fuesen en compañía de ese espejo
que lleva la luz arriba y abajo,
verías al Zodiaco enrojecido
girar aún más cercano de las Osas,
si no saliera del camino usado.
Cómo pueda ocurrir, pensarlo puedes
si atentamente observas que Sión
en la tierra se opone a esta montaña;
un horizonte mismo tienen ambas
y hemisferios diversos; y el camino
que mal supiera recorrer Faetonte,
podrás ver cómo en ésta va por uno,
y por aquella por el otro lado,
si lo ves claro con la inteligencia.»
«Cierto maestro —dije— que hasta ahora
no i claro, como lo discierno,
allí donde mi ingenio me faltaba,
que la mitad del cielo que alto gira,
que se llama Ecuador en algún arte,
y entre sol y entre invierno se halla siempre,
por la causa que dices, dista tanto
respecto al Septentrión, cuanto en Judea
lo contemplaban en la parte cálida.
Mas sabría gustoso, si quisieras,
cuánto habremos de andar; pues sube el monte
más de lo que subir pueden mis ojos.»
Y él me dijo: «Este monte es de tal modo,
que siempre pesa al comenzar abajo;
y cuando más se sube, menos daña.
Y así cuando le sientas tan suave,
que te haga caminar ya tan ligero
como nave que empuja la corriente,
habrás llegado al fin de este sendero:
reposar allí espera tu fatiga.
Más no respondo, y esto lo sé cierto.»
Y después de decir estas palabras,
oímos una voz cercana: «¡Acaso
necesites sentarte mucho antes!»
Los dos al escucharle nos volvimos,
y vimos a la izquierda un gran peñasco,
que antes ninguno habíamos notado.
Allí fuimos; y había allí personas
que estaban a la sombra de la piedra
como se pone el hombre por vagancia.
Y uno, que fatigado parecía,
se sentaba abrazando sus rodillas,
con el rostro inclinado puesto entre ellas.
«Oh mi dulce señor —dije— contempla
al que más negligente no verías
si la pereza fuese hermana suya.»
Entonces se volvió, mirando atento,
levantando su rostro de los muslos:
«¡Sube tú, puesto que eres tan valiente!»
Supe quién era entonces, y el cansancio
que aún el aliento un poco me cortaba,
no me impidió acercarme a él; y cuando
estuve al lado, alzó la vista apenas
diciendo: « ¿Has entendido cómo el sol
lleva su carro por el hombro izquierdo?»
Sus gestos perezosos y sus breves
palabras me causaron leve risa;
Después: «Belacqua —dije— no me duelo
ya de ti; pero di, ¿por qué te sientas
aquf precisamente? ¿escolta esperas,
o la antigua costumbre te domina?»
Y él: «De qué sirve, hermano, el ir a arriba,
pues no me dejaría ir al castigo
el ángel del Señor que está en la puerta.
Es necesario que antes gire el cielo
sobre mí tantas veces, cuanto en vida,
pues que dejé para el final el llanto;
si es que antes no me ayuda la oración
de un corazón surgida que esté en gracia:
porque la otra en el cielo no se escucha.»
Y ya delante de mí iba el poeta,
diciendo: «Vamos ven, mira que toca
el sol el meridiano, y en la orilla
cubre el pie de la noche ya Marruecos.»
De esa sombra me había separado,
y seguía los pasos de mi guía,
cuando detrás de mí, su dedo alzando,
una gritó: «iMirad, que no iluminan
los rayos a la izquierda del de abajo,
y cual vivo parece comportarse!»
Volví los ojos al oír aquello,
y los vi que miraban asombrados,
sólo a mí, y a la luz que interceptaba.
«¿Tú ánimo por qué se enreda tanto
—dijo el maestro— que el andar retardas?
¿qué te importa lo que esos cuchichean?
Deja hablar a la gente y ven conmigo:
sé como aquella torre que no tiembla
nunca su cima aunque los vientos soplen;
pues aquel en quien bulle un pensamiento
sobre otro pensamiento, se extravía,
porque el fuego del uno ablanda al otro.»
¿Qué podía decir si no: « Ya voy»?
Díjelo, más cubriéndome el color
que digno de perdón al hombre vuelve.
Mientras tanto a través de la ladera
una gente venía hacia nosotros,
cantando el «Miserere», verso a verso.
Cuando notaron que ocasión no daba
de atravesar los rayos con mi cuerpo,
por un gran «Oh» cambiaron su cantiga;
y dos de ellos, en forma de emisarios,
corrieron hacia mí y me preguntaron:
«Haznos saber de vuestra condición»
Y mi maestro: «Bien podéis marcharos
y a aquellos que os mandaron referirles
que el cuerpo de éste es carne verdadera.
Si al contemplar su sombra se pararon,
como yo creo, baste la respuesta:
hacedle honor, que acaso os aproveche.»
Tan rápidos vapores encendidos
no vi rasgar el cielo en plena noche,
ni las nubes de agosto en el ocaso,
como aquellos a lo alto se volvieron,
y junto a los demás dieron la vuelta,
como un tropel sin freno hacia nosotros.
«Mucha es la gente que a nosotros viene,
y te quieren rogar —dijo el poeta—:
mas sigue andando, y caminando escucha.»
«Oh alma que caminas con aquellos
miembros con que naciste, a ser dichoso,
—se acercaban gritando— aquieta el paso.
Mira si a alguno de nosotros viste,
para que de él allí noticias lleves:
¡Ah!, ¿por qué sigues? ¡Ah!, ¿por qué no paras?
Todos muertos violentamente fuimos,
y hasta el último instante pecadores;
la luz del cielo entonces nos dio juicio
y, arrepentidos, perdonando, fuera
salimos de la vida en paz con Dios,
y el deseo de verle nos aflige.»
Y yo: «Por más que mire vuestros rostros
no os reconozco: mas si deseáis
algo que pueda hacer, buenos espíritus,
decidmelo y lo haré, por esa paz
que, detrás de los pasos de mi guía,
de mundo en mundo buscar se me hace.»
Y uno repuso: «Todos nos fiamos
de tus bondades sin que nos lo jures,
si es que tu voluntad no es impedida.
Por lo que yo que hablé antes que los otros,
te ruego, que si ves esa comarca
que está entre la Romaña y la de Carlos,
que de tus ruegos me hagas cortesía
en Fano, y que por mi bien se suplique,
y las graves ofensas purgar pueda.
Allí nací, mas los profundos huecos
por los que huyó la sangre en que vivía,
en tierras de Antenor me fueron hechos,
donde estar confiaba más seguro:
que lo mandó el de Este, pues me odiaba
más de lo que el derecho lo permite.
Pero si hacia la Mira hubiese huido,
cuando fui sorprendido en Oriaco,
aun estaría donde se respira.
Corrí al pantano, donde cieno y cañas
estorbaron mi paso y me caí;
y vi mi sangre en tierra hacer un lago.»
Luego otro dijo: «¡Ay, así el deseo
se cumpla que te trae a esta montaña,
con piedad bondadosa ayuda al mío!
Yo nací en Montefeltro, soy Bonconte;
Giovanna y los demás no me recuerdan,
y sigo a estos con la frente gacha.»
Y le dije: «¿qué fuerza o qué aventura
de Campaldino te llevó tan lejos
que tu sepulcro nunca se ha encontrado?»
«Oh —me repuso—, al pie del Casentino
un agua corre que se llama Arquiano,
nace en los Apeninos, sobre el Ermo.
Donde su nombre ya no necesita,
llegué con una herida en la garganta,
huyendo a pie y ensangrentando el llano.
Allí perdí la vista, y mi palabra
terminó con el nombre de María,
y allí al caer mi carne quedó sola.
Te diré la verdad y tú a los vivos:
un ángel me cogió, y el del Infierno
gritaba: «Oh tú, el del Cielo, ¿por qué quieres
privarme de él, llevándote lo eterno,
porque una lagrimilla me lo quita?
mas yo tendré el gobierno de lo otro.»
«Bien sabes que en el aire se recoge
el húmedo vapor que se hace agua,
en cuanto sube donde encuentra el frío.
Llegó aquel mal querer, que males busca
con su sabiduría, y humo y viento
movió con el poder de que es dotado.
El valle entonces, cuando cayó el día,
se cubrió desde el monte a Protomagno
de niebla; y todo el cielo se nubló,
y el aire denso convirtióse en agua;
cayó la lluvia, y vino a los barrancos
toda la que la tierra no absorbía;
y como se juntara en torrenteras,
tan veloz en el rfo principal
cayó, que nada pudo retenerla.
Mi cuerpo helado, en donde desemboca
halló al soberbio Arquiano: y éste al Arno
lo arrastró, deshaciendo de mi pecho
la cruz que hiciera del dolor vencido;
me volteó en la orilla y en el fondo,
y me cubrió y ciñó con sus botines.»
«Ay, cuando al mundo regresado hayas,
y descansado de la larga ruta
—siguió un tercer espíritu al segundo—
recuerdame, soy Pía, me hizo Siena,
Maremma me deshizo: bien lo sabe
aquel que, luego de poner su anillo,
con su gema me había desposado.»
Cuando se acaba el juego de la zara,
el perdedor se queda algo mohino
y triste aprende, repitiendo lances;
con el otro se va toda la gente;
cuál va delante, cuál detrás le agarra,
cuál a su lado quiere darle coba;
él no se para y los escucha a todos;
a quien tiende la mano, al fin le suelta;
y así de aquel gentío se ve libre.
Tal entre aquella turba me encontraba,
de aquí y de allá volviéndoles el rostro,
y prometiendo me soltaba de ellos.
Estaba el Aretino, quien del brazo
fiero de Ghin de Tacco halló la muerte,
y el otro que se ahogó yendo de caza.
Suplicaba, tendiéndome las manos,
Federico Novello, y el de Pisa
que hiciera parecer fuerte a Marzucco.
Vi al conde Orso y su alma separada
de su cuerpo por odio y por envidia,
como decia, y no por culpa alguna.
Pier de la Broccia digo; y que provea,
mientras que aún está aquí, la de Brabante
si con peor rebaño andar no quiere.
Cuando ya me libré de todas esas
sombras que suplicaban otras súplicas,
porque su salvación les llegue antes,
yo comencé: « Parece que me niegas
expresamente, oh luz, en algún texto
que aplaque la oración leyes del cielo;
y esta gente por ello sólo ruega:
¿es que vanas son pues sus esperanzas,
o es que no he comprendido bien tu texto?»
Y él me dijo: «Es sencilla mi escritura;
y en esperar ninguno se equivoca,
si con la mente clara bien se mira;
pues la cima del juicio no se allana
porque el fuego de amor cumpla en un punto
lo que satisfacer aquí se espera;
y allí donde hice tal afirmación,
no se enmendaba, por rezar, la culpa,
pues la oración de Dios estaba lejos.
No te fijes en dudas tan profundas
sino tan sólo en lo que diga aquella
que entre mente y la verdad alumbre.
No sé si entiendes: de Beatriz te hablo;
arriba la verás, sobre la cima
de este monte, dichosa y sonriendo.»
Y yo: «Señor, vayamos más aprisa,
que ya no estoy cansado como antes,
y ya veo que el monte arroja sombra.»
« Caminaremos mientras dure el día
—él me repuso— el tiempo que podamos;
mas no es la cosa como la imaginas.
Antes de estar arriba, volverás
a ver aquel que oculta la ladera,
de modo que sus rayos ya no rompes.
Pero mira aquel alma que allá inmóvil,
completamente sola, nos contempla:
el camino más corto ha de mostrarnos.
Nos acercamos: ¡oh ánima lombarda
qué altiva y desdeñosa aparecías,
qué noble y lenta en el mover los ojos!
Ella no nos decía una palabra,
mas nos dejaba andar, sólo mirando
a guisa de león cuando reposa.
Mas Virgilio acercóse a él, pidiendo
que nos mostrase la mejor subida;
pero a su ruego nada respondió,
mas de nuestro país y nuestra vida
nos preguntó; y mi guía comenzaba
«Mantua...» y la sombra, toda en ella absorta,
vino hacia él del sitio en que se hallaba
diciendo: «¡Oh mantuano, soy Sordello,
soy de tu misma tierra!», y se abrazaron.
¡Ah esclava Italia, albergue de dolores,
nave sin timonel en la borrasca,
burdel, no soberana de provincias!
Aquel alma gentil tan prestamente,
sólo al oír el nombre de su tierra,
comenzó a festejar a su paisano,
y en ti ahora sin guerras no se hallan
tus vivos, y se muerden unos a otros,
los que un foso y un muro mismo encierran.
Busca, mísera, en torno de tus costas
tus playas, y después mira en el centro,
si alguna parte en ti de paz disfruta.
¿De qué vale que el freno te pusiera,
Justiniano, si nadie hay en la silla?
Menor fuera sin ése la vergüenza.
Ah gentes que debíais ser devotas,
y consentir al César en su trono,
si aquello que Dios manda comprendieseis,
esa fiera mirad cuán indomable,
por no ser corregida por la espuela,
al poner en las riendas vuestras manos.
¡Oh tú, tedesco Alberto, que la dejas
al verla tan salvaje y tan indómita,
y debiste apretarle los ijares,