La dama zorro (2 page)

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Authors: David Garnett

BOOK: La dama zorro
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Tanto la amaba que en un principio se atribuyó la culpa de lo sucedido: le resultaba impensable hacerle a ella reproche alguno por algo tan terrible y prefería volverse contra sí mismo.

Así pasaron un buen rato, hasta que al fin las lágrimas se acumularon en los ojos del pobre zorro y empezó a llorar, siempre en silencio, y a temblar como si tuviera fiebre. Al verlo no pudo él contener sus propias lágrimas; se sentó en el suelo y sollozó largo rato. Mientras sollozaba, la besaba como si hubiera sido una mujer, sin importarle en su dolor el hecho de estar besando el hocico de un zorro.

Así permanecieron sentados hasta que empezó a anochecer. Entonces él tomó una decisión: tenía que ocultarla y llevarla a casa.

Esperó a que fuera lo bastante oscuro como para poder introducirla en su casa sin ser visto y la metió debajo de su abrigo, abotonándolo encima. En un arrebato de pasión se abrió el chaleco y la camisa para tenerla más cerca de su corazón. Porque cuando un gran dolor nos atenaza, no actuamos como hombres y mujeres adultos, sino como niños, cuyo único consuelo ante cualquier desazón es apretarse contra el pecho de su madre y, si no la tienen a su lado, abrazarse fuertemente el uno al otro.

Cuando hubo oscurecido, la llevó a casa con infinitas precauciones, aunque no pudo evitar que los perros la olieran. A partir de aquel momento nada pudo hacerles callar.

Cuando la tuvo en casa, su siguiente preocupación fue ocultarla de la servidumbre. La subió en brazos a su dormitorio y volvió a bajar.

El señor Tebrick tenía tres sirvientas que vivían en casa: la cocinera, la doncella y una anciana que había sido ama de su esposa. Además de estas mujeres había un mozo de cuadra o jardinero (llámele cada cual como prefiera), soltero, que vivía con una familia campesina a media milla de distancia.

Al bajar la escalera, el señor Tebrick se tropezó con la doncella.

—Janet —le dijo—, la señora Tebrick y yo hemos recibido malas noticias. Ella ha tenido que marcharse a Londres esta misma tarde. Yo permaneceré en casa esta noche, para poner en orden mis asuntos. Vamos a cerrar la casa. Os pagaré a la señora Brant y a ti el salario de un mes, pero deberéis abandonar la casa mañana a las siete. Es muy probable que viajemos al continente y no sé cuándo regresaremos. Hazme el favor de decírselo a los demás. Ahora prepárame el té y déjalo en mi estudio.

Janet no replicó porque era una muchacha muy tímida, sobre todo delante de los señores, pero, cuando entró en la cocina, el señor Tebrick oyó una explosión repentina de conversación con repetidas exclamaciones de la cocinera.

Cuando regresó con el té, el señor Tebrick le dijo:

—No te voy a necesitar en el piso. Empaqueta tus cosas y dile a James que tenga la tartana dispuesta mañana a las siete en punto para llevarte a la estación. Ahora estoy ocupado, pero te veré antes de que te marches.

Cuando ella se hubo ido, el señor Tebrick subió la escalera con la bandeja. En un primer momento pensó que su habitación estaba vacía y que su zorra se había marchado. Pero enseguida descubrió algo que se movía en un rincón: era la zorra, que avanzaba arrastrando una bata en la que se había medio envuelto.

Probablemente el espectáculo resultaba cómico, pero el pobre señor Tebrick se hallaba entonces y se halló luego demasiado afligido como para divertirse con tales escenas. Se limitó a llamarla quedamente:

—Silvia, Silvia: ¿Qué estás haciendo aquí?

Y de pronto descubrió qué pretendía el animal y se dirigió reproches contra sí mismo por no haber sido capaz de adivinar que su esposa no quería ir desnuda, ni siquiera después de haber visto cambiada su forma. No paró entonces hasta que la hubo vestido adecuadamente, poniendo a su disposición todos los vestidos del armario para que eligiera. Mas, como era de esperar, resultaban demasiado grandes para ella en las actuales circunstancias. Al fin el señor Tebrick escogió una chaqueta que su esposa solía llevar por las mañanas. Era de seda y estaba adornada con encajes. Como tenía las mangas cortas, la zorrita se la pudo poner sin dificultad. Cuando le hubo atado las cintas, su infortunada esposa se lo agradeció con dulces miradas y no sin cierta confusión. La puso en un sillón, apoyándola en cojines, y tomaron el té juntos, bebiéndolo ella delicadamente de un platito, mientras mordisqueaba el pan con mantequilla que su marido le daba con las manos. Todo ello demostraba —o, al menos, así lo creyó él— que su esposa seguía siendo la misma: había tan poco de salvaje en su conducta y, en cambio, tanta delicadeza y decencia, especialmente en el hecho de no querer andar desnuda, que se sintió muy consolado y empezó a pensar que ambos podían ser bastante felices si conseguían escapar del mundo y vivir siempre solos.

Despertó de este sueño demasiado confiado al oír al jardinero tratando de calmar a los perros. Desde que llegó a casa con su zorra, no habían parado de ladrar, aullar y gemir, porque había un zorro en casa y querían matarlo.

Esta idea le hizo reaccionar: llamó al jardinero y le dijo que bajaría a ocuparse de los perros personalmente, ordenándole que entrara en casa. Dio las órdenes en un tono tan seco que no admitía réplica. El jardinero le obedeció de muy mala gana, porque estaba lleno de curiosidad. Entonces el señor Tebrick bajó las escaleras y, tomando su escopeta, la cargó y salió al patio. Había dos perros, un hermoso setter irlandés que pertenecía a su esposa (lo había traído de Tangley Hall al contraer matrimonio) y un viejo foxterrier llamado Nelly, que había comprado hacía más de diez años.

Cuando salió al patio, ambos perros le saludaron redoblando sus ladridos y gemidos. El setter saltaba frenéticamente de un lado a otro en el extremo de su cadena y Nelly temblaba, agitaba la cola y miraba ora a su amo, ora a la puerta de la casa, desde donde llegaba el olor a zorro.

La luna brillaba, de modo que el señor Tebrick podía distinguir a los perros con toda claridad. Primero mató al setter de su esposa y luego buscó a Nelly para hacer lo mismo, pero no la vio. Pensó que la perra se había escapado hasta que, al tratar de averiguar cómo había podido romper la cadena, la descubrió tendida en el fondo de la perrera. Este truco no le salvó la vida, pues el señor Tebrick, después de tratar en vano de sacarla tirando de la cadena, introdujo el cañón de su escopeta en la perrera, lo apretó contra el cuerpo del animal y disparó. Después, encendiendo una cerilla, comprobó que estaba muerta. A continuación, dejando a los perros encadenados tal como estaban, entró en la casa y, como hallara al jardinero que aún no se había ido a dormir, le despidió tras pagarle un mes de salario y le ordenó que enterrara a los dos perros aquella misma noche.

Esta conducta, a la vez autoritaria y extraña, desconcertó a la servidumbre. Al oír los disparos en el patio, la vieja ama de su esposa subió corriendo al dormitorio, aunque no tenía nada que hacer allí, y al abrir la puerta vio a la pobre zorra con la chaqueta de su señora, reclinada en cojines y tan postrada de dolor que nada oía.

Aunque la mujer no esperaba encontrar allí a su señora, puesto que le habían dicho que se había ido a Londres aquella misma tarde, la reconoció al instante y gritó:

—¡Oh, mi pobre preciosidad! ¡Oh, pobre señorita Silvia! ¿Qué cambio tan terrible es éste? —Y al ver que su ama se sobresaltaba y la miraba, dijo—: No tengas miedo, querida, todo acabará bien. Tu vieja Nanny te conoce y todo acabará bien.

Pero, aunque le hablara en estos términos, no la volvió a mirar, y mantuvo los ojos fijos en otra dirección para no encontrarse con la mirada zorruna de su señora: no la podía soportar. Salió a toda prisa temerosa de que el señor Tebrick la pudiera encontrar en la habitación: ¿quién sabe si no la mataría también, como a los perros, por conocer el secreto?

El señor Tebrick pagó a los criados y mató a los perros como en una pesadilla. Después se entonó con dos o tres vasos de whisky fuerte, se fue a la cama, tomando su zorra entre los brazos, y durmió profundamente. Si su esposa durmió o no, es más de lo que yo o cualquier otro podemos decir.

Cuando despertó a la mañana siguiente, se encontraron solos en la casa, porque la servidumbre se había marchado a primeras horas siguiendo las instrucciones recibidas. Janet y la cocinera habían ido a Oxford, con la esperanza de hallar nuevos empleos, y Nanny había regresado a su casita de campo en las proximidades de Tangley. Allí vivía su hijo que trabajaba de porquerizo.

Aquella mañana empezó lo que iba a ser su modo ordinario de vida juntos. El se levantaba bien avanzada ya la mañana, encendía la chimenea de la planta baja y preparaba el desayuno. Después cepillaba a su esposa, la lavaba con una esponja húmeda y la volvía a cepillar, usando gran cantidad de agua de colonia para disimular el fuerte olor que despedía. Cuando estaba arreglada, la llevaba al piso de abajo y desayunaban juntos. Ella se sentaba junto a la mesa con él, bebía su platito de té y tomaba la comida que su esposo le daba. Tenía aún los mismos gustos que antes de la transformación: un huevo pasado por agua, una loncha de jamón y una o dos tostadas con mantequilla acompañadas de un poco de membrillo o de compota de manzana. Y, ya que estoy en el tema de comida, diré que el señor Tebrick leyó en una enciclopedia que los zorros del continente tienen enorme afición a las uvas, de forma que en otoño abandonan su dieta ordinaria para nutrirse casi exclusivamente de ellas, como consecuencia de lo cual engordan mucho, pero pierden su olor desagradable.

Esta afición a las uvas está confirmada en Esopo y en algunos pasajes de las Escrituras, y resulta extraño que el señor Tebrick la desconociese. Después de leer lo que hemos relatado, escribió a Londres y encargó que le enviaran una cesta de uvas dos veces por semana, y tuvo la alegría de comprobar que el relato de la enciclopedia era básicamente cierto. Su zorra las disfrutaba enormemente y parecía no cansarse nunca de ellas, de modo que aumentó su encargo primero de una libra a tres y luego de tres a cinco. Tanto disminuyó su olor por este sistema que el señor Tebrick llegó a no notarlo en absoluto, excepto alguna vez por la mañana antes del aseo.

Lo que más contribuyó a hacer soportable su vida en común fue el hecho de que ella le entendiera perfectamente: sí, entendía todo lo que decía y, aunque era muda, se expresaba con notable fluidez por medio de miradas y signos, nunca con la voz.

De este modo conversaba él con ella frecuentemente, haciéndole saber todos sus pensamientos sin ocultarle nada. La cosa no presentaba mayores dificultades, dado que él era muy rápido a la hora de captar las respuestas de la zorra.

—Puss, Puss —solía decirle, usando este nombre afectuoso según costumbre de siempre—, querida Puss, algunos hombres me compadecerían por vivir aquí solo contigo después de lo ocurrido, pero yo no me cambiaría con nadie ni por todo el oro del mundo. Aunque ahora eres una zorra, prefiero vivir contigo que con cualquier otra mujer. Te lo juro: no me importan las transformaciones que puedas sufrir.

Luego, al observar la mirada grave del animal, añadía:

—¿Piensas que bromeo, querida? Nada de eso. Te juro, amada mía, que toda la vida te seré fiel, te respetaré y te honraré como a mi única esposa. Y no lo haré con la esperanza de que Dios en su misericordia te devuelva tu forma original, sino sólo porque te quiero. Por más que tú cambies, mi amor hacia ti no cambiará.

Cualquiera que los hubiera visto hubiese pensado que eran amantes: tan apasionadamente se miraban. Con frecuencia le juraba él que, aunque el diablo tuviera poder para obrar determinados milagros, no lograría jamás alterar su amor.

Cualquiera que fuese el efecto que estos apasionados discursos hubieran podido producir en ella en circunstancias normales, ahora parecían ser su principal fuente de consuelo. Se acercaba a él, ponía su pata en su mano, le miraba con ojos chispeantes, en los que brillaban la alegría y la gratitud, jadeaba de ansiedad o saltaba para lamerle la cara.

Mil pequeñas tareas le mantenían a él ocupado en casa: preparar la comida, ordenar la habitación, hacer la cama o cosas por el estilo. Resultaba cómico observar a la zorra mientras él hacía sus trabajos. Con frecuencia parecía fuera de sí de dolor y disgusto, al verle hacer tan desmañadamente lo que ella hubiese llevado a cabo muchísimo mejor de haber podido. Entonces, olvidándose de la decencia y decoro que se había impuesto en un principio, al negarse a andar a cuatro patas, le seguía a todas partes y, si él hacía algo mal, le llamaba la atención y le enseñaba la manera de hacerlo. Cuando él olvidaba la hora de comer, acudía ella, le tiraba de la manga y le decía como si pudiera hablar: «Esposo mío, ¿es que no vamos a comer hoy?».

Esta femineidad de ella nunca dejaba de deleitarle, porque demostraba que era todavía su esposa, aunque su alma de mujer se hallase encerrada en el cuerpo de una bestia. Todo ello le daba ánimos y llegó a preguntarse si no debía leerle en voz alta como solía hacer antes. Al fin, no hallando razón alguna para no hacerlo, se fue al estante y cogió un volumen de
La historia de Clarissa Harlowe,
que había empezado a leerle unas semanas atrás. Abrió el volumen donde lo había dejado, precisamente en la carta que Loveless escribe después de haber pasado la noche esperando infructuosamente en el bosquecillo:

«¡Buen Dios!

¿Qué va a ser de mí?

Tengo los pies entumecidos por mi nocturno deambular entre la peor de las humedades; mi peluca y mi camisa gotean al disolverse la escarcha que las recubre.

El día apunta ya…»
etc.

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