—No, nunca. Aunque conmigo no hablaba mucho de música, porque siempre acabábamos peleados.
—¿A qué se refiere?
—A mis gustos musicales. Él los cuestionaba con frecuencia y me tomaba el pelo por ello, a veces de una manera hiriente y gratuita. Así que evitábamos hablar de música.
—Y en los últimos meses, ¿no notó nada extraño en su comportamiento, algo que se saliera de lo normal?
—Nada, excepto que hizo varios viajes a Viena. Viajes a los que prefería que yo no le acompañara. Llegué a pensar que tenía algún lío, porque ya le digo que los cuadernos de fragmentos de Beethoven están en Berlín, no en Viena.
—¿Tenían fijada su residencia en algún lugar?
—En París. Pero, disculpe, no acabo de entender su teoría. Si Thomas descubrió un manuscrito inédito de Beethoven ¿por qué no darlo a conocer? ¿Por qué no venderlo en una subasta? No soy experto en la materia, pero el sentido común me dice que un manuscrito de Beethoven es un tesoro para cualquier coleccionista.
—Tal vez no podía venderlo.
—No le entiendo.
—Si Thomas hubiera dicho: «He descubierto dónde está el manuscrito de la Décima», la gente hubiera preguntado: «Muy bien ¿y dónde estaba?». Y lo que es más peliagudo: «¿A quién pertenecía?».
—¿Cree usted que Ronald robó el manuscrito de donde estuviera escondido?
—Trabajamos con esa hipótesis. Su compañero, aún no sé por qué medios, averiguó el paradero exacto de la Décima Sinfonía, se las arregló para entrar en ese lugar, cogió el manuscrito y no dijo nada a nadie. Luego, a su vez, él mismo lo ocultó en un sitio tan secreto, que se tatuó en la cabeza, en forma de notas musicales, un código para poder encontrarlo en caso de olvido.
—¿Como si fuera la combinación de una caja fuerte?
—Algo parecido.
—Entonces el asesino ¿puede ser el legítimo propietario de la partitura?
—No lo creo, porque si el propietario fuera legítimo hubiera avisado a la policía tras el robo.
—¿Robó a un ladrón entonces?
—Es mejor no aventurar conclusiones precipitadas. ¿Hay algún documento perteneciente a su compañero que le parece que pueda servir para descifrar el código? Estoy convencido de que desentrañando el misterio de la partitura llegaremos también a saber quién lo asesinó.
—Tendré que mirar entre los papeles de Ronald. Pero están en nuestro ático de París.
Se produjo un estruendo cuando uno de los operarios, al intentar un
massé
sobre la mesa que acababa de montar, hizo saltar la bola violentamente del tapete y estuvo a punto de golpear a Aguilar, que tuvo que agacharse para no recibir el impacto. Mateos censuró con la mirada al subinspector, creyendo que este había sido el causante y no la víctima del accidente y continuó con el interrogatorio, dando a entender con su actitud que tenía que armarse de paciencia por los supuestos desmanes de Aguilar.
—¿Qué tipo de relación había entre el príncipe Bonaparte y Thomas?
—¿Por qué me pregunta eso?
—Mis hombres me han dicho que Sophie es amiga de los Bonaparte. ¿El señor Thomas también lo era?
—Se conocían, desde luego, pero no eran grandes amigos.
—¿Cómo se conocieron?
—Es una larga historia. No sé si sabe que la madre de Sophie, es decir, la primera mujer de Ronald, era corsa.
—¿Por qué dice la primera mujer? ¿Thomas se casó más veces?
—No, pero tuvo varias relaciones largas con mujeres, además de la de su esposa. Una de ellas, por cierto, con una española.
—¿Sabe cómo se llamaba?
—No. A Ronald no le gustaba hablar de su época heterosexual conmigo. Pero tal vez Sophie sí esté enterada.
—¿Porqué sabe que era española?
—En cierta ocasión, buscando unos papeles del banco, descubrí varias cartas de amor de Ronald que estaban en español.
—¿Y no vio quién las firmaba?
—No. Solo leí lo justo de una de ellas para saber que era correspondencia privada. Nunca me gustó husmear en los asuntos de Ronald. A veces puedes descubrir cosas del otro que preferirías no conocer.
—¿Dónde están esas cartas ahora?
—Todas nuestras pertenencias están en París.
—¿En una caja fuerte?
—No. No tenemos caja fuerte en París. Lo siento por su manuscrito.
—Tal vez sea necesario para esclarecer el crimen que podamos examinar esas cartas.
—¿Por qué? Eran cartas antiguas.
—A veces la solución del crimen llega a través del camino más insospechado.
—Veré qué puedo hacer.
—Se lo agradezco. Dejemos las cartas por un momento. Me estaba hablando del modo en que su compañero conoció al príncipe Bonaparte.
—La madre de Sophie pertenecía a una de las familias más ricas de Ajaccio, los Luciani. Ronald la conoció un verano en la Costa Azul, se enamoraron y se casaron. Tuvieron a Sophie y cuando esta cumplió tres años, más o menos, empezaron los problemas en el matrimonio.
—¿Qué tipo de problemas?
—Infidelidades. Ronald viajaba mucho, por los conciertos, y ella aprovechaba sus ausencias para tontear con otros hombres. Ya saben, como dicen que hacía Josefina con Napoleón. Y además de eso, a él no le gustaba Córcega. La cosa terminó en un lucrativo divorcio.
—¿Lucrativo para quién?
—Para Ronald, por supuesto. No habían hecho separación de bienes y él se quedó con la mitad de la fortuna de ella.
—O sea que Thomas era un hombre con mucho dinero.
—Mucho más del que necesitaba para vivir a lo grande, puedo dar fe de ello.
—Tal vez eso contribuya a explicar por qué no vendió la partitura de Beethoven. No necesitaba el dinero para nada.
—¿Y fue después del divorcio cuando conoció al príncipe? —preguntó Aguilar, que harto ya de ser una mera comparsa, decidió desobedecer a su jefe y sumarse al interrogatorio.
—No, eso fue muy recientemente. A Sophie siempre le gustó Córcega, y a mí también la verdad. ¿Conocen la isla?
—No hemos tenido la oportunidad. A menos, claro está, que mi compañero, que es fuente continua de sorpresas para todos nosotros, nos diga que él sí conoce Córcega.
—No, pero si es parecida a Cerdeña puedo asegurarle…
Mateos cortó en seco a su ayudante:
—Ya casi hemos terminado. ¿Por qué no vas trayendo el coche? Otro día nos cuentas cómo es Cerdeña.
—No se pueden comparar —dijo Delorme, aunque Aguilar ya no pudo oírle porque, obedeciendo a su superior, se dirigió a la calle en busca del vehículo policial—. Córcega te enamora por el olor. Si en Andalucía es la flor de azahar, en Córcega es el olor del maquis.
—¿El maquis?
—Los corsos llaman maquis a los arbustos que forman el matorral típico de la isla. Desprende un olor que, una vez que se te ha metido aquí —Delorme tamborileó tres o cuatro veces con el índice en una de las aletas de su nariz— ya es imposible de olvidar. Sophie siempre ha vivido en Ajaccio, allí conoció a los Bonaparte. Jeanne le cogió enseguida verdadero afecto a Sophie, se hicieron íntimas amigas. Y hace dos años, más o menos, Sophie consiguió arrastrar a su padre hasta Córcega y estuvo cenando en casa de los Bonaparte.
—¿Usted no le acompañó?
—Desgraciadamente, no fui invitado. El príncipe está muy chapado a la antigua, ¿sabe? Y Sophie, aunque me adora, no quería crear una situación incómoda a sus anfitriones presentándose en el palacio con la pareja homosexual de su padre. La verdad es que es una auténtica lástima que yo no estuviera en esa cena. Porque ahora podría contarle de primera mano un episodio muy curioso que ocurrió en la sobremesa.
—¿De qué se trata?
Delorme relató al policía los hechos a los que había aludido y el inspector Mateos supo en el acto que la siguiente persona a la que tenía que interrogar para poder avanzar en el caso era al príncipe Bonaparte.
Daniel Paniagua recibió en perfecto estado el póster del recién descubierto cuadro de Beethoven, tras haber efectuado la compra a través de internet.
La pintura era magnífica.
Aunque se conservan numerosos cuadros del compositor, Stieler era el autor de su retrato más famoso, aquel en el que el músico aparece mirando ligeramente de abajo arriba, con expresión torva, una bufanda roja primorosamente anudada al cuello y una partitura en las manos, la de la
Misa Solemnis
, opus 123, que el compositor consideraba su obra más lograda.
Stieler estaba orgullosísimo de este cuadro, pues aseguraba que era la primera vez que el genio había aceptado posar para un retratista, y esto solo después de que sus mecenas y amigos, los Brentano, insistieran en ello por activa y por pasiva. Stieler únicamente tuvo que dibujar de memoria las manos, que aparecen sujetando lápiz y partitura, ya que fue imposible convencer a Beethoven de que posara durante más tiempo. Y fueron precisamente las manos del nuevo retrato, además de la
giocondesca
sonrisa del compositor, lo que llamó en aquel momento la atención de Daniel. Si la mano izquierda aparecía reposando plácidamente sobre la caja armónica del piano, la derecha sostenía un papel pautado, del tamaño de medio folio aproximadamente, en el que eran perfectamente legibles una serie de notas musicales.
La melodía que conformaban aquellas notas era una de las más extrañas con las que Daniel se hubiera topado jamás. Lo que más llamaba la atención era la insistencia, al comienzo y al final de la misma, en un intervalo que los músicos denominan tritono —porque las dos notas que lo forman están a una distancia de tres tonos entre sí— y que desde la Edad Media y hasta el Barroco fue más conocido como
diabolus in musica
, ya que se creía que tenía el poder de convocar a Satanás.
Daniel había llegado a leer, en algún antiguo tratado musical, que los cantantes que eran sorprendidos recreándose en la entonación de este intervalo podían ser torturados o incluso llevados a la hoguera, aunque todo lo relacionado con el tritono estaba envuelto en la más espesa bruma teológica. Otros estudiosos decían que el tritono tenía un fuerte componente sexual, lo que, lógicamente, escandalizaba sobremanera a las autoridades eclesiásticas, que por esa razón lo habían proscrito de la música sacra. ¿Sería por eso por lo que, siglos más tarde, el compositor Leonard Bernstein utilizó el tritono como
intervalo estrella
de su musical
West Side Story
, porque simbolizaba la atracción irresistible que sentían entre sí Tony y María?
MA-RIIIIII-a. I-JUST met a girl named Mariaaaa.
El tritono era el intervalo que separaba la dos primeras sílabas del nombre de la protagonista, y que luego, al llegar a la tercera sílaba, resolvía en una quinta perfecta, como si el profundo deseo que sentía Tony hacia ella se hubiera visto satisfecho en ese último aliento de voz. Daniel pensó que cuando uno escucha un tritono, incluso hoy en día, se tiene inmediatamente una sensación desasosegante, como de que algo maligno está a punto de suceder. Esa pudo ser la razón por la que Danny Elfman, el compositor de la banda sonora de los Simpsons, utilizó el
diabolus in musica
, quizá para describir al incorregible Bart, como intervalo inicial de su célebre sintonía.
LOS SIIIIIIIIIIMP - SONS
Daniel se dio cuenta de que su mente se estaba alejando de Beethoven y de la melodía del cuadro y trató de establecer alguna conexión entre el
diabolus in musica
que había en el anillo y algún episodio de la biografía del compositor.
Y entonces fue cuando se acordó de los
Illuminati
.
Beethoven había simpatizado abiertamente con esa sociedad secreta, que a diferencia de la masonería, a la que había pertenecido, por ejemplo, Mozart, no exigía de sus miembros la creencia en un Ser Supremo. Esto provocó que en la secta de los
Illuminati
, de la que formaban parte muchos amigos de Beethoven, se infiltrara un número nada despreciable de agnósticos y ateos, lo que confirió un tinte marcadamente anticlerical a la sociedad. Los enemigos de los
Illuminati
eran pues la Iglesia católica y los grandes monarcas europeos, que defendían que habían sido investidos de su poder terrenal por Dios Todopoderoso. Sus más acérrimos detractores sostenían que la Revolución francesa había sido concebida y alentada por los
Illuminati
, a través de los jacobinos, y que incluso se había hecho sentir su perversa mano en la Revolución rusa de 1917. Y en una fecha tan tardía como 1983, el ahora Papa de Roma y entonces cardenal Ratzinger, había declarado en un documento hecho público por el Santo Oficio, que en pleno siglo XX Roma seguía contemplando con disgusto a las sociedades de tipo masónico (como los
Illuminati)
, ya que los principios que los inspiraban eran irreconciliables con la Iglesia, y por lo tanto se prohibía a los católicos su pertenencia a ellas, so pena de incurrir en pecado mortal y de no poder recibir el sacramento de la comunión.