los de delante prendieron sus brazos,
y después le mordió las dos mejillas.
Los delanteros lanzóle a los muslos
y le metió la cola entre los dos,
y la trabó detrás de los riñones.
Hiedra tan arraigada no fue nunca
a un árbol, como aquella horrible fiera
por otros miembros enroscó los suyos.
Se juntan luego, tal si cera ardiente
fueran, y mezclan así sus colores,
no parecían ya lo que antes eran,
como se extiende a causa del ardor,
por el papel, ese color oscuro,
que aún no es negro y ya deja de ser blanco.
Los otros dos miraban, cada cual
gritando: «¡Agnel, ay, cómo estás cambiando!
¡mira que ya no sois ni dos ni uno!
Las dos cabezas eran ya una sola,
y mezcladas se vieron dos figuras
en una cara, donde se perdían.
Cuatro miembros hiciéronse dos brazos;
los muslos con las piernas, vientre y tronco
en miembros nunca vistos se tornaron.
Ya no existian las antiguas formas:
dos y ninguna la perversa imagen
parecía; y se fue con paso lento.
Como el lagarto bajo el gran azote
de la canícula, al cambiar de seto,
parece un rayo si cruza el camino;
tal parecía, yendo a las barrigas
de los restantes, una sierpe airada,
tal grano de pimienta negra y livida;
y en aquel sitio que primero toma
nuestro alimento, a uno le golpea;
luego al suelo cayó a sus pies tendida.
El herido miró, mas nada dijo;
antes, con los pies quietos, bostezaba,
como si fiebre o sueño le asaltase.
Él a la sierpe, y ella a él miraba;
él por la llaga, la otra por la boca
humeaban, el humo confundiendo.
Calle Lucano ahora donde habla
del mísero Sabello y de Nasidio,
y espere a oír aquello que describo.
Calle Ovidio de Cadmo y de Aretusa;
que si aquél en serpiente, en fuente a ésta
convirtió, poetizando, no le envidio;
que frente a frente dos naturalezas
no trasmutó, de modo que ambas formas
a cambiar dispusieran sus materias.
Se respondieron juntos de tal modo,
que en dos partió su cola la serpiente,
y el herido juntaba las dos hormas.
Las piernas con los muslos a sí mismos
tal se unieron, que a poco la juntura
de ninguna manera se veía.
Tomó la cola hendida la figura
que perdía aquel otro, y su pellejo
se hacía blando y el de aquélla, duro.
Vi los brazos entrar por las axilas,
y los pies de la fiera, que eran cortos,
tanto alargar como acortarse aquéllos.
Luego los pies de atrás, torcidos juntos,
el miembro hicieron que se oculta el hombre,
y el misero del suyo hizo dos patas.
Mientras el humo al uno y otro empaña
de color nuevo, y pelo hace crecer
por una parte y por la otra depila,
cayó el uno y el otro levantóse,
sin desviarse la mirada impía,
bajo la cual cambiaban sus hocicos.
El que era en pie lo trajo hacia las sienes,
y de mucha materia que allí había,
salió la oreja del carrillo liso;
lo que no fue detrás y se retuvo
de aquel sobrante, a la nariz dio forma,
y engrosó los dos labios, cual conviene.
El que yacía, el morro adelantaba,
y escondió en la cabeza las orejas,
como del caracol hacen los cuernos.
Y la lengua, que estaba unida y presta
para hablar antes, se partió; y la otra
partida, se cerró; y cesó ya el humo.
El alma que era en fiera convertida,
se echó a correr silbando por el valle,
y la otra, en pos de ella, hablando escupe.
Luego volvióle las espaldas nuevas,
y dijo al otro: «Quiero que ande Buso
como hice yo, reptando, su camino.»
Así yo vi la séptima zahúrda
mutar y trasmutar; y aquí me excuse
la novedad, si oscura fue la pluma.
Y sucedió que, aunque mi vista fuese
algo confusa, y encogido el ánimo,
no pudieron huir, tan a escondidas
que no les viese bien, Puccio Sciancato
—de los tres compañeros era el único
que no cambió de aquellos que vinieron—
era el otro a quien tú, Gaville, lloras,
¡Goza, Florencia, ya que eres tan grande,
que por mar y por tierra bate alas,
y en el infierno se expande tu nombre!
Cinco nobles hallé entre los ladrones
de tus vecinos, de donde me vino
vergüenza, y para ti no mucha honra.
Mas si el soñar al alba es verdadero,
conocerás, de aquí a no mucho tiempo,
lo que Prato, no ya otras, te aborrece.
No fuera prematuro, si ya fuese:
¡Ojalá fuera ya, lo que ser debe!
que más me pesará, cuanto envejezco.
Nos marchamos de allí, y por los peldaños
que en la bajada nos sirvieron antes,
subió mi guía y tiraba de mí.
Y siguiendo el camino solitario,
por los picos y rocas del escollo,
sin las manos, el pie no se valía.
Entonces me dolió, y me duele ahora,
cuando, el recuerdo a lo que vi dirijo,
y el ingenio refreno más que nunca,
porque sin guía de virtud no corra;
tal que, si buena estrella, o mejor cosa,
me ha dado el bien, yo mismo no lo enturbie.
Cuantas el campesino que descansa
en la colina, cuando aquel que alumbra
el mundo, oculto menos tiene el rostro,
cuando a las moscas siguen los mosquitos,
luciérnagas contempla allá en el valle,
en el lugar tal vez que ara y vendimia;
toda resplandecía en llamaradas
la bolsa octava, tal como advirtiera
desde el sitio en que el fondo se veía.
Y como aquel que se vengó con osos,
vio de Elías el carro al remontarse,
y erguidos los caballos a los cielos,
que con los ojos seguir no podia,
ni alguna cosa ver salvo la llama,
como una nubecilla que subiese;
tal se mueven aquéllas por la boca
del foso, mas ninguna enseña el hurto,
y encierra un pecador cada centella.
Yo estaba tan absorto sobre el puente,
que si una roca no hubiese agarrado,
sin empujarme hubiérame caído.
Y viéndome mi guía tan atento
dijo: « Dentro del fuego están las almas,
todas se ocultan en donde se queman.»
«Maestro —le repuse—, al escucharte
estoy más cierto, pero ya he notado
que así fuese, y decírtelo quería:
¿quién viene en aquel fuego dividido,
que parece surgido de la pira
donde Eteocles fue puesto con su hermano?»
Me respondió: «Allí dentro se tortura
a Ulises y a Diomedes, y así juntos
en la venganza van como en la ira;
y dentro de su llama se lamenta
del caballo el ardid, que abrió la puerta
que fue gentil semilla a los romanos.
Se llora la traición por la que, muerta,
aún Daidamia se duele por Aquiles,
y por el Paladión se halla el castigo.»
«Si pueden dentro de aquellas antorchas
hablar —le dije— pídote, maestro,
y te suplico, y valga mil mi súplica,
que no me impidas que aguardar yo pueda
a que la llama cornuda aquí llegue;
mira cómo a ellos lleva mi deseo.»
Y él me repuso: «Es digno lo que pides
de mucha loa, y yo te lo concedo;
pero procura reprimir tu lengua.
Déjame hablar a mí, pues que comprendo
lo que quieres; ya que serán esquivos
por ser griegos, tal vez, a tus palabras.»
Cuando la llama hubo llegado a donde
lugar y tiempo pareció a mi guía,
yo le escuché decir de esta manera:
«¡Oh vosotros que sois dos en un fuego,
si os merecí, mientras que estaba vivo,
si os merecí, bien fuera poco o mucho,
cuando altos versos escribí en el mundo,
no os alejéis; mas que alguno me diga
dónde, por él perdido, halló la muerte.»
El mayor cuerno de la antigua llama
empezó a retorcerse murmurando,
tal como aquella que el viento fatiga;
luego la punta aquí y acá moviendo,
cual si fuese una lengua la que hablara,
fuera sacó la voz, y dijo: «Cuando
me separé de Circe, que sustrajó—
me más de un año allí junto a Gaeta,
antes de que así Eneas la llamase,
ni la filial dulzura, ni el cariño
del viejo padre, ni el amor debido,
que debiera alegrar a Penélope,
vencer pudieron el ardor interno
que tuve yo de conocer el mundo,
y el vicio y la virtud de los humanos;
mas me arrojé al profundo mar abierto,
con un leño tan sólo, y la pequeña
tripulación que nunca me dejaba.
Un litoral y el otro vi hasta España,
y Marruecos, y la isla de los sardos,
y las otras que aquel mar baña en torno.
Viejos y tardos ya nos encontrábamos,
al arribar a aquella boca estrecha
donde Hércules plantara sus columnas,
para que el hombre más allá no fuera:
a mano diestra ya dejé Sevilla,
y la otra mano se quedaba Ceuta.»
«Oh hermanos —dije—, que tras de cien mil
peligros a occidente habéis llegado,
ahora que ya es tan breve la vigilia
de los pocos sentidos que aún nos quedan,
negaros no queráis a la experiencia,
siguiendo al sol, del mundo inhabitado.
Considerar cuál es vuestra progenie:
hechos no estáis a vivir como brutos,
mas para conseguir virtud y ciencia.»
A mis hombres les hice tan ansiosos
del camino con esta breve arenga,
que no hubiera podido detenerlos;
y vuelta nuestra proa a la mañana,
alas locas hicimos de los remos,
inclinándose siempre hacia la izquierda.
Del otro polo todas las estrellas
vio ya la noche, y el nuestro tan bajo
que del suelo marino no surgía.
Cinco veces ardiendo y apagada
era la luz debajo de la luna,
desde que al alto paso penetramos,
cuando vimos una montaña, oscura
por la distancia, y pareció tan alta
cual nunca hubiera visto monte alguno.
Nos alegramos, mas se volvió llanto:
pues de la nueva tierra un torbellino
nació, y le golpeó la proa al leño.
Le hizo girar tres veces en las aguas;
a la cuarta la popa alzó a lo alto,
bajó la proa —como Aquél lo quiso—
hasta que el mar cerró sobre nosotros.
Quieta estaba la llama ya y derecha
para no decir más, y se alejaba
con la licencia del dulce poeta,
cuando otra, que detrás de ella venía,
hizo volver los ojos a su punta,
porque salía de ella un son confuso.
Como mugía el toro siciliano
que primero mugió, y eso fue justo,
con el llanto de aquel que con su lima
lo templó, con la voz del afligido,
que, aunque estuviese forjado de bronce,
de dolor parecía traspasado;
así, por no existir hueco ni vía
para salir del fuego, en su lenguaje
las palabras amargas se tornaban.
Mas luego al encontrar ya su camino
por el extremo, con el movimiento
que la lengua le diera con su paso,
escuchamos: «Oh tú, a quien yo dirijo
la voz y que has hablado cual lombardo,
diciendo: "Vete ya; más no te incito",
aunque he llegado acaso un poco tarde,
no te pese el quedarte a hablar conmigo:
¡Mira que no me pesa a mí, que ardo!
Si tú también en este mundo ciego
has oído de aquella dulce tierra
latina, en que yo fui culpable, dime
si tiene la Romaña paz o guerra;
pues yo naci en los montes entre Urbino
y el yugo del que el Tiber se desata.»
Inclinado y atento aún me encontraba,
cuando al costado me tocó mi guía,
diciéndome: «Habla tú, que éste es latino.»
Yo, que tenía la respuesta pronta,
comencé a hablarle sin demora alguna:
«Oh alma que te escondes allá abajo,
tu Romaña no está, no estuvo nunca,
sin guerra en el afán de sus tiranos;
mas palpable ninguna dejé ahora.
Rávena está como está ha muchos años:
le los Polenta el águila allí anida,
al que a Cervia recubre con sus alas.
La tierra que sufrió la larga prueba
hizo de francos un montón sangriento,
bajo las garras verdes permanece.
El mastín viejo y joven de Verruchio,
que mala guardia dieron a Montaña,
clavan, donde solían, sus colmillos.
Las villas del Santerno y del Camone
manda el leoncito que campea en blanco,
que de verano a invierno el bando muda;
y aquella cuyo flanco el Savio baña,
como entre llano y monte se sitúa,
vive entre estado libre y tiranía.
Ahora quién eres, pido que me cuentes:
no seas más duro que lo fueron otros;
tu nombre así en el mundo tenga fama.»
Después que el fuego crepitó un momento
a su modo, movió la aguda punta
de aquí, de allí, y después lanzó este soplo:
«Si creyera que diese mi respuesta
a persona que al mundo regresara,
dejaría esta llama de agitarse;
pero, como jamás desde este fondo
nadie vivo volvió, si bien escucho,
sin temer a la infamia, te contestó:
Guerrero fui, y después fui cordelero,
creyendo, así ceñido, hacer enmienda,
y hubiera mi deseo realizado,
si a las primeras culpas, el gran Preste,
que mal haya, tornado no me hubiese;
y el cómo y el porqué, quiero que escuches: