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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Histórico, Intriga, Policíaco

La décima sinfonía (28 page)

BOOK: La décima sinfonía
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—Señoría, ya han llegado los letrados de la defensa. La rueda de reconocimiento puede empezar cuando quiera.

Doña Susana se puso en pie y al ver que también Daniel se levantaba dijo:

—No, tú quédate. Termina de contarle a Felipe todo lo relacionado con el valor económico del manuscrito, que luego él ya se encargará de resumírmelo.

La magistrada abandonó el despacho a toda velocidad, rumbo a los sótanos del juzgado, donde tenían lugar las identificaciones de los detenidos, y dejó solos a Daniel y al forense.

—O sea, Daniel —añadió el forense tras un breve silencio—, tú crees que el valor en el mercado del manuscrito depende de la calidad de la música que este contenga.

—Puede ser uno de los factores.

—Pero lo que has oído hasta ahora, ¿no te ha convencido?

—Sí, en efecto. Sin embargo, nada nos asegura que el resto, si existe, sea del mismo nivel. A Beethoven, debido a sus depresiones y a su mala salud, le resultaba cada vez más difícil componer. Y también hay otro factor que puede influir en el precio, sobre todo si quien puja no es un organismo público sino un coleccionista particular.

—¿A qué te refieres?

—El precio también podría depender de que el manuscrito tenga muchas correcciones o no. Aunque parezca paradójico, cuantos más tachones y anotaciones tenga la partitura, más valor tendrá para el melómano, porque este no solamente podrá acceder a la música sino también a los procesos mentales del genio.

—No sé si lo entiendo.

—Te pondré el ejemplo de un manuscrito de Beethoven, aparecido hace relativamente poco, que alcanzó un precio exorbitante en la subasta: el del arreglo, para piano a cuatro manos, realizado por el propio compositor, de la Gran Fuga. Esta partitura llevaba ciento quince años desaparecida y fue descubierta en 2005 por un bibliotecario de Cincinnati. Se considera el hallazgo musical más importante de los últimos decenios en parte por la gran cantidad de correcciones y enmiendas que hizo Beethoven. Contemplando el manuscrito, uno asiste extasiado a la lucha creativa del genio consigo mismo, que es de dimensiones titánicas: Beethoven encuentra una solución y la escribe, pero de repente inventa algo mejor y tacha las notas precedentes para sustituirlas por el nuevo hallazgo. Así se puede seguir todo su proceso mental hasta que llega lo que podríamos denominar el Gran Acierto. Aunque escrita para cuarteto de cuerda, Beethoven no se resistió a hacer accesible esta fuga a aquellos vieneses que quisieran tocarla en casa y preparó para ellos una
reducción
para piano a cuatro manos. No olvidemos que en una época en la que no existía ni la radio ni el gramófono, la única manera de escuchar música a domicilio era interpretarla uno mismo. Por eso en Viena, en el siglo XIX, había un piano en la mayoría de los hogares. Este manuscrito para uso doméstico fue, como le decía, descubierto recientemente y estoy persuadido de que el precio astronómico que alcanzó en el mercado se debió en parte a la gran cantidad de correcciones del propio Beethoven que contenía.

—Todo esto que planteas me parece muy interesante —dijo el forense—. ¿Tienes intención de viajar a Viena para averiguar algo más sobre el manuscrito?

—De momento voy a tratar de conseguir la grabación o la partitura del concierto de Thomas —explicó Paniagua mostrando la hoja con los nombres que le había facilitado la juez. ¿Creéis que el asesino habrá logrado descifrar ya el tatuaje?

—Es muy improbable. Si la policía moderna, con los métodos actuales, no ha sido capaz, y tú, que eres un especialista en el tema, también estás confundido, no creo que el criminal, o criminales, porque no descartamos que pueda tratarse de una banda organizada, se nos haya adelantado.

—Pero ¿y si lo ha logrado?

—En ese caso, no creo que le atrapemos —dijo consternado Pontones—. Estará ya a miles de kilómetros de distancia, después de haber vendido la partitura a cualquier coleccionista. Nuestra única esperanza es que el asesino, en su intento de hacerse con la clave para descifrar el código, cometa un error.

—¿Un error?

—Que intente acercarse a la hija, que regrese al lugar del crimen, o incluso ¿quién sabe?, que intente acceder a la casa de Marañón, con la esperanza de encontrar allí lo que está buscando tan desesperadamente.

40

—Don Jesús, hay un caballero que pregunta por usted. Dice que es del Grupo de Homicidios.

—Hazle pasar a la biblioteca, Jaime —dijo Marañón.

El secretario del magnate condujo al inspector Mateos, que permaneció algunos minutos solo en la estancia, curioseando entre la multitud de volúmenes que abarrotaban las estanterías. A Mateos le pareció lógico que hubiera gran cantidad de ejemplares dedicados a la arquitectura, pues además de que el grueso de la fortuna de Marañón se había fraguado en negocios relacionados con la construcción, el origen de la masonería hay que buscarlo en las hermandades profesionales de constructores de catedrales y de otros templos en la Edad Media. Al principio solo se transmitían los secretos de su oficio, ya que únicamente eran admitidos dentro de las logias los miembros del gremio, pero la cosa se modificó al llegar la Baja Edad Media y la Edad Moderna. En las logias comenzaron a ser aceptados caballeros que no eran masones y que recibían el nombre de
aceptados
. Eran abogados, médicos, etc., y a partir de entonces los ritos comenzaron a ser más simbólicos.

Cuando Marañón se reunió con el policía, halló a este hojeando un clásico titulado
La arquitectura de la felicidad
, en el que el autor hablaba de las virtudes que debe poseer todo buen edificio.

—De todos los que hay aquí, quizá ese sea mi libro preferido, inspector —dijo Marañón sobresaltando ligeramente a Mateos, que al haberse colocado de espaldas a la puerta, no había visto llegar al millonario.

Tras un enérgico apretón de manos y un rutinario intercambio de pregunta-respuesta sobre la marcha de la investigación, Marañón invitó al inspector a que se sentara y este comenzó a explicarle el motivo de su visita.

—Hemos examinado a conciencia las filmaciones de las cámaras de seguridad externas y estamos en condiciones de asegurar que la noche en que fue asesinado, Thomas abandonó solo el edificio.

—¿Y qué tiene eso de extraño?

—Si no estamos mal informados, Thomas había venido a España en compañía de su pareja, Olivier Delorme, que también asistió al concierto. ¿No es más lógico que abandonaran juntos su residencia?

—Probablemente sí. Aunque como tras el concierto hubo una fiesta con música de salsa que se prolongó hasta el alba, puede que no se marcharan juntos porque Thomas, agotado con los ensayos y preparativos del concierto, no tuviera esa noche, como suele decirse, cuerpo de jota.

—¿Se despidió de usted cuando se marchó?

—La verdad es que no. Pero es posible que anduviera buscándome para decirme adiós y no me encontrara. En varios momentos de la noche estuve muy ocupado atendiendo a mis invitados.

—¿Usted, que era su anfitrión, no le vio discutir con su pareja esa noche o en los días previos al concierto?

—No. ¿Es que sus sospechas apuntan hacia Olivier Delorme?

—Si he de serle sincero, señor Marañón, no tenemos sospechoso, aunque se va perfilando un posible móvil del crimen.

—Pero aún no han encontrado el arma homicida, ¿no es cierto? Y es público y notorio, porque se ha publicado alguna vez en la prensa, que en mi casa hay una guillotina, original de 1792.

—En efecto.

—¿Le gustaría examinarla?

—Aún no lo sé. ¿Debería?

—Si se va a quedar más tranquilo. Aunque tendrá que esperar unos días a que me la vuelvan a traer a mi casa.

—¿Es que la ha cedido para alguna exposición?

—No, la he mandado limpiar.

—Si me permite que le hable con franqueza, eso resulta de lo más curioso —dijo Mateos—. Se comete un crimen en la ciudad con una guillotina y nada más comenzar la investigación, usted ordena limpiar la que tiene.

—Le va a resultar difícil de creer, pero hacía meses que había pensado que esa auténtica joya de mi colección necesitaba una revisión y puesta a punto. Los instrumentos de tortura no son muy diferentes a los instrumentos musicales: con el tiempo se estropean si no se usan. Me había olvidado de la guillotina hasta que la ejecución de Thomas me recordó que tenía que mandar ajustar la mía. Me gusta que las máquinas funcionen.

—¿Quién se está encargando de su limpieza?

—Un
luthier
parisino llamado Alain Sabatier.

—¿La guillotina está ahora mismo en París?

—¿Por qué le extraña? Son antigüedades muy delicadas, que me han costado un ojo de la cara y me gusta que estén en las mejores manos.

—¿Por qué confiárselas a un
luthier?

—La primera guillotina que se construyó en Francia, mi querido inspector, la montó un fabricante de instrumentos musicales llamado Tobias Schmidt.

—Pensé que había sido el doctor Guillotin.

—Guillotin fue solo el ideólogo. Eran los tiempos de la Ilustración y los revolucionarios buscaban un sistema rápido e indoloro para ajusticiar a los reos, alejado de los salvajes métodos empleados desde el Medievo por los monarcas absolutistas. El diseño del primer aparato se lo debemos al doctor Antoine Louis, ilustre miembro de la Academie Chirurgicale, que le pasó los planos a Schmidt para que fabricara la primera guillotina.

—No creo que la policía científica esté muy interesada en revisar la suya después de haber pasado por las manos de su experto parisino.

—No se desanime, inspector. No he mandado cambiar la hoja, solo engrasar y ajustar los mecanismos. Un forense competente podría establecer enseguida una relación entre cualquier pequeño defecto o anomalía que haya en la cuchilla con una marca análoga en el cuello de la víctima.

Mateos reconoció que su interlocutor estaba en lo cierto y pasó a otro tema.

—También quería hablarle del medio millón de euros que usted ofrece de recompensa por la partitura.

—Veo que ha estado en contacto con ese muchacho, Daniel Paniagua.

—Si la partitura es el móvil del crimen, tiene un valor probatorio. Entiendo que si alguno de sus cazadores de recompensas consigue dar con ella, la primera cosa que deberá hacer es ponerla a disposición de la policía.

—Desde luego, inspector. Lo primordial es encontrar al culpable del asesinato de Thomas.

Mateos se levantó, como dando por terminada la visita, pero Marañón le rogó que no se fuera todavía.

—Ha llegado a mis oídos que las notas de la partitura tatuada en la cabeza de Thomas corresponden a una clave Morse de ocho números.

—En efecto, estamos trabajando con esa hipótesis. ¿Por qué lo menciona?

—Tengo una teoría sobre a qué pueden corresponder esos ocho números —dijo Marañón exhibiendo una amplia sonrisa—. Si tiene la amabilidad de pasar a mi despacho, se la explicaré ahora mismo.

41

Siguiendo la recomendación de la juez instructora, Daniel solicitó una entrevista con la hija de Thomas, Sophie Luciani, para que esta le consiguiera una grabación del concierto o una copia de la partitura con la que había trabajado el musicólogo. Paniagua estaba convencido de que, gracias a sus profundos conocimientos sobre la técnica compositiva de Beethoven, un análisis reposado y exhaustivo del material de trabajo de Thomas le iba a permitir confirmar sus sospechas más allá de toda duda razonable.

Daniel llegó a su
meeting point
con Sophie Luciani, la cafetería del hotel Palace, con casi media hora de anticipación. Excepto por dos adolescentes anoréxicas que bebían sendas Coca-colas en la barra y que soltaban risitas estúpidas cada cinco segundos, la cafetería estaba completamente desierta. Daniel constató que habían limpiado el suelo hacía poco y que aún no se había disipado del todo el olor a lejía, lo cual le puso enfermo. Nunca había entendido que en hoteles de esa categoría no se cuidaran ese tipo de detalles. Se sentó a la mesa que tenía los butacones más cómodos y cuando se le acercó el camarero le pidió un gin-tonic.

—¿Se lo cargo a la habitación, señor?

Estuvo a punto de decir que sí y de soltar a voleo el número de una habitación. ¿Qué podía perder? Si el camarero chequeaba el número siempre podía contestar que se le había ido el santo al cielo y pagar en metálico. Aun así, su proverbial miedo a ser cogido en falta hizo que dijera que no, de lo cual se arrepintió, pues le cobraron veinte euros por la bebida, que estaba, eso sí, cargada de ginebra hasta tal punto que el camarero tuvo que hacer ejercicios malabares para poder añadir a la copa un poco de tónica.

Al cabo de diez minutos empezó a escuchar a su espalda el sonido, inconfundible por lo empalagoso, de un piano de hotel. Los pianistas de hotel, pensó Daniel, deben de recibir la consigna por parte de sus empleadores, de hacer poco o ningún hincapié en el aspecto rítmico de sus interpretaciones, para no distraer demasiado la atención de los clientes, de manera que cada una de las melodías que tocan se acaban pareciendo entre sí. Todo lo contrario del estilo compositivo de Beethoven, que no solo debía de haberse ganado el sobrenombre de
el español
por tener la tez morena sino por el extraordinario vigor rítmico de muchas de sus obras, empezando por la Séptima Sinfonía, calificada por Richard Wagner como la
Apoteosis de la Danza
. El sordo de Bonn tal vez no tuviera el genio melódico de Tchaikovsky o de Mozart, pero siempre que se lo proponía lograba que empezaras a tamborilear con los dedos o con los pies al ritmo de sus energéticos compases. En cambio, las únicas propiedades que tenían las músicas de hotel eran las sedantes, de modo que Daniel cerró los ojos, apoyó la cabeza contra el respaldo de la butaca y se dejó mecer por aquellos acordes previsibles y dulzones; y como el gin-tonic ya le había empezado a hacer efecto, en cuestión de tres minutos se quedó completamente amodorrado. Cuando despertó, pasaban veinte minutos de la hora acordada para la cita y no había aún señales de Sophie Luciani: un par de gays franceses, tan distinguidos que con su sola presencia elevaban por encima de su categoría el glamour que pudiera desprender el bar de estilo inglés del hotel, una jubilada americana con gafas de mariposa que regañaba a su perro salchicha, pero ni rastro de la chica. Apuró el gin-tonic, que ya estaba completamente aguado y se percató al momento de que el pianista había optado por un repertorio menos trillado que el
My way
de Paul Anka y estaba desgranando ahora la melodía «lenta y dolorida» de la primera
Gymnopédie
de Erik Satie. Como a Daniel siempre le había encantado esa pieza, se concentró en su escucha y tuvo que reconocer que la interpretación le gustaba. Giró la cabeza para verle la cara al pianista y se dio cuenta de que quien estaba sentada al piano era la propia Sophie Luciani. Llevaba el pelo suelto como la primera noche, aunque su vestido esta vez era mucho más discreto: un jersey negro cuello de cisne, pantalón del mismo color y una chaqueta roja jaspeada que le quedaba muy bien. Esperó a que terminara la pieza, que fue acogida con algunos aplausos por parte de los cuatro o cinco huéspedes del hotel que le estaban prestando atención y luego fue derecho hasta el piano para presentarse. Su inglés no era malo, excepto por la pronunciación, que era peor que la de una sobrecargo de Iberia, y como chapurreaba también algo de italiano y Durán le había anotado en una hoja algunas frases de recurso en francés, Daniel confiaba en poder entenderse con la chica.

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