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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Histórico, Intriga, Policíaco

La décima sinfonía (22 page)

BOOK: La décima sinfonía
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Esas audacias eran las que habían convertido a Beethoven en Beethoven y las que le había parecido a Daniel advertir en el fragmento de la sinfonía que había escuchado en casa de Marañón.

Era imprescindible conseguir a toda costa una grabación del concierto.

32

Doña Susana Rodríguez Lanchas tenía la inveterada costumbre, al salir de casa por la mañana, de abrir el buzón, coger las cartas que hubiera dentro, echarlas al bolso y abrirlas más tarde con tranquilidad, en su despacho del juzgado, durante alguno de los tiempos muertos que invariablemente se producían a lo largo de su jornada laboral.

Aquella mañana, al abrir un sobre con membrete del banco en el que tenía sus ahorros, se encontró con que, en vez de un extracto contable, lo que había dentro era un anónimo, confeccionado con el viejo sistema de pegar en el folio una serie de palabras recortadas de una revista. El texto decía:

HIJA DE PUTA, PON EN LIBERTAD A CACABELOS

O TE ARRANCAREMOS LA CABEZA

Anxo Cacabelos era el principal imputado en un complejo sumario por narcotráfico que la juez llevaba instruyendo desde hacía meses. La defensa de este capo gallego de las drogas, liderada por un turbio letrado capaz de cualquier maniobra que le posibilitara aparecer en los medios de comunicación, había pedido la libertad bajo fianza y la juez la había denegado ya en un par de ocasiones, argumentando riesgo de fuga y de reiteración del delito. Aunque doña Susana había oído hablar de un par de colegas suyos que habían sido amenazados en algún momento de su carrera por los familiares o amigos de un imputado, para ella este anónimo era su bautismo de fuego. Nada más leerlo notó cómo el corazón se le disparaba a ciento cincuenta pulsaciones por minuto, al tiempo que empezaba a faltarle el aire. Se levantó de la silla, abrió la ventana, inspiró una bocanada de aire fresco y se volvió a sobresaltar al oír cómo alguien a su espalda abría la puerta de su despacho sin llamar. Era el forense asignado al juzgado, Felipe Pontones, el único con la confianza suficiente como para irrumpir sin avisar en el sanctasanctórum de la magistrada. Cuando esta se volvió para saludarle, el médico se dio cuenta de que la juez estaba visiblemente alterada, por más que tratara de dominarse.

—¿Qué ocurre, Susana?

La juez no dijo nada, se limitó a señalar con un gesto de la cabeza hacia la mesa sobre la que descansaba el anónimo que acababa de recibir. El forense, que estuvo a punto de coger con la mano la carta, se percató, un segundo antes de establecer contacto con el papel, de que el escrito era un anónimo y tras extraer un bolígrafo del bolsillo interior de su chaqueta, lo utilizó para, evitando el contacto con los dedos, girar el folio hacia él, de modo que le fuera más fácil leerlo.

—¿Cuándo ha llegado? —preguntó con gesto grave.

—Lo acabo de abrir. Creí que era una carta del banco.

El forense examinó también el sobre bancario en el que habían metido el escrito amenazador, cuidándose otra vez de no establecer contacto directo con el mismo.

—Estos hijos de puta saben tu dirección personal.

—Por eso me he puesto taquicárdica. El sobre estaba en el buzón de casa.

El forense desapareció unos instantes y volvió a entrar con su maletín de trabajo, del que extrajo unos guantes de látex que se puso antes de examinar con más detenimiento los papeles, y un par de bolsas de plástico para guardar pruebas, en las que acabó introduciendo el sobre y la carta.

—Como encontremos huellas, van a caer con todo el equipo —dijo el médico.

—No te hagas ilusiones, Felipe.

—Bueno, bueno, nunca se sabe. Conozco a un compañero en dactiloscopia que es capaz de encontrar huellas latentes hasta por medio de ultrasonidos. Y desde luego, hay que pedir hoy mismo al Ministerio de Interior que te pongan una escolta.

—Sí, sí, claro, una escolta —respondió la juez. Pero lo dijo en un tono de tan poco convencimiento, que provocó una reacción por parte del forense.

—Susana, que estos tíos no se andan con bromas.

—Ya lo sé. ¿Por qué habrán optado por las amenazas en vez de por el soborno? Con lo bien que me vendría en este momento un millón de euros.

—Es lo malo de tener fama de incorruptible, Susana.

La juez iba a replicar algo cuando fue interrumpida por un oficial del juzgado, que asomó la cabeza por la puerta entreabierta del despacho.

—Señoría, está aquí el inspector Mateos. Dice que solo le va a robar cinco minutos.

—Que pida cita. Ahora no puedo.

—Dice que es importante, Señoría.

—Que no, que pida cita y vuelva otro día.

El oficial se retiró, cerrando la puerta tras de sí, pero cinco segundos más tarde, tras dos golpes secos de llamada, se abrió otra vez la hoja y apareció el inspector Mateos.

—Señoría, perdone que la interrumpa.

—¿No le acaba de decir mi oficial que es un mal momento?

—Es por el sumario Thomas, Señoría. Se trata de un caso de homicidio.

—Como si no lo supiera.

La juez se sentó resignada ante la persistencia de Mateos y se dijo a sí misma que lo más sabio era afrontar lo antes posible la molestia de escuchar al policía.

—A ver, dígame lo que tienen hasta ahora.

El inspector lanzó una mirada furtiva hacia el forense. Se le veía incómodo por tener que hacer confesión de su propia impotencia ante una tercera persona. Por fin dijo:

—Lo mismo que comunicamos en el primer atestado. La investigación se ha estancado.

—Pues entonces habrá que archivar el caso.

—Pero hay algo que no hemos hecho hasta ahora.

—¡No me vendrá a pedir de nuevo que pinchemos teléfonos como si fueran aceitunas rellenas! Ya conoce la doctrina del Supremo sobre esta materia.

—La conozco, Señoría, pero también sé que hay una víctima mortal.

La juez rebuscó en los papeles de su mesa y cogió un auto de intervención telefónica que acababa de dictar hacía solo dos días, perteneciente a otro sumario. Luego, con tono algo burlón, que reforzó con una media sonrisa en el lado de la cara que no tenía paralizado, se dirigió al policía:

—Me han dicho que usted estudió derecho, inspector.

—Soy licenciado —mintió Mateos—. Ni siquiera llegué a colegiarme.

—Pues escuche, licenciado Mateos, a ver si hoy subimos otro escaloncito.

La juez empezó a leer su propio auto:

—«Deduciéndose de lo expuesto por la Brigada Provincial de Policía Judicial, Grupo de Homicidios n.° 6, que existen fundados indicios de que mediante la intervención y escucha de los teléfonos móviles, patatín y patatán, de los que es usuario el identificado como fulanito de tal, pueden descubrirse hechos y circunstancias de interés sobre la comisión de un delito de homicidio en que pudiera estar implicado el referido,
es procedente ordenar la intervención
».

»Como ve, no me tiembla la mano cuando hay que suspender las garantías constitucionales. Pero, tal como exige nuestro ordenamiento jurídico, lo hago siempre motivadamente. El inspector Tinao, del Grupo n.° 6, al que usted sin duda conoce, vino el otro día a mi despacho y me facilitó indicios, no corazonadas.

—Señoría, don Jesús Marañón tiene una colección de instrumentos de tortura y ejecución en su casa, entre los que parece que hay una guillotina.

—¿Cómo que parece? ¿Ni siquiera está seguro?

—Sí, estoy seguro.

—¿Y eso es un indicio fundado de que pudo cometer el asesinato?

—A la víctima le cortaron la cabeza con una guillotina.

—En ese caso lo que procedería es una orden de entrada y registro, a ver si la hoja de la guillotina de Marañón coincide con la que cortó la cabeza de ese desgraciado.

—Muy bien, pues solicito una orden de entrada y registro.

—Denegada. Antes tengo que oír qué interés podría tener Jesús Marañón en asesinar a ese músico.

—Hay un musicólogo, Daniel Paniagua, con el que parece que usted ha hablado…

—¿Qué pasa con él? —interrumpió secamente la juez.

—Estuve con él ayer por la tarde y asegura que las notas de la cabeza de Thomas son una clave Morse. Dice que corresponden a unos números.

—La primera noticia que tengo. ¿Me ha traído el atestado?

—No me ha dado tiempo, Su Señoría. Se lo estoy diciendo de palabra. Mañana a primera hora lo tendrá encima de su mesa.

—¿Qué números son esos?

El inspector extrajo una libreta del bolsillo y la abrió por la página en la que tenía apuntadas las cifras que había obtenido Daniel. La juez estudió el papel con gran atención y luego dijo:

—Me parece un hallazgo muy interesante, pero a menos que estos números estén relacionados con don Jesús Marañón, no veo por qué tenemos que registrar su casa.

—Al menos concédame la intervención de su teléfono.

—Ya le he dicho que no.

—Solo durante una semana.

—Ni siquiera durante veinticuatro horas.

—Señoría, ¡si no se va a enterar!

Se produjo un silencio de estupefacción en el despacho, que fue interrumpido por una risita de suficiencia del forense.

La juez, en cambio, adoptó una expresión tan dura que el médico pensó que el policía iba a ser enviado de un momento a otro a los calabozos de los juzgados.

—Precisamente porque la persona a la que se priva del secreto de sus comunicaciones no puede defenderse es por lo que estoy yo aquí: para velar por sus intereses. Lo que tienen que hacer ustedes es trabajar más y mejor. Para que avance la investigación hay infinidad de cosas que pueden hacerse y que no implican dejar en suspenso las garantías constitucionales. Para empezar, resulta increíble que no hayan encontrado ustedes ni una sola pista en la zona donde se depositó el cuerpo.

—Eso depende de la policía científica, Su Señoría. Trabajamos con los informes que nos pasan, y su informe dice que no han encontrado rastros de pisadas, ni de fibras, ni de cabellos.

—¿Y no hay nadie que haya visto nada sospechoso en la zona a la hora en que se depositó el cuerpo?

—Solo había prostitutas, la mayoría sin papeles, que tienen miedo de hablar con la policía, y clientes, que por razones obvias, también temen que pueda trascender que frecuentan la zona.

—¿Han interrogado a la hija?

—Sí, Su Señoría, pero no aporta ningún dato de interés.

—Háganle un seguimiento. A ver con quién se ve, adónde va. Para eso no necesitan un auto. En el informe anterior decían que la víctima tiene una pareja homosexual, ¿no?

—Sí, es un súbdito francés llamado Olivier Delorme. Esperamos hablar con él esta misma semana.

—¿Quiere decir que aún no le han interrogado?

—Ha tenido que ausentarse momentáneamente del país, Señoría.

—Estupendo. Los sospechosos se pasean a sus anchas mientras usted pierde lastimosamente el tiempo solicitando escuchas telefónicas a ciudadanos respetables. ¿Es que le tengo yo que decir cómo hacer su trabajo, inspector?

—No, Su Señoría.

—Si como resultado de sus pesquisas me trae algún indicio de que alguna de las personas a las que ha mencionado pudiera estar involucrada en el crimen, no tenga duda de que dictaré el auto que me pide. Felipe, explícale al inspector lo que entendemos en este juzgado por indicio.

—Creo que no es necesario, Señoría —dijo el inspector, visiblemente mortificado por el tono de suficiencia con el que le hablaba la juez. Pero el forense quiso aportar su granito de arena a la humillación que estaba sufriendo Mateos.

—El término
indicio
, inspector, proviene de latín
indictum
, que significa signo aparente y probable de que existe alguna cosa, y por lo tanto, es todo material sensible significativo que se percibe con los sentidos y que tiene relación con un hecho delictivo. Eso significa que…

Antes de que al forense le diera tiempo a terminar la frase el inspector se había marchado del despacho dando un portazo y dejándole con la palabra en la boca.

—No solo es ignorante, sino también maleducado —espetó el forense—. Susana, además de derecho, vamos a tener que enseñarle modales a este muchacho.

33

Jesús Marañón había sido informado por un compañero de logia, antes de que se publicara en la prensa, del descubrimiento de un nuevo retrato de Beethoven. El millonario no tuvo necesidad de solicitar el póster a través de internet, ya que se desplazó a Munich en su reactor privado y gracias a su dinero y a sus contactos, consiguió que le permitieran el acceso a la exposición de Stieler, cuando esta no se había abierto aún al público.

Ahora lo contemplaba embelesado en la soledad de una de las galerías de la Neue Pinakothek, recreándose hasta en sus más mínimos detalles, con la ayuda de una potente lupa.

Como las conexiones de Beethoven con la masonería aún no habían podido establecerse, y el millonario estaba ansioso por poder demostrar que el más grande músico de Occidente también había pertenecido a la hermandad, era vital llevar a cabo un examen minucioso del retrato, por si se habían incluido en él símbolos o referencias masónicas claras. El primer presidente de Estados Unidos, George Washington, por ejemplo, que había nacido cuarenta años antes que Beethoven, se había retratado a veces con un mandil masónico que le había regalado el general Lafayette. El mandil era un símbolo que tenía su origen en los primitivos delantales de trabajo de aquellos maestros constructores medievales que se dedicaron a levantar catedrales por toda Europa en tiempos pasados. Marañón intentó buscar, por ejemplo, en el retrato el característico suelo masónico, a cuadros blancos y negros, símbolo de la alternancia entre la luz y la oscuridad que es consustancial a todo proceso de aprendizaje, pero no encontró nada de ello. Tampoco divisó por ningún lado la escuadra y el compás, ni el ojo que todo lo ve, también considerados símbolos característicos de la hermandad. El retrato de Stieler estaba casi completamente centrado en la figura del maestro, que al igual que el famoso cuadro de Bach pintado en 1746 por Elias Gottlob Haussmann, sostenía en su mano derecha una pequeña partitura, tal vez alusiva a la obra que Beethoven estaba componiendo en ese momento. En segundo plano, detrás de la cabeza del músico, el único objeto perfectamente distinguible, por más que no estuviera conectado con la masonería, era un retrato de un anciano colgado de la pared de la estancia en la que posaba el genio. Marañón se preguntó por qué el cuadro había sido hallado en el palacio del único Bonaparte que tenía conexiones con la familia Thomas y decidió desplegar todo su poder y sus energías para tratar de averiguar si la aparición de la misteriosa pintura podía estar en relación con el manuscrito de la Décima Sinfonía de Beethoven.

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