebrick:
—No recibirá muchas visitas ahora, ¿verdad?
—No, nunca veo a nadie si puedo evitarlo. Usted es la primera persona con la que hablo en meses.
—Muy bien, querido amigo. Lo comprendo, dadas las circunstancias.
El clérigo le dio la mano, subió al coche y se marchó.
«En todo caso», se dijo, «no habrá escándalo». También se sentía aliviado porque el señor Tebrick no había dicho nada sobre marcharse al extranjero a predicar el Evangelio. El canónigo Fox se había alarmado al recibir la carta, no la había contestado y pensó que lo mejor era dejar que las cosas se arreglaran solas y no referirse a nada desagradable. No deseaba tener que recomendar al señor Tebrick a la Sociedad Bíblica si estaba loco. Nadie se daría cuenta de sus excentricidades en Stokoe. Además, el señor Tebrick había dicho que era feliz.