Read La décima sinfonía Online

Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Histórico, Intriga, Policíaco

La décima sinfonía (21 page)

BOOK: La décima sinfonía
8.28Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Las sesiones de posado estaban teniendo lugar en el domicilio de la suiza, un dúplex muy amplio con grandes ventanales en el piso superior, por los que entraba la luz a raudales. Durante los posados, que se hacían a salto de mata, pues ninguna de las dos tenía urgencia alguna para terminar el cuadro, conversaban de lo divino y de lo humano, aunque en los últimos tiempos y por razones obvias, sus charlas se habían convertido prácticamente en monotemáticas.

Llevaban hablando casi una hora de Daniel, sobre un fondo musical de
highlights
de ópera, cuando la pintora hizo un inciso pictórico-artístico antes de volver a la carga con el tema anterior.

—¿Sabes una cosa? —dijo Marie-Christine mientras mezclaba sobre la paleta los dos colores que había decidido emplear para hacer justicia a la espectacular melena rizada de su amiga—. Normalmente, un cuadro como el tuyo lo habría hecho
alla prima
, pero me gusta tanto hablar contigo que he decido hacerte un retrato más minucioso.


¿Alla prima?
—repitió Alicia descomponiendo la figura y provocando que su amiga tuviera que hacerle un gesto con la mano para que volviera a adoptar la postura original.


Alla prima
es como pintan los pintores de paisaje. Van Gogh, por ejemplo, casi siempre completaba la obra en una sesión, creando una masa de pinceladas aplicadas con gran rapidez. La pintura se vuelve mucho más excitante y espontánea, porque hay que aplicar el pincel rápidamente y con confianza. Yo suelo lograr así, incluso con los retratos, mucho mejores resultados que en obras de estudio más trabajadas, además de que es mucho más llevadero para la modelo, claro.

—No te preocupes por mí. Estas sesiones me están viniendo de miedo para desahogarme.

Las dos amigas callaron durante un minuto para escuchar cómo María Callas remataba la
cabaletta
de
La Traviata
:

Sempre libera degg'io
Folleggiar di gioia in gioia,
Vo' che scorra il viver mio
Pei sentieri del piacer.

Mecida por la música de Verdi y por vez primera desde su airada salida del restaurante en Madrid, Alicia pudo pensar en Daniel no solo sin despecho, sino incluso con ternura, al recordar cómo este le había explicado, la noche en que se habían conocido, por qué las
cabalettas
eran llamadas así: a diferencia de lo que ocurre en las arias, la orquesta acompaña al cantante con un ritmo que recuerda el galope de un caballo.

La voz de Marie-Christine la sacó de su ensimismamiento:

—Yo que tú me plantearía el tema del bebé de la siguiente manera. Si no existiera Daniel, ¿te animarías a tener el hijo tú sola?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Alicia sobresaltada—. Daniel existe, tenemos una relación sólida que se prolonga desde hace tres años.

—Sí, pero tienes que estar preparada, no te muevas, por favor, para que en caso de una crisis prolongada, o incluso definitiva, no te encuentres tú, de golpe y porrazo, sola, en un país que no es el tuyo y con un niño que has tenido sobre todo para complacer a tu novio.

—Lo que no voy a hacer de ninguna manera es interrumpir el embarazo sin decírselo antes a Daniel.

—¿Le vas a llamar tú?

—Creo que le toca a él mover ficha. Claro que si dentro de una semana no ha dado señales de vida, tendré que hacerlo yo, porque tengo que tomar una decisión.

—Retírate un poco el pelo de la cara, por favor. ¿Crees que te llamará?

—No tengo ni idea. La última vez que hablé con él ya estaba como en otro mundo.

—¿Qué tal le va con su libro sobre Beethoven?

—Incluso el libro, que ya le tenía absorto, ha pasado ahora a segundo plano. Ahora lo único que le preocupa es el manuscrito de la Décima Sinfonía y la resolución de un enigma musical que le ha planteado la juez que instruye el caso Thomas.

—Ah, sí, he leído los periódicos. Siguen sin atrapar al que lo hizo.

Tras distanciarse del lienzo unos pasos para contemplar su obra más globalmente, Marie-Christine dejó súbitamente los pinceles sobre el caballete y luego le acercó a su amiga un kimono de color turquesa para que se cubriera. Después dijo:

—Ya me he cansado, no estoy hecha para pintar cuadros tan planificados.

—¿Puedo ver cómo vamos?

—Ni soñarlo. Pero lo verás pronto, calculo que terminaremos dentro de un par de sesiones. Te he preguntado por el libro de Daniel porque esta mañana, navegando en internet, he descubierto algo que estoy segura de que le va a interesar.

Cuando Marie-Christine le mostró a Alicia el recorte de prensa que había impreso hacía unas horas, comprendió que, a pesar de la crisis, tenía que enviarle inmediatamente un e-mail a su novio.

31

Alicia no quiso que Daniel supiera que el e-mail era suyo, por lo que creó una cuenta llamada [email protected] y le envió el mensaje anónimamente. A continuación consultó en una página de trucos en internet cómo enviar un sms sin revelar el número propio y le avisó de que tenía un correo sobre Beethoven.

Daniel fue derecho al ordenador y cliqueó en la pestaña de enviar y recibir mensajes. Tras el
spam
, llegó un archivo ejecutable de su colega Villafañe, que prefirió no abrir, ya que solían decepcionarle bastante las bromas de internet que este había cogido la costumbre de enviarle por correo y, por último, apareció en la bandeja de entrada el mensaje de Alicia. En la casilla «Asunto» ponía:

Descubierto nuevo cuadro de Beethoven.

Y el cuerpo del mensaje decía:

DESCUBIERTO UN RETRATO DE BEETHOVEN DONDE EL COMPOSITOR APARECE SONRIENDO.

Actualizado viernes 25/09/2007 23.37 (CET). EFE

MUNICH. Este año se conmemora el 150 aniversario de la muerte del pintor alemán Joseph Karl Stieler, un famoso retratista de la escuela neoclásica que trabajó, entre otros, a las órdenes del rey Luis I de Baviera. Con este motivo se inauguró en Munich, ciudad en la que falleció el artista, una exposición que recoge cincuenta obras del pintor.

El comisario de la muestra, el profesor de historia Hans Rottenhammer, decidió crear un catálogo de la obra completa de Stieler y verificar la autenticidad de todas sus pinturas. El mayor atractivo de la exposición y la gran sorpresa para el mundo artístico alemán ha pasado a ser el retrato del compositor Ludwig van Beethoven, a quien Stieler ya había inmortalizado en 1820. El cuadro recién descubierto, que se creía que era el retrato de un médico o de un rabino, proviene de la colección privada del príncipe Louis-Pierre-Toussaint-Baptiste Bonaparte, heredero al trono de Francia y descendiente directo de Napoleón Bonaparte.

«El retrato posee todos los rasgos típicos del estilo tardío de Stieler, sus características pinceladas y una exquisita selección de los colores» —afirmó el profesor Rottenhammer. De los aproximadamente quince retratos que se conservan de Beethoven, este es el único en el que el siempre malhumorado genio aparece sonriendo, por lo que nadie había pensado hasta ahora que pudiera representar al sordo de Bonn.

La noticia reproducía a pequeña escala el retrato de Beethoven, pero a pesar del reducido tamaño, la sonrisa del músico era claramente perceptible. Era un gesto burlón y misterioso, que recordaba el rictus enigmático de
La Gioconda
de Leonardo.

Daniel intentó buscar en internet alguna otra página relacionada con la aparición del cuadro, pero la noticia era muy reciente y todavía no había causado un gran revuelo en la prensa electrónica. Entró en la sección de alertas de Google y creó media docena de ellas, para que le avisaran de cualquier noticia que se publicara en internet sobre la pintura, que le pareció fascinante. La mirada de Beethoven era tan expresiva que en ese mismo instante decidió que esa iba a ser la portada de su ensayo sobre el músico. Luego consultó las páginas de los principales museos de la ciudad y averiguó que la exposición se había montado en la Neue Pinakothek, un edificio espléndido que había sido destruido durante la Segunda Guerra Mundial y vuelto a levantar en 1981, según un diseño de Alexander von Branca. El museo era el más importante del mundo en lo tocante a pintura del siglo XIX. El
merchandising
de los principales museos de la ciudad estaba centralizado a través de una institución llamada Cedon Museum Shops, y Daniel comprobó con satisfacción que en la página web de la tienda no solo era posible comprar el póster del cuadro sino también el catálogo de toda la exposición, e incluso una alfombrilla para el ratón. Añadió los tres artículos al carrito de la compra y comprobó con desagrado que le facturaban casi cien euros por el lote; pero el material era tan valioso para él que cursó la orden de igual modo.

¿Quién le habría mandado de forma anónima la noticia sobre el cuadro? Era evidente que se trataba de un retrato tardío de Beethoven, tal vez pintado en el último año de su vida, aunque era imposible afinar tanto partiendo de una pintura. ¡Qué rabia que no se hubiera tratado de una fotografía! Pero Beethoven había fallecido en 1827, a los cincuenta y seis años, y la primera fotografía permanente de la que se tiene noticia fue tomada justo en esa época por el inventor francés Nicéphore Niépce después de una exposición continuada, a plena luz del sol de ¡ocho horas! Evidentemente se trataba de la fotografía de una casa, puesto que ningún ser humano hubiera podido permanecer inmóvil para posar durante tanto tiempo, y menos el inquieto e irascible Beethoven.

Daniel volvió a mirar intrigado la pequeña fotografía del cuadro que habían incluido en la página web. ¿Qué hacía Beethoven sonriendo en la recta final de su vida, cuando para él era todo angustia, frustración y enfermedad? ¿Era una licencia poética del pintor o realmente ese cuadro reflejaba el estado anímico del genio en el momento en el que fue retratado? No era solo un rictus risueño en la boca, Daniel también se había percatado de que el entrecejo de Beethoven, normalmente crispado en otros cuadros en un gesto amenazador de
conmigo-no-se-juega, yo-soy-el-que-ha-agarrado-al-Destino-por-el-cuello
, estaba, en este retrato, completamente relajado, lo que hacía que el músico sonriera también con la mirada.

La vida de Beethoven, ya desde su más tierna infancia, no había sido precisamente un camino de rosas, pues su padre, además de un gran amigo de la botella, fue un músico mediocre, con una actitud muy ambivalente hacia su prodigioso vástago: por un lado deseaba que el joven Ludwig se convirtiera en un gran pianista y compositor, con objeto de colgarse la medalla de haber traído al mundo a un segundo Mozart, y por otro intentaba frenar sus progresos musicales de adolescente para no sentirse él mismo eclipsado como músico en la corte de Bonn, donde se ganaba la vida con más pena que gloria. El miedo a que su hijo desarrollara en exceso su talento se ponía de manifiesto siempre que le sorprendía improvisando al piano.

—¿Otra vez esos jueguecitos? —solía decirle en tales circunstancias—. ¡Levántate del piano o te arranco las orejas!

Y eso que la capacidad para improvisar, a diferencia de lo que ocurre con los pianistas de hoy en día, que viven atados a la partitura, era, en aquella época, una de las condiciones sine qua non para granjearse una reputación como virtuoso, y un arte en el que, a pesar de la represión paterna, Beethoven sobresalió en grado sumo.

Pero aunque la niñez fue dura, el auténtico infierno en la vida del genio se desencadenó justo en los últimos años de su existencia, por lo que la enigmática sonrisa del cuadro era, para Daniel, aún más inexplicable. La etapa final del compositor había estado marcada, por ejemplo, por una lucha titánica y despiadada contra su cuñada Johanna por obtener la custodia del hijo que esta había tenido con su hermano pequeño Karl Raspar, fallecido de tuberculosis en 1815.

La encarnizada disputa por su sobrino se prolongó durante cinco años, y aunque Beethoven logró al final que los tribunales le dieran la razón, el combate le dejó exhausto y amargado, entre otras cosas porque durante el interminable proceso judicial, Beethoven se vio obligado a confesar, en un humillante interrogatorio, que no era de familia noble y que el
van
de su apellido, de origen flamenco, no era un distintivo de nobleza como el
von
alemán. Este hecho le forzó a tener que ser juzgado por un tribunal de menor rango en vez de por el Landler, al que tenían derecho en la Viena de comienzos del XIX los miembros de la aristocracia.

Además de padecer pavorosas diarreas, que minaban sus energías y su creatividad y le obligaban a gastar dinero en médicos y balnearios cada dos por tres, la sordera se había hecho prácticamente definitiva a partir de 1816, después de un lento y agónico proceso, que había empezado hacia 1795, durante el cual el músico fue asistiendo impotente al lacerante e inexorable espectáculo de la degradación de su sentido más importante. Aunque artísticamente había alcanzado las cumbres más altas a las que puede llegar un compositor, Beethoven también se encaminaba hacia la muerte apesadumbrado por el hecho de no haber logrado todavía escapar a la etiqueta de ser un «músico de músicos», que solían colgarle sus más mediocres enemigos. Es decir, que sin negar su inmenso oficio ni su talento ilimitado, a Beethoven —y esto a él le dolía en lo más profundo— se le reprochaba en general que sus obras fueran tan intrincadas y difíciles, que solo podían ser disfrutadas y comprendidas por sus colegas. Esto se debió en gran parte a que, ya desde su llegada a Viena, a finales del siglo XVIII, el público de Beethoven estuvo constituido por una selecta camarilla de aristócratas vieneses, capitaneados por el príncipe Lobkowicz, que más que consentir, alentaba los experimentos musicales que llevaba a cabo en sus composiciones el joven prodigio. A esas
soirées
musicales, muy parecidas a la que había organizado en su casa Marañón para estrenar la Décima, acudían auténticos degustadores de música, con profundos conocimientos técnicos y ávidos de escuchar un repertorio distinto al que tenía acceso el populacho en los conciertos públicos, llamados
Akademies
. Cuando Daniel trataba de explicar a sus alumnos lo que habían hecho por el desarrollo de la música occidental las célebres veladas en el palacio de Lobkowicz, echaba mano del ejemplo de la televisión por cable.

—Esas magníficas series que tanto os gusta paladear en casa —solía decir Daniel en sus cursos—, de las que os compráis incluso temporadas enteras en DVD, se empezaron a crear en un canal americano de pago por cable llamado HBO, o sea, Home Box Office. El hecho de no hallarse sujeta a las presiones de los anunciantes, de estar destinada a un público de más poder adquisitivo y por lo tanto más cultivado, permitió a la cadena abordar sin complejos ni tamices políticamente correctos espacios dramáticos en los que el sexo, la violencia, las drogas, o el propio uso del lenguaje eran mucho más explícitos que en los canales convencionales.
Sexo en Nueva York, Los Soprano, A dos metros bajo tierra…
, fueron posibles porque sus creadores contaron con la simpatía y el apoyo de «príncipes televisivos» que les estimulaban a ensanchar y desafiar las fronteras convencionales del medio. Del mismo modo, si Beethoven no hubiera tenido su HBO musical, que eran los palacios de sus protectores vieneses, no hubiera podido jamás llevar a cabo las audacias tonales, melódicas y rítmicas que introdujo en sus composiciones desde su llegada a la ciudad imperial.

BOOK: La décima sinfonía
8.28Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Backworlds by M. Pax
Earthquake by Kathleen Duey
Goliath by Scott Westerfeld
Incendiary Circumstances by Amitav Ghosh
Zulu by Caryl Ferey
Her Kiss (Griffin) by Marks, Melanie
Call of the Whales by Siobhán Parkinson
Destiny's Whisper by Elizabeth Moynihan