¿Era posible que, debido a sus cada vez más frecuentes desencuentros con el poder imperial establecido en Viena, Beethoven hubiera podido pasar de ser un mero simpatizante de esta sociedad secreta a un militante activo, que se encargara, como Mozart había hecho en la logia masónica a la que perteneció, de componer
musica illuminata
para celebrar acontecimientos especiales? Y dado el sesgo profundamente anticlerical de esa sociedad, ¿no podía haber elegido Beethoven el
diabolus in musica
, el intervalo proscrito desde la Edad Media por el Papa, como símbolo del desafío de los
Illuminati
al Vicario de Cristo?
Al terminar estas reflexiones, Daniel no pudo dejar de preguntarse incluso si la secta de los
Illuminati
, que al parecer seguía en activo en muchos países, podría haber tenido algo que ver con el espeluznante asesinato de Ronald Thomas.
El inspector Mateos llevaba tanto tiempo sentado en la misma postura —las piernas cruzadas sobre la mesa de su despacho y las manos atrás, colocadas a modo de reposacabezas— que a su ayudante, el subinspector Aguilar, le entraron ganas de echarle una moneda, como se hace con las estatuas vivientes para que cambien de posición. En vez de eso, dijo:
—¿Te traigo un café, jefe?
Mateos pareció no haber escuchado la voz del subinspector, tan absorto estaba ordenando la información sobre el caso Thomas que se le amontonaba en la cabeza. Pero la pregunta cumplió la misma función que la moneda, porque nada más oírla, abandonó su pose y retiró las piernas de la mesa. Y además demostró que sí había oído la pregunta, porque dijo:
—Sí, con azúcar por favor.
—¿Con azúcar? ¿Estás seguro?
—Sí, estoy seguro. Aunque nunca lo tomo con azúcar, me hace falta cuando tengo que cavilar tanto. El cerebro es nuestro órgano más voraz, Aguilar, se come el sesenta por ciento del azúcar que fluye por el torrente sanguíneo, unas cuatrocientas cincuenta calorías por día. Y como además no puede almacenar energía en forma de grasa o glicógeno, como otras partes del cuerpo, necesita aprovisionarse constantemente de carburante.
—¿Te traigo dos sobrecitos entonces?
—Tampoco hay que pasarse.
A los dos minutos, el subinspector Aguilar regresó con un par de cafés.
—¿Y por qué tienes que cavilar tanto, inspector?
—Olivier Delorme me contó una historia, cuando tú fuiste a por el coche, que habría que investigar. Como ya sabemos, en el mismo hotel en el que se aloja la hija de Thomas hay un individuo que también conocía a la víctima, y que es descendiente de Napoleón Bonaparte. Para ser exactos, es architataranieto del hermano pequeño de Napoleón, y ahora mismo uno de los herederos legítimos del trono de Francia.
—¡Pero si en Francia no hay trono!
—Lo sé. Y aquí en España no hay república pero existen partidos republicanos.
Se oyó el ulular bastante cercano de un coche patrulla y Mateos vio que su ayudante se había distraído. Por un momento pensó que iba a empezar a aullar, como hacen a veces los perros cuando escuchan una sirena. Esperó a que se alejase el coche patrulla y luego prosiguió su relato:
—Este individuo tiene un palacete en Ajaccio en el que se ha descubierto recientemente un cuadro de Beethoven del que nadie había oído hablar jamás. ¿Y a que no adivinas quién descubrió que el cuadro era de Beethoven?
—¿Thomas?
—Exacto. Los Bonaparte habían tenido ese cuadro en su casa toda la vida, pero pensaban que se trataba del retrato de un médico.
—Un momento, me he perdido. ¿Y cómo llegó Thomas a trabar conocimiento con los Bonaparte?
—A través de su hija, Sophie, que es musicoterapeuta. La madre de Sophie Luciani es corsa y tiene una mansión fabulosa en la isla. La hija también vive en Ajaccio y allí ejerce su profesión. Según me contó Delorme, la esposa de Bonaparte es una histérica de tres pares de narices, aquejada de todo tipo de males, la mayor parte de ellos imaginarios. Una de sus dolencias habituales era el insomnio, que solo conseguía vencer a base de fármacos.
—¿Tenía insomnio imaginario?
—¿Cómo dices?
—¿Ella creía que no podía dormirse pero en realidad sí se dormía?
—Estás de cachondeo, ¿no?
—Me acabas de decir que la mayoría de sus males eran imaginarios.
—No, no, parece ser que era insomnio, con mayúsculas. Al principio lo combatía con pastillas, pero las píldoras no son la solución, porque al día siguiente te levantas cansado o irritable.
—Y además producen adicción.
—Tú lo has dicho. La princesa Bonaparte desarrolló un cuadro de dependencia a los fármacos tan brutal que el marido, asustado, cogió un día y le tiró todas las pastillas al fregadero. Entonces empezaron los verdaderos problemas, porque al insomnio que padecía se sumó el mono por carecer de somníferos. En la peor época (Delorme jura que estuvo al borde del suicidio) llegó a permanecer hasta cuatro días seguidos sin dormir, lo cual la llevó a tener alucinaciones, a no recordar el alfabeto, en fin, un infierno. Veía sus zapatos llenos de telarañas, insectos repugnantes sobre su escritorio, como un delírium trémens. Y fue entonces cuando alguien les habló de la musicoterapia de la hija de Thomas, y acudieron a ella como quien está ya desahuciado por la medicina convencional y pide ayuda a una bruja o a un curandero.
—Y por lo visto dio resultado.
—Sí. Delorme asegura que la mejoría se produjo en dos semanas, y la curación total en tres meses, con lo que la tal Jeanne-Françoise, que es como se llama la mujer, quedó eternamente agradecida a Sophie Luciani por haberla librado de un tormento inenarrable y se hicieron íntimas amigas.
—Tiene guasa la cosa.
—¿A qué te refieres?
—Esta señora se cura el insomnio escuchando música, y yo muchas noches no puedo dormirme hasta las tantas por la música que viene del pub que tengo abajo.
—Eres policía, ¿no? Mételes un paquete.
—Yo no valgo para eso. Si les cierran el local, tampoco voy a poder dormir, por la culpa.
—No se puede ser poli y buena persona, te lo he dicho decenas de veces.
—¿Cómo descubrió Thomas el cuadro?
—Hace varios meses, la princesa Bonaparte invitó a cenar a su palacio a Sophie y a su padre. A Delorme no le invitaron porque era gay.
Durante unas décimas de segundo, la punta de la lengua del inspector Mateos asomó por entre los labios, y como estaba oscura por el café, a Aguilar le pareció la lengua de un lagarto venenoso. Había leído en algún sitio que los lagartos, al igual que las serpientes, asoman la lengua para oler a sus presas.
—El cuadro —continuó el inspector— estaba en un pequeño salón de paso del palacio Bonaparte en Ajaccio. Nadie le había prestado nunca la menor atención. Al terminar de cenar, la princesa quiso mostrarle la mansión al padre de Sophie y cuando pasaron por delante del retrato, a Thomas le llamó la atención inmediatamente.
—¿Entendía de pintura?
—Ni una palabra. Pero en cuanto lo vio, les dijo a los príncipes que la pintura era un retrato de Beethoven. Como era un experto en la materia, en Beethoven, quiero decir, le creyeron a pies juntillas. Ahora, el príncipe lo ha cedido para una exposición en Munich.
—¿Estás pensando lo mismo que yo, inspector?
—Pues sí: que si el príncipe Bonaparte tenía en su casa un retrato de Beethoven que nadie conocía, ¿por qué no iba a estar en su casa el manuscrito de la Décima Sinfonía?
Jake Malinak se había quedado de una pieza cuando Daniel Paniagua le había explicado por teléfono que la carta de Beethoven encontrada en la Escuela de Equitación podía estar dirigida a la mítica Amada Inmortal.
Para Jake, que no se consideraba ningún experto en el tema, la Amada Inmortal era, además de una célebre película en la que Gary Oldman daba vida al sordo de Bonn, una vieja leyenda de la que había oído hablar cuando estudiaba música en el Conservatorio. A la muerte del genio, en marzo de 1827, se encontraron en su escritorio dos documentos de suma importancia, cuya mera existencia era desconocida hasta para los más allegados a Beethoven. Uno era el «Testamento de Heiligenstadt», una especie de nota de suicidio en la que Beethoven les dice a sus hermanos que no puede seguir viviendo al saber que se va a quedar sordo. Esta carta nunca fue enviada porque Beethoven se sobrepuso a su desgracia.
El otro documento fue la carta a la Amada Inmortal, una epístola llena de pasión a una mujer que no aparece identificada en el texto y que ha hecho correr ríos de tinta entre los expertos. En la carta no solamente faltaba el nombre de la mujer sino también el año y el lugar desde el que fue escrita. Afortunadamente, Beethoven sí puso el día y el mes, y en una de ellas incluyó también el día de la semana —lunes— lo que había permitido al gran investigador Maynard Solomon descartar casi con total seguridad a todas las posibles amantes conocidas del genio, excepto una: Antonia Brentano. Paniagua le había contado a Malinak que la carta a la Amada Immortal eran en realidad tres, escritas en poco menos de veinticuatro horas, cartas en las que Beethoven se dirige a ella por este epíteto, amada inmortal, asegurándole que es la mujer de su vida y que su amor le hace a un tiempo desgraciado y feliz, porque ni ella es enteramente suya ni él lo es de ella.
—Esa puede ser la razón —le había contado Paniagua por teléfono— de que Beethoven haya puesto en la nota que habéis encontrado «es mejor que no nos veamos por un tiempo». En la carta a la Amada Inmortal también se hace alusión a un obstáculo para su amor, probablemente el hecho de que ella estaba casada.
—Supongamos que se trata de la tal Antonia Brentano. ¿Quién era esta mujer?
—Vivió en Viena entre 1809 y 1812. Estaba casada con un rico comerciante de vinos de Frankfurt, con el que era muy desgraciada. Beethoven era amigo del matrimonio, e iba a casa de la pareja a dar serenatas de piano cuando ella estaba enferma, cosa que al parecer ocurría con cierta frecuencia. La carta a la Amada Inmortal tiene un tono tan melodramático probablemente porque Beethoven se había enterado de que la Brentano iba a abandonar Viena para establecerse en Frankfurt, con el marido.
—Hay una cosa que no entiendo —dijo Malinak—. Si Beethoven le remitió estas tres cartas a su amada ¿cómo es que luego aparecieron en su escritorio? ¿No deberían haberse hallado en poder de la mujer?
—Las cartas las envió Beethoven desde el balneario de Teplitz, donde estaba recuperándose de unos achaques, al balneario de Karlsbad, donde se encontraba el matrimonio Brentano. El músico se reunió con ellos en Karlsbad unos días más tarde y probablemente fue allí donde Beethoven recuperó las cartas: era demasiado peligroso que ella las conservara durante mucho tiempo.
—¿Cree que Antonia Brentano fue el gran amor de Beethoven?
—Solo le diré una cosa: en su escribanía, además de estos documentos que le he mencionado, aparecieron también dos retratos en miniatura. Uno era de Teresa von Brunswick —
Para Elisa
— y el otro de una mujer que coincide con los rasgos de la Brentano.
—Ya, pero ¿cuál es su corazonada?
—Si Beethoven era masón, es difícil que aceptara tener una relación amorosa con la mujer de un amigo, porque los masones siempre hacen hincapié en las virtudes morales del individuo. Pero también se ha hablado de la conexión de Beethoven con los
Illuminati
, cuya posición acerca del adulterio a lo mejor era diferente.
—Y si la carta de Beethoven encontrada aquí en Viena está dirigida a la misma mujer, ¿por qué aparece en la Escuela de Equitación?
—Hay una cosa que no le he mencionado y que tampoco debemos descartar. En 1911, la revista
Die Musik Publik
publicó una cuarta carta a la Amada Inmortal que causó un enorme impacto entre todos los aficionados a la música. Pues bien, a los pocos días se descubrió que era falsa y que tal carta había sido una broma de esta publicación.
—Pero la carta encontrada en la Escuela de Equitación es auténtica, lo ha confirmado la policía. Y además hay un segundo hecho que ni siquiera hemos empezado a comentar todavía: junto a la carta había otro objeto, que llevaba ahí infinidad de años, y que perfectamente podría ser una partitura. ¿Cree que alguien podría haber encontrado en ese lugar la Décima Sinfonía de Beethoven, que según me ha contado, descubrió ese musicólogo?
Paniagua no llegó a escuchar el final de la pregunta. Estaba demasiado distraído recordando que Jesús Marañón había ofrecido medio millón de euros a quien le facilitase el paradero del manuscrito de Beethoven.
El hotel Petit Carlton era uno de los muchos hoteles que la cadena Petit Palais había inaugurado recientemente en la ciudad. Los empresarios que la explotaban se dedicaban a restaurar viejos y destartalados inmuebles, que los propietarios no querían o no podían —por desacuerdos familiares, por ejemplo— poner a la venta, los alquilaban por muchos años, y los convertían en hoteles de diseño. El Carlton, en concreto, estaba situado en una antigua fonda del siglo XVII, totalmente reformada, y conseguía conjugar el sabor de las posadas de hace cuatrocientos años con las comodidades y adelantos técnicos del siglo XXI.
Desde que se inauguró el primero de estos hoteles, Mateos, cuyas aventuras amorosas eran muy frecuentes, siempre había deseado entrar a ver uno por dentro, para comprobar si el establecimiento era lo suficientemente coqueto para ser escenario de futuras citas, y el encuentro con Bonaparte le proporcionó un excelente pretexto para satisfacer su curiosidad. Tal vez por eso, el inspector no quiso que, en esta ocasión, le acompañara Aguilar, cuyos comentarios sobre el erotismo en general y el sexo débil en particular le parecían ridículos y siempre fuera de lugar.
El príncipe le había pedido que el
rendez-vous
fuera en algún lugar del centro, pues se había visto obligado a acompañar a su esposa a la maratoniana sesión de compras que esta iba a llevar a cabo aquella tarde y el inspector propuso la cafetería del Petit Carlton por hallarse en pleno corazón del barrio de compras como lugar de encuentro. Encontró al francés, en compañía de su esposa, en la
cafetech
del hotel, saboreando un Bloody Mary al que ya le quedaban solo un par de tragos. Cuando el inspector se acercó, los príncipes se pusieron en pie y le estrecharon educadamente la mano.
Antes siquiera de que Mateos pudiera entrar en materia se aproximó un camarero con aspecto de zombi haitiano y le preguntó qué deseaba tomar. El policía le pidió un vodka con hielo, aunque se lo tuvo que repetir tres veces, ya que el barman, cuyos ojos tenían una preocupante tendencia a quedarse en blanco, y que llevaba colgando de las muñecas alrededor de media docena de pulseras con abalorios, parecía tener la mente absorta en un ritual de vudú. Mateos estaba seguro de que si le hubiese preguntado el nombre en ese instante, este habría respondido que se llamaba Chantilly.