como para ésta lo es el triste foso;
justo al borde los pasos detuvimos.
Era el sitio una arena espesa y seca,
hecha de igual manera que esa otra
que oprimiera Catón con su pisada.
¡Oh venganza divina, cuánto debes
ser temida de todo aquel que lea
cuanto a mis ojos fuera manifiesto!
De almas desnudas vi muchos rebaños,
todas llorando llenas de miseria,
y en diversas posturas colocadas:
unas gentes yacían boca arriba;
encogidas algunas se sentaban,
y otras andaban incesantemente.
Eran las más las que iban dando vueltas,
menos las que yacían en tormento,
pero más se quejaban de sus males.
Por todo el arenal, muy lentamente,
llueven copos de fuego dilatados,
como nieve en los Alpes si no hay viento.
Como Alejandro en la caliente zona
de la India vio llamas que caían
hasta la tierra sobre sus ejércitos;
por lo cual ordenó pisar el suelo
a sus soldados, puesto que ese fuego
se apagaba mejor si estaba aislado,
así bajaba aquel ardor eterno;
y encendía la arena, tal la yesca
bajo eslabón, y el tormento doblaba.
Nunca reposo hallaba el movimiento
de las míseras manos, repeliendo
aquí o allá de sí las nuevas llamas.
Yo comencé: «Maestro, tú que vences
todas las cosas, salvo a los demonios
que al entrar por la puerta nos salieron,
¿Quién es el grande que no se preocupa
del fuego y yace despectivo y fiero,
cual si la lluvia no le madurase?»
Y él mismo, que se había dado cuenta
que preguntaba por él a mi guía,
gritó: « Como fui vivo, tal soy muerto.
Aunque Jove cansara a su artesano
de quien, fiero, tomó el fulgor agudo
con que me golpeó el último día,
o a los demás cansase uno tras otro,
de Mongibelo en esa negra fragua,
clamando: "Buen Vulcano, ayuda, ayuda"
tal como él hizo en la lucha de Flegra,
y me asaeteara con sus fuerzas,
no podría vengarse alegremente.»
Mi guía entonces contestó con fuerza
tanta, que nunca le hube así escuchado:
«Oh Capaneo, mientras no se calme
tu soberbia, serás más afligido:
ningún martirio, aparte de tu rabia,
a tu furor dolor será adecuado.»
Después se volvió a mí con mejor tono,
«Éste fue de los siete que asediaron
a Tebas; tuvo a Dios, y me parece
que aún le tenga, desdén, y no le implora;
mas como yo le dije, sus despechos
son en su pecho galardón bastante.
Sígueme ahora y cuida que tus pies
no pisen esta arena tan ardiente,
mas camina pegado siempre al bosque.»
En silencio llegamos donde corre
fuera ya de la selva un arroyuelo,
cuyo rojo color aún me horripila:
como del Bulicán sale el arroyo
que reparten después las pecadoras, t
al corrta a través de aquella arena.
El fondo de éste y ambas dos paredes
eran de piedra, igual que las orillas;
y por ello pensé que ése era el paso.
«Entre todo lo que yo te he enseñado,
desde que atravesamos esa puerta
cuyos umbrales a nadie se niegan,
ninguna cosa has visto más notable
como el presente río que las llamas
apaga antes que lleguen a tocarle.»
Esto dijo mi guía, por lo cual
yo le rogué que acrecentase el pasto,
del que acrecido me había el deseo.
«Hay en medio del mar un devastado
país —me dijo— que se llama Creta;
bajo su rey fue el mundo virtuoso.
Hubo allí una montaña que alegraban
aguas y frondas, se llamaba Ida:
cual cosa vieja se halla ahora desierta.
La excelsa Rea la escogió por cuna
para su hijo y, por mejor guardarlo,
cuando lloraba, mandaba dar gritos.
Se alza un gran viejo dentro de aquel monte,
que hacia Damiata vuelve las espaldas
y al igual que a un espejo a Roma mira.
Está hecha su cabeza de oro fino,
y plata pura son brazos y pecho,
se hace luego de cobre hasta las ingles;
y del hierro mejor de aquí hasta abajo,
salvo el pie diestro que es barro cocido:
y más en éste que en el otro apoya.
Sus partes, salvo el oro, se hallan rotas
por una raja que gotea lágrimas,
que horadan, al juntarse, aquella gruta;
su curso en este valle se derrama:
forma Aqueronte, Estigia y Flagetonte;
corre después por esta estrecha espita
al fondo donde más no se desciende:
forma Cocito; y cuál sea ese pantano
ya lo verás; y no te lo describo.»
Yo contesté: «Si el presente riachuelo
tiene así en nuestro mundo su principio,
¿como puede encontrarse en este margen?»
Respondió: «Sabes que es redondo el sitio,
y aunque hayas caminado un largo trecho
hacia la izquierda descendiendo al fondo,
aún la vuelta completa no hemos dado;
por lo que si aparecen cosas nuevas,
no debes contemplarlas con asombro.»
Y yo insistí «Maestro, ¿dónde se hallan
Flegetonte y Leteo?; a uno no nombras,
y el otro dices que lo hace esta lluvia.»
«Me agradan ciertamente tus preguntas
—dijo—, mas el bullir del agua roja
debía resolverte la primera.
Fuera de aquí podrás ver el Leteo,
allí donde a lavarse van las almas,
cuando la culpa purgada se borra.»
Dijo después: «Ya es tiempo de apartarse
del bosque; ven caminando detrás:
dan paso las orillas, pues no queman,
y sobre ellas se extingue cualquier fuego.»
Caminamos por uno de los bordes,
y tan denso es el humo del arroyo,
que del fuego protege agua y orillas.
Tal los flamencos entre Gante y Brujas,
temiendo el viento que en invierno sopla,
a fin de que huya el mar hacen sus diques;
y como junto al Brenta los paduanos
por defender sus villas y castillos,
antes que Chiarentana el calor sienta;
de igual manera estaban hechos éstos,
sólo que ni tan altos ni tan gruesos,
fuese el que fuese quien los construyera.
Ya estábamos tan lejos de la selva
que no podría ver dónde me hallaba,
aunque hacia atrás yo me diera la vuelta,
cuando encontramos un tropel de almas
que andaban junto al dique, y todas ellas
nos miraban cual suele por la noche
mirarse el uno al otro en luna nueva;
y para vernos fruncían las cejas
como hace el sastre viejo con la aguja.
Examinado así por tal familia,
de uno fui conocido, que agarró
mi túnica y gritó: «¡Qué maravilla!»
y yo, al verme cogido por su mano
fijé la vista en su quemado rostro,
para que, aun abrasado, no impidiera,
su reconocimiento a mi memoria;
e inclinando la mía hacia su cara
respondí: «¿Estáis aquí, señor Brunetto?»
«Hijo, no te disguste —me repuso—
si Brunetto Latino deja un rato
a su grupo y contigo se detiene.»
Y yo le dije: «Os lo pido gustoso;
y si queréis que yo, con vos me pare,
lo haré si place a aquel con el que ando.»
«Hijo —repuso—, aquel de este rebaño
que se para, después cien años yace,
sin defenderse cuando el fuego quema.
Camina pues: yo marcharé a tu lado;
y alcanzaré más tarde a mi mesnada,
que va llorando sus eternos males.»
Yo no osaba bajarme del camino
y andar con él; mas gacha la cabeza
tenía como el hombre reverente.
Él comenzó: «¿Qué fortuna o destino
antes de postrer día aquí te trae?
¿y quién es éste que muestra el camino?»
Y yo: «Allá arriba, en la vida serena
—le respondí— me perdí por un valle,
antes de que mi edad fuese perfecta.
Lo dejé atrás ayer por la mañana;
éste se apareció cuando a él volvía,
y me lleva al hogar por esta ruta.»
Y él me repuso: «Si sigues tu estrella
glorioso puerto alcanzarás sin falta,
si de la vida hermosa bien me acuerdo;
y si no hubiese muerto tan temprano,
viendo que el cielo te es tan favorable,
dado te habría ayuda en la tarea.
Mas aquel pueblo ingrato y malicioso
que desciende de Fiesole de antiguo,
y aún tiene en él del monte y del peñasco,
si obras bien ha de hacerse tu contrario:
y es con razón, que entre ásperos serbales
no debe madurar el dulce higo.
Vieja fama en el mundo llama ciegos,
gente es avara, envidiosa y soberbia:
líbrate siempre tú de sus costumbres.
Tanto honor tu fortuna te reserva,
que la una parte y la otra tendrán hambre
de ti; mas lejos pon del chivo el pasto.
Las bestias fiesolanas se apacienten
de ellas mismas, y no toquen la planta,
si alguna surge aún entre su estiércol,
en que reviva la simiente santa
de los romanos que quedaron, cuando
hecho fue el nido de tan gran malicia.»
«Si pudiera cumplirse mi deseo
aún no estaríais vos —le repliqué—
de la humana natura separado;
que en mi mente está fija y aún me apena,
querida y buena, la paterna imagen
vuestra, cuando en el mundo hora tras hora
me enseñabais que el hombre se hace eterno;
y cuánto os lo agradezco, mientras viva,
conviene que en mi lengua se proclame.
Lo que narráis de mi carrera escribo,
para hacerlo glosar, junto a otro texto,
si hasta ella llego, a la mujer que sabe.
Sólo quiero que os sea manifiesto
que, con estar tranquila mi conciencia,
me doy, sea cual sea, a la Fortuna.
No es nuevo a mis oídos tal augurio:
mas la Fortuna hace girar su rueda
como gusta, y el labrador su azada.»
Entonces mi maestro la mejilla
derecha volvió atrás, y me miró;
dijo después: «Bien oye el precavido.»
Pero yo no dejé de hablar por eso
con ser Brunetto, y pregunto quién son
sus compañeros de más alta fama.
Y él me dijo: «Saber de alguno es bueno;
de los demás será mejor que calle,
que a tantos como son el tiempo es corto.
Sabe, en suma, que todos fueron clérigos
y literatos grandes y famosos,
al mundo sucios de un igual pecado.
Prisciano va con esa turba mísera,
y Francesco D'Accorso; y ver con éste,
si de tal tiña tuvieses deseo,
podrás a quien el Siervo de los Siervos
hizo mudar del Arno al Bachiglión,
donde dejó los nervios mal usados.
De otros diría, mas charla y camino
no pueden alargarse, pues ya veo
surgir del arenal un nuevo humo.
Gente viene con la que estar no debo:
mi "Tesoro" te dejo encomendado,
en el que vivo aún, y más no digo.»
Luego se fue, y parecía de aquellos
que el verde lienzo corren en Verona
por el campo; y entre éstos parecía
de los que ganan, no de los que pierden.
Ya estaba donde el resonar se oía
del agua que caía al otro círculo,
como el que hace la abeja en la colmena;
cuando tres sombras juntas se salieron,
corriendo, de una turba que pasaba
bajo la lluvia de la áspera pena.
Hacia nosotros gritando venían:
«Detente quien parece por el traje
ser uno de la patria depravada.»
¡Ah, cuántas llagas vi en aquellos miembros,
viejas y nuevas, de la llama ardidas!
me siento aún dolorido al recordarlo.
A sus gritos mi guía se detuvo;
volvió el rostro hacia mí, y me dijo: « Espera,
pues hay que ser cortés con esta gente.
Y si no fuese por el crudo fuego
que este sitio asaetea, te diría
que te apresures tú mejor que ellos.»
Ellos, al detenernos, reemprendieron
su antiguo verso; y cuando ya llegaron,
hacen un corro de sí aquellos tres,
cual desnudos y untados campeones,
acechando a su presa y su ventaja,
antes de que se enzarcen entre ellos;
y con la cara vuelta, cada uno
me miraba de modo que al contrario
iba el cuello del pie continuamente.
«Si el horror de este suelo movedizo
vuelve nuestras plegarias despreciables
—uno empezó— y la faz negra y quemada,
nuestra fama a tu ánimo suplique
que nos digas quién eres, que los vivos
pies tan seguro en el infierno arrastras.
Éste, de quien me ves pisar las huellas,
aunque desnudo y sin pellejo vaya,
fue de un grado mayor de lo que piensas,
pues nieto fue de la bella Gualdrada;
se llamó Guido Guerra, y en su vida
mucho obró con su espada y con su juicio.
El otro, que tras mí la arena pisa,
es Tegghiaio Aldobrandi, cuya voz
en el mundo debiera agradecerse;
y yo, que en el suplicio voy con ellos,
Jacopo Rusticucci; y fiera esposa
más que otra cosa alguna me condena.»
Si hubiera estado a cubierto del fuego,
me hubiera ido detrás de ellos al punto,
y no creo que al guía le importase;
mas me hubiera abrasado, y de ese modo
venció el miedo al deseo que tenía,
pues de abrazarles yo me hallaba ansioso.
Luego empecé: «No desprecio, mas pena
en mi interior me causa vuestro estado,
y es tanta que no puedo desprenderla,
desde el momento en que mi guía dijo
palabras, por las cuales yo pensaba
que, como sois, se acercaba tal gente.