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Authors: David Garnett

La dama zorro

BOOK: La dama zorro
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Los dos relatos que se reúnen en este volumen parten de hechos extraordinarios: en
La dama zorro
un marido asiste a la repentina conversión de su esposa en zorra; en
Un hombre en el zoo
, una joven ha de enfrentarse al hecho de que su prometido se ofrezca a la curiosidad pública en una jaula del zoo londinense. Ambos relatos, ambientados en la culta, civilizada y bienestante sociedad inglesa eduardiana —tan cara al grupo de Bloomsbury, al que el propio Garnett perteneció—, tal vez no sean más, ni menos, que dos fábulas sobre las relaciones humanas en general y las de la pareja hombre-mujer en particular, si bien narradas, en este caso, con exquisito tacto y sentido del humor y una ironía a la que unas gotas de ternura desproveen de toda acritud.

David Garnett

La dama zorro

ePUB v1.0

chungalitos
16.09.12

Título original:
Lady Into Fox, A Man in the Zoo

David Garnett, 1924.

Traducción: Javier Roca y José Manuel de Prada

Editor original: chungalitos (v1.0)

ePub base v2.0

LA DAMA ZORRO

A Duncan Grant

Los acontecimientos maravillosos o sobrenaturales no son algo tan fuera de lo corriente: lo que ocurre es que inciden de manera irregular. Así, mientras cabe que en un siglo entero no se presente un solo milagro de que hablar, no es raro que luego se den en abundancia. De pronto, la tierra se llena de monstruos de todas clases, deslumbrantes cometas surcan el cielo, los eclipses aterrorizan a la naturaleza o cae una lluvia de meteoros, mientras sirenas y ondinas atraen con sus encantos a los barcos que pasan, cuando no se los tragan serpientes marinas, y la humanidad se ve sacudida por terribles cataclismos.

Pero el extraño suceso que voy a relatar se produjo de forma aislada, sin acompañamiento, en un mundo hostil, y precisamente por ello la humanidad le prestó muy poca atención. Porque la súbita transformación de la señora Tebrick en zorra es un hecho probado al que cada cual es libre de atribuir la causa que mejor le parezca. Cierto que es precisamente a la hora de buscar una explicación del hecho o de pretender conciliarlo con nuestros conocimientos generales cuando se presentan las mayores dificultades, y no al tener por verdadera una historia tan probada, no por un solo testigo, sino por docenas, todos ellos personas respetables y ajenas a cualquier tipo de confabulación.

Aquí me limitaré a una narración exacta del suceso y sus consecuencias. Mas no quiero disuadir a mis lectores de que intenten dar con una explicación de este milagro, pues hasta ahora no se ha hallado ninguna que quepa considerar enteramente satisfactoria. A mi juicio incrementa la dificultad, el hecho de que la metamorfosis ocurriera cuando la señora Tebrick era va una mujer adulta y que sucediera en tan breve espacio de tiempo. Si la aparición de la cola, la extensión gradual de pelo por todo el cuerpo o el cambio de la anatomía hubiesen tenido lugar a lo largo de un proceso de crecimiento, el suceso habría sido monstruoso, pero más fácil de conciliar con nuestras concepciones ordinarias, sobre todo de haber ocurrido en un niño.

Pero aquí tenemos algo muy distinto. Una dama adulta se transforma de pronto en zorra. No existe filosofía natural capaz de explicarlo y el materialismo de nuestra época no nos presta ayuda alguna. Se trata de
un milagro:
algo que procede del exterior de nuestro mundo, un acontecimiento que nos dispondríamos a aceptar de buen grado si nos llegara investido de la autoridad de la Divina Revelación contenida en las Escrituras, pero que no estamos preparados para afrontar en nuestra época y, menos aún, aceptar que haya ocurrido en el Oxfordshire, entre nuestros vecinos.

Cuantos datos apuntan a una explicación del fenómeno no pasan de ser mera conjetura y voy a exponerlos más porque no deseo ocultar nada que porque crea que tienen algún valor.

El apellido de soltera de la señora Tebrick era ciertamente Fox, y es muy posible que, si este milagro hubiese ocurrido en el pasado, la familia se hubiera ganado este apelativo como apodo y a causa de él. Era una familia antigua y ocupaban la mansión de Tangley Hall desde tiempo inmemorial. También es cierto que en tiempos hubo un zorro medio domesticado encadenado en el patio interior de Tangley Hall, y he oído a más de un filósofo de taberna dar mucha importancia a este detalle, aunque debían admitir que «no hubo ninguno en tiempos de la señorita Silvia».

En un principio pensé que podía ayudar a explicar el caso el hecho de que Silvia Fox tomara parte en una cacería a los diez años de edad, recibiendo allí su bautismo de sangre. Parece que la cosa le produjo miedo o disgusto y que vomitó después. Pero ahora no veo que guarde mucha relación con el milagro mismo, aunque sabemos que a partir de entonces Silvia habló siempre de «los pobres zorros» cuando había una cacería, y no volvió a tomar parte en otra hasta después de su matrimonio y a instancia de su marido.

En el año 1879 se casó con el señor Richard Tebrick, tras un corto noviazgo y, después de la luna de miel, se fue a vivir a Rylands, cerca de Stokoe (Oxon). Hay un punto que no he logrado aclarar: cómo se conocieron. Tangley Hall está a más de treinta millas de Stokoe y hasta el día de hoy no existe verdadero camino que conduzca allí, circunstancia en verdad sorprendente si tenemos en cuenta que es la mansión principal —y única— en varias millas a la redonda.

Tal vez hubo un encuentro casual en algún camino o —hipótesis menos romántica pero más verosímil— quizás el señor Tebrick trabó amistad con un tío de ella que era canónigo menor en Oxford, y fue invitado por él a visitar Tangley Hall. Pero de cualquier modo que se hubieran conocido, el matrimonio era muy feliz. La novia tenía veintitrés años y era menuda, con manos y pies sorprendentemente pequeños. Tal vez valga la pena señalar que no había nada en su aspecto que hiciera pensar en un zorro. Muy al contrario, era una mujer agradable y más hermosa de lo normal. Tenía los ojos de color castaño claro y excepcionalmente brillantes, el pelo oscuro con reflejos rojizos y la piel morena con pecas oscuras y pequeños lunares. Era reservada hasta la timidez, pero tenía un perfecto dominio de sí misma y estaba muy bien educada.

Había sido criada por una mujer de excelentes principios y considerables facultades, que falleció un año antes de su matrimonio. Y, debido a la circunstancia de que su madre había muerto tiempo atrás y su padre pasó los últimos años de su vida postrado en cama y con la mente perturbada, recibían muy pocas visitas con la excepción de su tío, que pasaba con frecuencia con ellas uno o dos meses seguidos, sobre todo en invierno, puesto que era muy aficionado a cazar agachadizas y éstas abundan en aquel valle. Si ella no se convirtió en una muchacha rústica y pueblerina, hay que agradecerlo al rigor de su institutriz y a la influencia de su tío. Pero tal vez el hecho de vivir en un lugar tan alejado de la civilización puso en ella cierta disposición hacia lo salvaje, a pesar de su educación religiosa. Su vieja ama decía: «La señorita Silvia tuvo siempre el corazón un poco agreste», aunque, si esto era cierto, sólo su esposo tuvo ocasión de comprobarlo.

A principios de 1880, marido y mujer fueron a dar un paseo a primera hora de la tarde por el bosquecillo que corona la pequeña colina de Rylands. Por aquel tiempo se comportaban aún como una pareja de enamorados y no se separaban jamás. Mientras paseaban, oyeron a lo lejos los perros y más tarde el cuerno del cazador. El señor Tebrick la había convencido para que saliera a cazar el día de San Esteban, aunque con gran dificultad: ella no había disfrutado, a pesar de que le gustaba bastante montar.

Al oír la cacería, el señor Tebrick apresuró el paso en dirección al borde del bosquecillo, porque quería contemplar cómodamente a los perros si acertaban a tomar aquella dirección. Su esposa se rezagaba y él, tomándola de la mano, empezó a arrastrarla. Pero, antes de que llegasen al borde del bosquecillo, la mujer retiró la mano violentamente y gritó. El marido volvió la cabeza al instante.

Allí donde momentos antes había estado su esposa había un zorrito de color rojo muy claro.
El animal le miró con ojos suplicantes y avanzó hacia él uno o dos pasos. El señor Tebrick se dio cuenta enseguida de que su esposa le estaba mirando desde los ojos del zorro. Podéis imaginar si estaría horrorizado y es muy probable que su mujer también lo estuviera al encontrarse bajo tal forma. Durante casi media hora no hicieron sino contemplarse fijamente el uno al otro, completamente aturdido él y ella preguntándole con la mirada como si le hablara: «¿En qué me he convertido? Ten piedad de mí, marido mío, ten piedad de mí porque soy tu esposa».

Él la miraba y la reconocía, aunque se preguntaba a cada momento: «¿Es posible que sea ella? ¿Estaré soñando?». Primero con súplicas y luego con caricias parecía ella querer convencerle de que era su esposa. Al fin él la tomó en sus brazos. La zorrita se apretujó contra su cuerpo, acurrucándose bajo su americana, y empezó a lamerle la cara, sin dejar de clavar los ojos en los de su esposo.

El marido no paraba de dar vueltas al asunto sin dejar de mirarla, pero no encontraba explicación alguna. Sólo le consolaba un tanto la esperanza de que se trataba sin duda de una transformación pasajera y de que pronto recuperaría a la esposa que era carne de su carne.

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