y cuanto en su remedio necesite,
ayúdale, y consuélame con ello.
Yo, Beatriz, soy quien te hace caminar;
vengo del sitio al que volver deseo;
amor me mueve, amor me lleva a hablarte.
Cuando vuelva a presencia de mi Dueño
le hablaré bien de ti frecuentemente."
Entonces se calló y yo le repuse:
"Oh dama de virtud por quien supera
tan sólo el hombre cuanto se contiene
con bajo el cielo de esfera más pequeña,
de tal modo me agrada lo que mandas,
que obedecer, si fuera ya, es ya tarde;
no tienes más que abrirme tu deseo.
Mas dime la razón que no te impide
descender aquí abajo y a este centro,
desde el lugar al que volver ansías."
"Lo que quieres saber tan por entero,
te diré brevemente —me repuso
por qué razón no temo haber bajado.
Temer se debe sólo a aquellas cosas
que pueden causar algún tipo de daño;
mas a las otras no, pues mal no hacen.
Dios con su gracia me ha hecho de tal modo
que la miseria vuestra no me toca,
ni llama de este incendio me consume.
Una dama gentil hay en el cielo
que compadece a aquel a quien te envío,
mitigando allí arriba el duro juicio.
Ésta llamó a Lucía a su presencia;
y dijo: «necesita tu devoto
ahora de ti, y yo a ti te lo encomiendo».
Lucía, que aborrece el sufrimiento,
se alzó y vino hasta el sitio en que yo estaba,
sentada al par de la antigua Raquel.
Dijo: "Beatriz, de Dios vera alabanza,
cómo no ayudas a quien te amó tanto,
y por ti se apartó de los vulgares?
¿Es que no escuchas su llanto doliente?
¿no ves la muerte que ahora le amenaza
en el torrente al que el mar no supera?"
No hubo en el mundo nadie tan ligero,
buscando el bien o huyendo del peligro,
como yo al escuchar esas palabras.
"Acá bajé desde mi dulce escaño,
confiando en tu discurso virtuoso
que te honra a ti y aquellos que lo oyeron."
Después de que dijera estas palabras
volvió llorando los lucientes ojos,
haciéndome venir aún más aprisa;
y vine a ti como ella lo quería;
te aparté de delante de la fiera,
que alcanzar te impedía el monte bello.
¿Qué pasa pues?, ¿por qué, por qué vacilas?
¿por qué tal cobardía hay en tu pecho?
¿por qué no tienes audacia ni arrojo?
Si en la corte del cielo te apadrinan
tres mujeres tan bienaventuradas,
y mis palabras tanto bien prometen.»
Cual florecillas, que el nocturno hielo
abate y cierra, luego se levantan,
y se abren cuando el sol las ilumina,
así hice yo con mi valor cansado;
y tanto se encendió mi corazón,
que comencé como alguien valeroso:
«!Ah, cuán piadosa aquella que me ayuda!
y tú, cortés, que pronto obedeciste
a quien dijo palabras verdaderas.
El corazón me has puesto tan ansioso
de echar a andar con eso que me has dicho
que he vuelto ya al propósito primero.
Vamos, que mi deseo es como el tuyo.
Sé mi guía, mi jefe, y mi maestro.»
Asi le dije, y luego que echó a andar,
entré por el camino arduo y silvestre.
Por mí se va hasta la ciudad doliente,
por mí se va al eterno sufrimiento,
por mí se va a la fente condenada.
La Juasticia movió a mi Alto Arquitecto.
Hízome la Divina Potestad,
el saber sumo y el amor primero.
Antes de mí no fue cosa creada
sino lo eterno y duro eternamente.
Dejad, los que aquí entráis, toda esperanza.
Estas palabras de color oscuro
vi escritas en lo alto de una puerta;
y yo: «Maestro, es grave su sentido.»
Y, cual persona cauta, él me repuso:
«Debes aquí dejar todo recelo;
debes dar muerte aquí a tu cobardía.
Hemos llegado al sitio que te he dicho
en que verás las gentes doloridas,
que perdieron el bien del intelecto.»
Luego tomó mi mano con la suya
con gesto alegre, que me confortó,
y en las cosas secretas me introdujo.
Allí suspiros, llantos y altos ayes
resonaban al aiire sin estrellas,
y yo me eché a llorar al escucharlo.
Diversas lenguas, hórridas blasfemias,
palabras de dolor, acentos de ira,
roncos gritos al son de manotazos,
un tumulto formaban, el cual gira
siempre en el aiire eternamente oscuro,
como arena al soplar el torbellino.
Con el terror ciñendo mi cabeza
dije: «Maestro, qué es lo que yo escucho,
y quién son éstos que el dolor abate?»
Y él me repuso: «Esta mísera suerte
tienen las tristes almas de esas gentes
que vivieron sin gloria y sin infamia.
Están mezcladas con el coro infame
de ángeles que no se rebelaron,
no por lealtad a Dios, sino a ellos mismos.
Los echa el cielo, porque menos bello
no sea, y el infierno los rechaza,
pues podrían dar gloria a los caídos.»
Y yo: «Maestro, ¿qué les pesa tanto
y provoca lamentos tan amargos?»
Respondió: «Brevemente he de decirlo.
No tienen éstos de muerte esperanza,
y su vida obcecada es tan rastrera,
que envidiosos están de cualquier suerte.
Ya no tiene memoria el mundo de ellos,
compasión y justicia les desdeña;
de ellos no hablemos, sino mira y pasa.»
Y entonces pude ver un estandarte,
que corría girando tan ligero,
que parecía indigno de reposo.
Y venía detrás tan larga fila
de gente, que creído nunca hubiera
que hubiese a tantos la muerte deshecho.
Y tras haber reconocido a alguno,
vi y conocí la sombra del que hizo
por cobardía aquella gran renuncia.
Al punto comprendí, y estuve cierto,
que ésta era la secta de los reos
a Dios y a sus contrarios displacientes.
Los desgraciados, que nunca vivieron,
iban desnudos y azuzados siempre
de moscones y avispas que allí había.
Éstos de sangre el rostro les bañaban,
que, mezclada con llanto, repugnantes
gusanos a sus pies la recogían.
Y luego que a mirar me puse a otros,
vi gentes en la orilla de un gran río
y yo dije: «Maestro, te suplico
que me digas quién son, y qué designio
les hace tan ansiosos de cruzar
como discierno entre la luz escasa.»
Y él repuso: «La cosa he de contarte
cuando hayamos parado nuestros pasos
en la triste ribera de Aqueronte.»
Con los ojos ya bajos de vergüenza,
temiendo molestarle con preguntas
dejé de hablar hasta llegar al río.
Y he aquí que viene en bote hacia nosotros
un viejo cano de cabello antiguo,
gritando: «¡Ay de vosotras, almas pravas!
No esperéis nunca contemplar el cielo;
vengo a llevaros hasta la otra orilla,
a la eterna tiniebla, al hielo, al fuego.
Y tú que aquí te encuentras, alma viva,
aparta de éstos otros ya difuntos.»
Pero viendo que yo no me marchaba,
dijo: «Por otra via y otros puertos
a la playa has de ir, no por aquí;
más leve leño tendrá que llevarte».
Y el guía a él: «Caronte, no te irrites:
así se quiere allí donde se puede
lo que se quiere, y más no me preguntes.»
Las peludas mejillas del barquero
del lívido pantano, cuyos ojos
rodeaban las llamas, se calmaron.
Mas las almas desnudas y contritas,
cambiaron el color y rechinaban,
cuando escucharon las palabras crudas.
Blasfemaban de Dios y de sus padres,
del hombre, el sitio, el tiempo y la simiente
que los sembrara, y de su nacimiento.
Luego se recogieron todas juntas,
llorando fuerte en la orilla malvada
que aguarda a todos los que a Dios no temen.
Carón, demonio, con ojos de fuego,
llamándolos a todos recogía;
da con el remo si alguno se atrasa.
Como en otoño se vuelan las hojas
unas tras otras, hasta que la rama
ve ya en la tierra todos sus despojos,
de este modo de Adán las malas siembras
se arrojan de la orilla de una en una,
a la señal, cual pájaro al reclamo.
Así se fueron por el agua oscura,
y aún antes de que hubieran descendido
ya un nuevo grupo se había formado.
«Hijo mío —cortés dijo el maestro
los que en ira de Dios hallan la muerte
llegan aquí de todos los países:
y están ansiosos de cruzar el río,
pues la justicia santa les empuja,
y así el temor se transforma en deseo.
Aquí no cruza nunca un alma justa,
por lo cual si Carón de ti se enoja,
comprenderás qué cosa significa.»
Y dicho esto, la región oscura
tembló con fuerza tal, que del espanto
la frente de sudor aún se me baña.
La tierra lagrimosa lanzó un viento
que hizo brillar un relámpago rojo
y, venciéndome todos los sentidos,
me caí como el hombre que se duerme.
Rompió el profundo sueño de mi mente
un gran trueno, de modo que cual hombre
que a la fuerza despierta, me repuse;
la vista recobrada volví en torno
ya puesto en pie, mirando fijamente,
pues quería saber en dónde estaba.
En verdad que me hallaba justo al borde
del valle del abismo doloroso,
que atronaba con ayes infinitos.
Oscuro y hondo era y nebuloso,
de modo que, aun mirando fijo al fondo,
no distinguía allí cosa ninguna.
«Descendamos ahora al ciego mundo
—dijo el poeta todo amortecido
:
yo iré primero y tú vendrás detrás.»
Y al darme cuenta yo de su color,
dije: «¿Cómo he de ir si tú te asustas,
y tú a mis dudas sueles dar consuelo?»
Y me dijo: «La angustia de las gentes
que están aquí en el rostro me ha pintado
la lástima que tú piensas que es miedo.
Vamos, que larga ruta nos espera.»
Así me dijo, y así me hizo entrar
al primer cerco que el abismo ciñe.
Allí, según lo que escuchar yo pude,
llanto no había, mas suspiros sólo,
que al aire eterno le hacían temblar.
Lo causaba la pena sin tormento
que sufría una grande muchedumbre
de mujeres, de niños y de hombres.
El buen Maestro a mí: «¿No me preguntas
qué espíritus son estos que estás viendo?
Quiero que sepas, antes de seguir,
que no pecaron: y aunque tengan méritos,
no basta, pues están sin el bautismo,
donde la fe en que crees principio tiene.
Al cristianismo fueron anteriores,
y a Dios debidamente no adoraron:
a éstos tales yo mismo pertenezco.
Por tal defecto, no por otra culpa,
perdidos somos, y es nuestra condena
vivir sin esperanza en el deseo.»
Sentí en el corazón una gran pena,
puesto que gentes de mucho valor
vi que en el limbo estaba suspendidos.
«Dime, maestro, dime, mi señor
yo comencé por querer estar cierto
de aquella fe que vence la ignorancia
:
¿salió alguno de aquí, que por sus méritos
o los de otro, se hiciera luego santo?»
Y éste, que comprendió mi hablar cubierto,
respondió: «Yo era nuevo en este estado,
cuando vi aquí bajar a un poderoso,
coronado con signos de victoria.
Sacó la sombra del padre primero,
y las de Abel, su hijo, y de Noé,
del legista Moisés, el obediente;
del patriarca Abraham, del rey David,
a Israel con sus hijos y su padre,
y con Raquel, por la que tanto hizo,
y de otros muchos; y les hizo santos;
y debes de saber que antes de eso,
ni un esptritu humano se salvaba.»
No dejamos de andar porque él hablase,
mas aún por la selva caminábamos,
la selva, digo, de almas apiñadas
No estábamos aún muy alejados
del sitio en que dormí, cuando vi un fuego,
que al fúnebre hemisferio derrotaba.
Aún nos encontrábamos distantes,
mas no tanto que en parte yo no viese
cuán digna gente estaba en aquel sitio.
«Oh tú que honoras toda ciencia y arte,
éstos ¿quién son, que tal grandeza tienen,
que de todos los otros les separa?»
Y respondió: «Su honrosa nombradía,
que allí en tu mundo sigue resonando
gracia adquiere del cielo y recompensa.»
Entre tanto una voz pude escuchar:
«Honremos al altísimo poeta;
vuelve su sombra, que marchado había.»
Cuando estuvo la voz quieta y callada,
vi cuatro grandes sombras que venían:
ni triste, ni feliz era su rostro.
El buen maestro comenzó a decirme:
«Fíjate en ése con la espada en mano,
que como el jefe va delante de ellos:
Es Homero, el mayor de los poetas;
el satírico Horacio luego viene;
tercero, Ovidio; y último, Lucano.
Y aunque a todos igual que a mí les cuadra
el nombre que sonó en aquella voz,
me hacen honor, y con esto hacen bien.»
Así reunida vi a la escuela bella
de aquel señor del altísimo canto,
que sobre el resto cual águila vuela.
Después de haber hablado un rato entre ellos,
con gesto favorable me miraron:
y mi maestro, en tanto, sonreía.
Y todavía aún más honor me hicieron
porque me condujeron en su hilera,