La divina comedia (20 page)

Read La divina comedia Online

Authors: Dante Alighieri

Tags: #clásicos

BOOK: La divina comedia
3.04Mb size Format: txt, pdf, ePub

Y yo os juro que, así vuelva yo arriba,

vuestra estirpe honorable no desdora

el precio de la bolsa y de la espada.

Uso y natura así la privilegian,

que aunque el malvado jefe tuerza el mundo,

derecha va y desprecia el mal camino.»

y él: «Marcha pues, que el sol no ha de ocupar

siete veces el lecho que el Carnero

cubre y abarca con sus cuatro patas,

sin que esta opinión tuya tan cortés

claven en tu cabeza con mayores

clavos que las palabras de los otros,

si el transcurrir dispuesto no se para.»

CANTO IX

Del anciano Titón la concubina

emblanquecía en el balcón de oriente,

fuera ya de los brazos de su amigo;

en su frente las gemas relucían

puestas en forma del frío animal

que con la cola a la gente golpea;

la noche, de los pasos con que asciende,

dos llevaba en el sitio en donde estábamos,

y el tercero inclinaba ya las alas;

cuando yo, que de Adán algo conservo,

adormecido me tumbé en la hierba

donde los cinco estábamos sentados.

Cuando a sus tristes layes da comienzo

la golondrina al tiempo de alborada,

acaso recordando el primer llanto,

y nuestra mente, menos del pensar

presa, y más de la carne separada,

casi divina se hace a sus visiones,

creí ver, en un sueño, suspendida

un águila en el cielo, de áureas plumas,

con las alas abiertas y dispuesta

a descender, allí donde a los suyos

dejara abandonados Ganimedes,

arrebatado al sumo consistorio.

¡Acaso caza ésta por costumbre

aquí —pensé—, y acaso de otro sitio

desdeña arrebatar ninguna presa!

Luego me pareció que, tras dar vueltas,

terrible como el rayo descendía,

y que arriba hasta el fuego me llevaba.

Allí me pareció que ambos ardíamos;

y el incendio soñado me quemaba

tanto, que el sueño tuvo que romperse.

No de otro modo se inquietara Aquiles,

volviendo en torno los despiertos ojos

y no sabiendo dónde se encontraba,

cuando su madre de Quirón a Squira

en sus brazos dormido le condujo,

donde después los griegos lo sacaron;

cual yo me sorprendí, cuando del rostro

el sueño se me fue, y me puse pálido,

como hace el hombre al que el espanto hiela.

Sólo estaba a mi lado mi consuelo,

y el sol estaba ya dos horas alto,

y yo la cara al mar tenía vuelta.

«No tengas miedo —mi señor me dijo—;

cálmate, que a buen puerto hemos llegado;

no mengües, mas alarga tu entereza.

Acabas de llegar al Purgatorio:

ve la pendiente que en redor le cierra;

y ve la entrada en donde se interrumpe.

Antes, al alba que precede al día,

cuando tu alma durmiendo se encontraba,

sobre las flores que aquel sitio adornan,

vino una dama, y dijo: «Soy Lucía;

deja que tome a éste que ahora duerme;

así le haré más fácil el camino.»

Sordello se quedó, y las otras formas;

Te cogió y cuando el día clareaba,

vino hacia arriba y yo tras de tus pasos.

Te dejó aquí, mas me mostraron antes

sus bellos ojos esa entrada; y luego

ella y tu sueño a una se marcharon.»

Como un hombre que sale de sus dudas

y que cambia en sosiego sus temores,

después que la verdad ha descubierto,

cambié yo; y como sin preocupaciones

me vio mi guía, por la escarpadura

anduvo, y yo tras él hacia lo alto.

Lector, observarás cómo realzo

mis argumentos, y aún con más arte

si los refuerzo, no te maravilles.

Nos acercamos hasta el mismo sitio

que antes me había parecido roto,

como una brecha que un muro partiera,

vi una puerta, y tres gradas por debajo

para alcanzarla, de colores varios,

y un portero que aún nada había dicho.

Y como yo aún los ojos más abriera,

le vi sentado en la grada más alta,

con tal rostro que no pude mirarlo;

y una espada tenía entre las manos,

que los rayos así nos reflejaba,

que en vano a ella dirigí mi vista.

«Decidme desde allí: ¿Qué deseáis

—él comenzó a decir— ¿y vuestra escolta?

No os vaya a ser dañosa la venida.»

«Una mujer del cielo, que esto sabe,

—le respondió el maestro— nos ha dicho

antes, id por allí, que está la puerta.»

«Y ella bien ha guiado vuestros pasos

—cortésmente el portero nos repuso—:

venid pues y subid los escalones.

Allí subimos; y el primer peldaño

era de mármol blanco y tan pulido,

que en él me espejeé tal como era.

Era el segundo oscuro más que el perso

hecho de piedra áspera y reseca,

agrietado a lo largo y a lo ancho.

El tercero que encima descansaba,

me pareció tan llameante pórfido,

cual la sangre que escapa de las venas.

Encima de éste colocaba el ángel

de Dios, sus plantas, al umbral sentado,

que piedra de diamante parecía.

Por los tres escalones, de buen grado,

el guía me llevó, diciendo: «Pide

humildemente que abran el cerrojo.»

A los pies santos me arrojé devoto;

y pedí que me abrieran compasivos,

mas antes di tres golpes en mi pecho.

Siete P, con la punta de la espada,

en mi frente escribió: «Lavar procura

estas manchas —me dijo— cuando entres.»

La ceniza o la tierra seca eran

del color mismo de sus vestiduras;

y de debajo se sacó dos llaves.

Era de plata una y la otra de oro;

con la blanca y después con la amarilla

algo que me alegró le hizo a la puerta.

«Cuando cualquiera de estas llaves falla,

y no da vueltas en la cerradura

—dijo él— esta entrada no se abre.

Más rica es una; pero la otra, antes

de abrir, requiera más ingenio y arte,

porque es aquella que el nudo desata.

Me las dio Pedro; y díjome que errase

antes en el abrirla que en cerrarla,

mientras la gente en tierra se prosterne.»

Después empujó la puerta sagrada,

diciéndonos: «Entrad, pero os advierto

que vuelve afuera aquel que atrás mirase.»

Y al girar en sus goznes las esquinas

de aquellas sacras puertas, que de fuertes

y sonoros metales están hechas,

no rechinó ni se mostró tan dura

Tarpeya, cuando al bueno de Metelo

la arrebataron, y quedó arruinada.

Yo me volví con el sonar primero,

y Te Deum Laudamus parecía

escucharse en la voz y en dulces sones.

Tal imagen al punto me venía

de lo que oía, como la que suele

cuando cantar con órgano se escucha;

que ahora no, que ahora sí, se entiende el texto.

CANTO X

Y al cruzar el umbral de aquella puerta

que el mal amor del alma hace tan rara,

pues que finge derecho el mal camino,

resonando sentí que la cerraban;

y si la vista hubiese vuelto a ella,

¿con qué excusara falta semejante?

Ascendimos por una piedra hendida,

que se movía de uno y de otro lado

como la ola que huye y se aleja.

«Aquí es preciso usar de la destreza

—dijo mi guía— y que nos acerquemos

aquí y allá del lado que se aparta.»

Y esto nos hizo retardar el paso,

tanto que antes el resto de la luna

volvió a su lecho para cobijarse,

que aquel desfiladero abandonásemos;

mas al estar ya libres y a lo abierto,

donde el monte hacia atrás se replegaba,

cansado yo, y los dos sobre la ruta

inciertos, nos paramos en un sitio

más solo que un camino en el desierto.

Desde el borde que cae sobre el vacío,

al pie del alto farallón que asciende,

tres veces mediría el cuerpo humano;

y hasta donde alcanzaba con los ojos,

por el derecho y el izquierdo lado,

esa cornisa igual me parecía.

Nuestros pies no se habían aún movido

cuando noté que la pared aquella,

que no daba derecho de subida,

era de mármol blanco y adornado

con relieves, que no ya a Policleto,

a la naturaleza vencerían.

El ángel que a la tierra trajo anuncio

de aquella paz llorada tantos años,

que abrió los cielos tras veto tan largo,

tan verdadero se nos presentaba

aquí esculpido en gesto tan suave,

que imagen muda no nos parecía.

Jurado habria que él decía: «¡Ave!»

porque representada estaba aquella

que tiene llave del amor supremo;

e impresas en su gesto estas palabras

"Ecce ancilla Dei", del modo

con que en cera se imprime una figura.

«En un lugar tan sólo no te fijes

—dijo el dulce maestro, que en el lado

donde se tiene el corazón me puso.

Por lo que yo volví la vista, y vi

tras de María, por aquella parte

donde se hallaba quien me dirigía,

otra historia en la roca figurada;

y me acerqué, cruzando ante Virgilio,

para verla mejor ante mis ojos.

Allí en el mismo mármol esculpido

estaban carro y bueyes con el arca

que hace temible el no mandado oficio.

Delante había gente; y toda ella

en siete coros, que mis dos sentidos

uno decía: «No», y otro: «Sí canta.»

Y al igual con el humo del incienso

representado, la nariz y el ojo

entre el no y entre el sí tuvieron pugna.

Ante el bendito vaso daba brincos

el humilde salmista arremangado,

más y menos que rey en ese instante.

Frente a él, figurada en la azotea,

de un gran palacio, Micol se asombraba

como mujer despreciativa y triste.

Moví los pies del sitio en donde estaba,

para ver otra historia más de cerca,

que detrás de Micol resplandecía.

Aquí estaba historiada la alta gloria

del principe romano, a quien Gregorio

hizo por sus virtudes victorioso;

hablo de aquel emperador Trajano;

y de una viuda que cogióle el freno,

de dolor traspasada y de sollozos.

Había en torno a él gran muchedumbre

de caballeros, y las águilas áureas

sobre ellos se movían con el viento.

La pobrecilla entre todos aquellos

parecía decir: «Dame venganza,

señor, de mi hijo muerto, que me aflige.»

Y él que le contestaba: «Aguarda ahora

a mi regreso»; y ella: « Señor mío

—como alguien del dolor impacientado—,

¿y si no vuelves?» y él: «Quien en mi puesto

esté, lo hará»; y ella: « El bien que otro haga

¿qué te importa si el tuyo has olvidado?»

Por lo cual él: «Consuélate; es preciso

que cumpla mi deber antes de irme:

la piedad y justicia me retienen.»

Aquel que nunca ha visto cosas nuevas

fue quien produjo aquel hablar visible,

nuevo a nosotros pues que aquí no se halla.

Mientras yo me gozaba contemplando

los simulacros de humildad tan grande,

más gratos aún de ver por su artesano,

«Por acá vienen, mas con lentos pasos

—murmuraba el poeta— muchas gentes:

éstas podrán llevamos más arriba.»

Mis ojos, que en mirar se complacían

por ver lá novedad que deseaban,

en volverse hacia él no fueron lentos.

Mas no quiero lector desanimarte

de tus buenos propósitos si escuchas

cómo desea Dios cobrar las deudas.

No atiendas a la forma del martirio:

piensa en lo que vendrá; y que en el peor caso,

no irá más lejos de la gran sentencia.

Yo comencé: «Maestro, lo que veo

venir aquí, personas no parecen,

y no sé qué es: turbada está mi vista.»

Y aquel: «La condición abrumadora

de su martirio a tierra les inclina,

y aun mis ojos dudaron al principio.

Mas mira fijamente, y desentraña

quiénes vienen debajo de esas peñas:

podrás verlos a todos doblegados.»

Oh soberbios cristianos, infelices,

que enfermos de la vista de la mente,

la fe ponéis en pasos que atrás vuelven,

¿no comprendéis que somos los gusanos

de quien saldrá la mariposa angélica

que a la justicia sin reparos vuela?

¿de qué se ensorberbecen vuestras almas,

si cual insectos sois defectuosos,

gusanos que no llegan a formarse?

Como por sustentar suelo o tejado,

por ménsulas a veces hay figuras

cuyas rodillas llegan hasta el pecho,

que sin ser de verdad causan angustia

verdadera en aquellos que las miran;

así los vi al mirarles más atento.

Cierto que más o menos contraídas,

según el peso que portando estaban;

y aún aquel más paciente parecía

decir llorando: «Ya no lo resisto.»

CANTO XI

«Oh padre nuestro, que estás en los cielos,

no circunscrito, sino por más grande

amor que a tus primeras obras tienes,

alabados tu nombre y tu potencia

sean de cualquier hombre, como es justo

darle gracias a tu dulce vapor.

De tu reino la paz venga a nosotros,

que nosotros a ella no alcanzarnos,

si no viene, con todo nuestro esfuerzo.

Como por gusto suyo hacen los ángeles,

cantando osanna, a ti los sacrificios,

hagan así gustosos los humanos.

El maná cotidiano danos hoy,

sin el cual por este áspero desierto

quien más quiere avanzar más retrocede.

Y al igual que nosotros las ofensas

perdonamos a todos, sin que mires

el mérito, perdónanos, benigno.

Other books

When Love Calls by Celeste O. Norfleet
Oodles of Poodles by Linda O. Johnston
Hunger of the Wolf by Stephen Marche
The Backward Shadow by Lynne Reid Banks
Bonesetter by Laurence Dahners