Authors: David Garnett
Lo sentía por el señor Tebrick, y se dijo que su sobrina debió de casarse con él porque fue el primer hombre que le salió al paso. También pensó que probablemente no volvería a verla más y, cuando se hubo alejado un poco, dijo en voz alta:
—No tiene un carácter afectuoso —y luego, dirigiéndose a su cochero—: No, está bien. Sigue adelante, Hopkins.
Cuando el señor Tebrick estuvo solo, se alegró extraordinariamente de su vida solitaria. Comprendió —o creyó comprender— lo que significaba ser feliz, y que había hallado la felicidad completa ahora, viviendo al día, sin preocuparse del futuro, rodeado cada mañana de criaturas juguetonas y afectuosas a las que amaba tiernamente, y sentado al lado de su madre, cuya sencilla felicidad era el origen de la suya propia.
«La verdadera felicidad», se dijo, «consiste en dar amor; no hay felicidad comparable a la que el hijo proporciona a su madre, y yo la he obtenido gracias a mi zorra y sus hijos».
Con estos sentimientos esperó impaciente la hora de la mañana en que podría irse a reunir con ellos una vez más.
Sin embargo, cuando hubo subido a la colina en dirección a la madriguera tomando infinitas precauciones para no aplastar los helechos —no quería abrir un camino que pudiera conducir a otros al lugar secreto—, halló para su sorpresa que Silvia no estaba allí, ni tampoco se divisaban los cachorros. Les llamó, pero fue en vano, y al fin se echó sobre el musgo junto a la madriguera y esperó.
Durante un largo rato —o, al menos, así se lo pareció— permaneció echado en silencio con los ojos cerrados, esforzando sus oídos para distinguir el más leve rumor entre las hojas o cualquier ruido que los cachorros pudieran hacer dentro de la madriguera.
Al fin debió de caer dormido, porque se despertó de repente con todos los sentidos alerta y, abriendo los ojos, vio a un zorro adulto a seis pies de él, sentado sobre sus patas traseras como un perro, que observaba su cara con ansiedad. El señor Tebrick vio en seguida que no era Silvia. Cuando él se movió, el zorro se levantó y desvió la mirada, sin moverse de sitio, y el señor Tebrick le reconoció como el zorro que había visto llevando una liebre. Era el mismo animal oscuro con una mancha blanca en la cola. Ahora el secreto había dejado de serlo y el señor Tebrick pudo ver a su rival frente a frente. Aquí estaba el padre de sus ahijados, seguro de su parentesco con los pequeños, salvaje y bribón. El señor Tebrick miró largamente al hermoso canalla, que le devolvió la mirada con la desconfianza pintada en su rostro vigilante, no sin un cierto desafío. Le pareció al señor Tebrick que había un toque de cínico humor en su mirada, como si dijera: «¡Por Dios! ¡La vida nos ha unido de un modo bien extraño!».
Y, por cierto, al hombre le parecía extraño el vínculo existente entre ellos y se preguntaba si el amor que su rival sentía por su zorra y sus cachorros tenía algo que ver con el suyo propio.
«Ambos daríamos la vida por ellos», se dijo al reflexionar sobre ello, «ambos somos felices cuando estamos en su compañía. ¡Qué orgullo debe de sentir este individuo por tener tal esposa y tales hijos que cada día se le parecerán más! ¿Y acaso no tiene razones para estar orgulloso? Vive en un mundo lleno de peligros. Durante medio año se le caza, los perros le persiguen por todas partes, los hombres le ponen trampas o lo amenazan. No debe nada a nadie».
Pero no dijo nada, consciente de que sus palabras sólo alarmarían al zorro. Luego, al cabo de pocos minutos, vio que el zorro miraba por encima del lomo y se marchaba trotando con la ligereza de una hoja arrastrada por el viento, para regresar al cabo de uno o dos minutos rodeado de su zorra y sus cachorros. Ver al zorro acompañado de su hembra y prole fue demasiado para el señor Tebrick. A pesar de toda su filosofía, los celos le hirieron como una saeta. Pudo ver que Silvia había estado cazando con sus cachorros y se había olvidado de que él iba a venir aquella mañana, porque se sobresaltó al verle y, aunque le lamió la mano descuidadamente, resultaba evidente que no estaba pensando en él.
Muy pronto condujo a los cachorros a la madriguera; el zorro había desaparecido y el señor Tebrick volvía a estar solo. No esperó más y volvió a casa.
Toda su paz interior había desaparecido y la felicidad de que creía disfrutar la noche anterior se le aparecía como el paraíso de un necio en el que había estado viviendo. Aquel pobre hombre se mordió el labio un centenar de veces, frunció el ceño y pataleó, maldiciéndose y llamando ramera a su esposa. Tampoco se perdonaba a sí mismo no haber pensado antes en el condenado zorro y haber permitido que los cachorros retozaran a su alrededor, cada uno de ellos una prueba viviente de que un zorro había tenido algo que ver con su zorra. Sí, estaba celoso y todas las circunstancias que habían sido causa de su felicidad la noche anterior se convirtieron en monstruos de su pesadilla. Tanto se dejó arrastrar el señor Tebrick por sus nuevos sentimientos que acabó perdiendo la razón. Lo negro era blanco y lo blanco negro, y estaba decidido a sacar por la mañana la vil camada a golpes de azadón y matarlos a todos, librándose así de su infernal sufrimiento.
Toda la noche la pasó de este humor, es decir, en una agonía como si se hubiese roto un diente y mordido el nervio. Pero, como todo tiene un final, el señor Tebrick, agotado por el paroxismo de celos, acabó por conciliar un sueño inquieto y atormentado.
Después de una o dos horas, el desfile de imágenes confusas que en un principio le asaltaron se desvaneció, convirtiéndose en un sueño claro y poderoso. Su esposa estaba con él en forma humana, paseando como el día fatal de su transformación. Sin embargo, estaba cambiada, porque en su pálido rostro había trazas visibles de infelicidad, los ojos estaban hinchados de llanto, el cabello caía en desorden, los húmedos dedos retorcían un pañuelito, los sollozos agitaban su cuerpo: un aire de abandono se había apoderado de su persona. Entre gemidos le estaba confesando cierto crimen que había cometido, pero él no captó las palabras entrecortadas ni deseó oírlas, porque estaba ofuscado por su propio dolor. Así continuaron andando juntos en la mayor desolación, como si fuera para siempre, él con los brazos en el talle de ella, ella volviendo los ojos hacia él o clavándolos apenada en el suelo.
Al fin se sentaron y él dijo: «Sé que no son mis hijos, pero no por ello los trataré bárbaramente. Tú eres aún mi esposa. Te juro que no serán abandonados. Costearé su educación».
Después empezó a dar vueltas a nombres de colegios. Eton no parecía apropiado, ni Harrow, ni Winchester, ni Rugby… Pero no podía expresar la razón por la que estos colegios no servían para los hijos de ella. Sólo sabía que ninguno de los colegios en que pensaba era adecuado, pero alguno acabaría por hallar. Pensando en nombres de colegios, permaneció sentado un buen rato con la mano de su esposa entre las suyas, hasta que finalmente ella se levantó y se fue sin dejar de llorar. Poco a poco despertó.
Pero incluso después de abrir los ojos y mirar a su alrededor, seguía pensando en colegios. Se decía que tendría que enviarlos a alguna academia particular o, en el peor de los casos, contratar un preceptor. «Sí, sí», se dijo, sacando un pie de la cama, «eso será lo mejor: un preceptor, aunque incluso así resultará un poco difícil al principio».
Al decir estas palabras se preguntó dónde residía la dificultad y recordó que no eran niños normales. No, eran zorros, meros zorros. Cuando el pobre señor Tebrick se hubo acordado de este detalle, quedó ofuscado o aturdido por el hecho y durante largo rato no consiguió entender nada, hasta que al fin rompió en un torrente de lágrimas, compadeciéndolos y compadeciéndose a sí mismo. Lo terrible del hecho en sí —que su querida esposa tuviera zorros en vez de niños— le llenó de piedad y luego, al recordar la causa de que fueran zorros, es decir, que su esposa era un zorro también, sus lágrimas volvieron a correr y no lo pudo soportar por más tiempo: se puso a gritar, lleno de angustia, y se golpeó una o dos veces la cabeza contra la pared. Se echó sobre la cama y allí lloró y lloró, rasgando a veces las sábanas con los dientes.
Durante todo el día —porque no pensaba ir a la madriguera hasta el anochecer— deambuló dolorido y deshecho por la piedad que sentía hacia su pobre zorra y sus hijos.
Por fin, cuando llegó el momento, fue a la madriguera, y la halló vacía. Al oír su voz apareció Ester. Pero, por más que llamó a los demás por sus nombres, no obtuvo respuesta. La manera en que el cachorro le saludó le hizo pensar que estaba sola. Parecía realmente contenta de verle: subió a sus brazos y luego a su hombro, besándole, conducta inhabitual en ella (mientras que sí lo era de su hermana Angélica). El se sentó un poco apartado de la madriguera, acariciándola, y le dio el pescado que había traído para su madre. Lo devoró con tanta avidez que llegó a la conclusión de que había comido poco durante el día y probablemente había estado sola por algún tiempo.
Mientras estaba sentado allí, Ester puso las orejas tiesas y se sobresaltó: el señor Tebrick vio a su zorra que se les acercaba. Le saludó muy afectuosamente, pero resultaba evidente que no tenía tiempo que perder, porque enseguida se volvió por donde había venido, con Ester a su lado. Pero el cachorro se demoraba: se detenía y miraba hacia atrás en dirección a la madriguera. Por último se dio la vuelta y corrió a su casa. Pero su madre no se dejó engañar: la alcanzó rápidamente y, agarrándola por la nuca, empezó a arrastrarla consigo.
El señor Tebrick, viendo lo que pasaba, le habló y le dijo que él llevaría a Ester, si ella le mostraba el camino. Al poco rato Silvia se la entregó y los tres empezaron una extraña excursión.
Silvia iba corriendo delante, seguida por el señor Tebrick que llevaba en brazos a Ester. El cachorro se quejaba y luchaba por librarse, llegando incluso a propinarle un mordisco. Ya estaba él acostumbrado a estas cosas y conocía el remedio, que es el mismo que se aplica a las criaturas de mal genio. El señor Tebrick la sacudió y le dio una pequeña bofetada, después de lo cual, aunque el cachorro no ocultó su malhumor, dejó de morder.
Así anduvieron más de una milla, rodeando la casa y cruzando la carretera, hasta que ganaron un pequeño cobertizo que se levantaba junto a unos campos abandonados. Había ya tanta oscuridad que el señor Tebrick apenas si podía avanzar, puesto que no siempre era fácil seguir por los caminos elegidos por la zorra.
Pero al fin llegaron a otra madriguera y el señor Tebrick descubrió a los demás cachorros jugando en las sombras.
Estaba cansado, pero se sentía feliz y se rió suavemente: su zorra se le acercó, puso las patas delanteras sobre sus hombros —él estaba sentado en el suelo— y le lamió. El la besó en el hocico, la abrazó y la envolvió en su chaqueta. Luego rió y lloró de alegría.
Los celos de la noche anterior quedaron olvidados. El dolor desesperado de la mañana y el horror de su sueño desaparecieron. ¿Qué importaba que fuesen zorros? El señor Tebrick pensó que podía ser feliz con ellos. Como hacía calor, se quedó allí toda la noche, jugando primero con ella a esconderse en la oscuridad, hasta que, habiéndose marchado la zorra y haciendo los cachorros demasiado ruido, se echó en el suelo y se durmió.
Fue despertado después del amanecer por uno de los cachorros que jugueteaba con los cordones de sus zapatos. Cuando se sentó, vio a dos de los cachorros luchando sobre sus patas traseras, los otros dos se perseguían alrededor del tronco de un árbol y Angélica, abandonando los cordones de sus zapatos, se echó en sus brazos para besarle y decirle: «¡Buenos días!».
El momento del despertar fue muy dulce. La frescura de la mañana, el perfume de la naturaleza cuando el día apunta, los primeros rayos del sol sobre la copa de un árbol, el pichón que se lanza a volar repentinamente: todo le deleitaba. Incluso el fuerte olor del cuerpo del cachorro que tenía en brazos le pareció placentero.
En aquel momento todas las costumbres e instituciones humanas le parecieron una locura, porque decía: «Cambiaría toda mi vida de hombre por la felicidad de este instante, incluso ahora, que tengo casi todas las ridículas concepciones de un hombre. Los animales son más felices y haré cuanto pueda para merecer esta felicidad».
Después de haber mirado cómo los cachorros jugaban alegremente, cómo, con sigilo, se arrastraban uno detrás del otro para echársele encima y asustarle, le vino un pensamiento a la mente: estos cachorros eran inocentes, eran impolutos como la nieve. No podían pecar, porque Dios los había creado para que fuesen así y no podían quebrantar ninguno de sus mandamientos. Y pensó también que los hombres pecan porque no pueden ser como animales.
Después se levantó lleno de felicidad y empezó a dirigirse a su casa. De pronto se detuvo y se preguntó: «¿Qué va a ser de ellos?».
Esta pregunta le produjo un temor frío y mortal, como si hubiese visto una serpiente delante de él. Al fin sacudió la cabeza y se apresuró. Sí, ¿qué iba a ser de su zorra y sus hijos?
Este pensamiento lo puso en un estado de aprensión febril tal, que hizo cuanto pudo para alejarlo de sí. Y, sin embargo, la idea no le abandonó en todo el día ni en las semanas que siguieron, permaneciendo agazapada en el fondo de su mente, de manera que ya no disfrutó de una felicidad despreocupada, sino que trataba de escapar continuamente a sus propios pensamientos.
Estaba ansioso por pasar todo el tiempo posible con su querida Silvia y, en consecuencia, procuraba ir pronto y por la noche dormía en el bosque como había hecho en aquella ocasión. Y así pasó varias semanas, volviendo a su casa ocasionalmente en busca de provisiones. Pero después de una semana o diez días en la madriguera, tanto su zorra como los cachorros empezaron a comportarse de un modo distinto. Sabía que, desde hacía tiempo, su zorra se pasaba la mayor parte del día sola, vagabundeando por el bosque. Ahora los cachorros empezaban a hacer lo mismo. En pocas palabras, la madriguera había cumplido su fin y ahora les resultaba desagradable. Solamente estaban en ella cuando el miedo los impulsaba.