La divina comedia (24 page)

Read La divina comedia Online

Authors: Dante Alighieri

Tags: #clásicos

BOOK: La divina comedia
2.23Mb size Format: txt, pdf, ePub

sin amor estuvieron —él me dijo—

o natural o de ánimo; ya sabes.

El natural no se equivoca nunca,

mas puede el otro equivocar su objeto,

porque el vigor o poco o mucho sea.

Mientras que se dirige al bien primero,

y en el segundo él mismo se controla,

no puede ser razón de mal deleite;

mas cuando al mal se tuerce, o con cuidado

más o menos al bien de lo que debe,

contra el Autor se vuelven sus acciones.

Entenderás por ello que el amor

es semilla de todas las virtudes

y de todos los actos condenables.

Ahora bien, como nunca de la dicha

de su sujeto amor la vista aparta,

del propio odio las cosas están libres;

y como dividido no se entiende,

ni por sí mismo, a nadie del Principio,

odiar a aquel ninguno puede hacerlo.

Resta, si bien divido, que se ama

el mal del prójimo; y que dicho amor

de vuestro fango nace en tres maneras:

Quién, suprimido su vecino, aguarda

elevarse, y por esto sólo quiere

que derriben a aquel de su grandeza;

quién que el poder, la gracia, honor y fama

teme perder porque otro le supere,

y se entristece y quiere lo contrario;

y hay quien por las injurias se enfurece,

de la venganza se hace deseoso,

y necesita urdir el mal ajeno.

Este triforme amor aquí debajo

se llora; y ahora quiero que conozcas,

el que corre hacia el bien corruptamente.

Todos confusamente un bien seguimos

donde se aquiete el ánimo, y lo ansiamos;

y por lograrlo combatimos todos.

Si lento es ese amor en dirigirse

o en conquistar a Aquel, esta cornisa,

tras justo arrepentirse, le atormenta.

Hay otro bien que hace infeliz al hombre;

no es la felicidad, la buena esencia,

que es el fruto y raíz de todo bien.

El amor que a este bien se ha abandonado,

sobre nosotros se purga en tres círculos;

mas cómo tripartito se organiza,

para que tú lo encuentres, me lo callo.

CANTO XVIII

Había terminado sus razones

mi alto doctor, mirando atentamente

si en mis ojos mostraba mi contento;

y yo, a quien nueva sed atormentaba,

callaba, mas por dentro me decía:

«mi preguntar acaso le molesta».

Mas el padre veraz, que se dio cuenta

del medroso deseo que ocultaba

sin hablar, me alentó a que preguntase.

Y yo: «Maestro, mi visión se aviva

tanto en tu luz, que ya distingo claro

lo que tu ciencia abarca o me describe:

Y así te pido, caro y dulce padre,

me expliques ese Amor al que reduces

cualquiera bien obrar o su contrario.»

«Dirige —dijo— a mí las claras luces

del intelecto, y el error verás

de los ciegos que en guía se convierten.

El alma, que a amar presta fue creada,

se mueve a cualquier cosa que le place,

tan pronto del placer es puesta en acto.

La percepción, de seres verdaderos

saca la imagen que despliega dentro,

e impulsa al alma a que se vuelva a ésta;

y si, vuelta hacia ella, se doblega,

Amor se llama ese doblegarniento,

que por gozar de nuevo entra en vosotros.

Y, como el fuego a lo alto se dirige,

porque su forma a subir fue creada

donde más se conserva en su materia,

presa el alma se entrega así al deseo,

impulso espiritual, y no reposa

hasta que goza de la cosa amada.

Ahora comprenderás cuánto está oculta

esta verdad a la gente que dice

que todo amor sea loable cosa;

porque acaso parece su materia

que es siempre buena, mas no todo sello

es bueno aunque la cera sea buena.»

«Con tus palabras y mi ingenio atento

—le respondí— ya sé qué es el amor,

pero esto de otras dudas me ha llenado;

pues si el amor se ofrece desde fuera,

y el alma no procede de otro modo,

no es mérito si va torcida o recta. »

«Cuanto ve la razón puedo decirte

—dijo—; si quieres más, aguarda entonces

a Beatriz, pues que de fe es materia.

Cualquiera fortna sustancial, que aparte

de la materia está, y está a ella unida,

una específica virtud contiene,

la cual no es perceptible sino obrando,

ni se demuestra más que por efectos,

cual la vida en las plantas por sus frondas

Mas de dónde nos vengan las primeras

nociones a la mente, lo ignorarnos,

y del primer apetecer las causas,

que en vosotros están, como en la abeja

el arte de hacer miel; y este deseo

no merece desprecio ni alabanza.

Mas porque a éste aún otros se añaden,

innata os es la virtud que aconseja,

y el umbral guarda del consentimiento.

Este es pues el principio del que parte

en vosotros el mérito, según

que buen o mal amor tome o desdeñe.

Los que al fondo llegaron razonando,

se dieron cuenta de esta libertad;

y al mundo le dejaron sus morales.

Aun suponiendo que obligadamente

surja el amor que dentro se os encienda,

la potestad tenéis de refrenarlo.

A esta noble virtud Beatriz la llama

libre albedrío, y procurar debieras

recordarlo por si ella te habla de esto.»

La luna, casi a media noche tarda,

más raras las estrellas nos hacía,

como un caldero ardiendo por completo;

corriendo por el cielo los caminos

que el sol inflama cuando los de Roma

lo ven caer entre Corsos y Sardos.

Y la sombra gentil, por quien a Piétola

más que a la propia Mantua se celebra

me había liberado de mi peso;

y yo, que la razón abierta y llana

tenía ya después de mis preguntas,

divagaba cual hombre adormilado;

mas fue esta soñolencia interrumpida

súbitamente por gentes que a espaldas

nuestras, hacia nosotros caminaban.

Como el Ismeno y el Asopo vieron

furia y turbas de noche en sus orillas,

cuando a Baco imploraban los tebanos,

así por aquel círculo avanzaban,

por lo que pude ver, quienes venían

del buen querer y justo amor llevados.

Enseguida llegaron, pues corriendo

aquella magna turba se movía,

y dos gritaban llorando delante:

«Corrió María apresurada al monte;

y para sojuzgar Lérida César,

tocó en Marsella y luego corrió a España.»

«Raudo, raudo, que el tiempo no se pierda

por poco amor —gritaban los demás—;

que el arte de obrar bien torne la gracia.»

«Oh gente a quien fervor agudo ahora

compensa neglilgencia o dilaciones

que por tibieza en bien obrar pusisteis,

éste que vive, y cierto no os engaño,

en cuanto luzca el sol quiere ir arriba;

decidnos pues dónde hay una abertura.»

Estas palabras díjolas mi guía;

y uno de estos espíritus: «Seguidnos

detrás —nos dijo— y hallaréis el paso.

De movernos estamos tan ansiosos

que parar no podemos; tú perdona

si la justicia te es descortesía.

Yo fui abad de San Zeno de Verona

bajo el imperio del buen Barbarroja,

del cual doliente aún Milán se acuerda.

Y hay alguno con un pie ya en la fosa,

que pronto llorará aquel monasterio,

y triste se hallará de haber mandado;

porque a su hijo, mal del cuerpo entero,

y peor de la mente, y malnacido,

ha puesto en vez de su pastor legal.»

Ignoro si calló o si más nos dijo,

tan lejos se encontraba de nosotros;

esto escuché y me agrada el recordarlo.

Y aquel que en todo trance me ayudaba

dijo: «Vuélvete aquí y mira esos dos

que vienen dando muerdos a la acidia.»

Detrás todos decían: «Antes muerto

estuvo el pueblo a quien el mar se abriera,

de que el Jordán su descendencia viese.

Y aquellos que la suerte no sufrieron

del vástago de Anquises hasta el fin,

a una vida sin gloria se ofrecieron.»

Luego cuando esas sombras tan lejanas

estaban, que ya verse no podían,

se me introdujo un nuevo pensanmiento,

del que nacieron otros y diversos;

y tanto de uno en otro divagaba,

que por divagación cerré los ojos,

y en sueño convertí mi pensamiento.

CANTO XIX

Cuando el calor diurno no consigue

hacer ya tibio el frío de la luna,

por la tierra vencido y por Saturno,

—que es cuando los geomantes la Fortuna

Mayor ven en oriente antes del alba,

surgir por vía oscura poco tiempo—

me llegó en sueños una tartamuda,

bizca en los ojos, y en los pies torcida,

descolorida y con las manos mancas.

Yo la miraba; y como el sol conforta

los fríos miembros que la noche oprime,

así mi vista le volvía suelta

la lengua, y bien derecha la ponía

al poco, y su semblante desmayado,

como quiere el amor, coloreaba.

Después de haberse en el hablar soltado,

a cantar comenzó, tal que con pena

habría de ella apartado mi mente.

«Yo soy —cantaba— la dulce sirena,

que en la mar enloquece a los marinos;

tan grande es el placer que da el oírme.

Yo aparté a Ulises de su incierta ruta

con mi cantar; y quien se me habitúa,

raramente me deja: ¡Así lo atraigo!»

Aún no se había cerrado su boca,

cuando yo vi una dama santa y presta

al lado de mí para confundirla.

«Oh, Virgilio, Virgilio, ¿quién es ésta?»

—fieramente decía—; y él llegaba

en la honesta fijándose tan sólo.

Cogió a la otra, y le abrió por delante,

rasgándole el traje, y mostrándole el vientre;

me despertó el hedor que desprendía.

Miré, y el buen maestro: «¡Al menos tres

voces te he dado! —dijo—, ven, levanta;

hallaremos la entrada para que entres.»

Me levanté, y estaban ya colmados

de pleno día el monte y sus recintos;

con sol nuevo a la espalda caminábamos.

Siguiéndole, llevaba la cabeza

tal quien de pensanúentos va cargado,

que hace de sí un medio arco de puente;

Cuando escuché «Venid, aquí se cruza»

dicho de un modo suave y benigno,

que no se escucha en esta mortal marca.

Con alas, que de cisne parecían,

arriba nos condujo quien hablaba

entre dos caras del duro macizo.

Movió luego las plumas dando aire,

Qui lugent afirmando ser dichosos,

pues tendrán dueña el alma del consuelo.

«¿Qué tienes que a la tierra sólo miras?»

mi guía comenzó a decirme, apenas

sobrepasados fuimos por el ángel.

Y yo: «Me hace marchar con tantas dudas

esa nueva visión, que a ella me inclina,

y no puedo apartar del pensamiento.»

«Has visto —dijo— aquella antigua bruja

por quien se llora encima de nosotros;

y cómo de ella el hombre se libera.

Bástete así, y camina más aprisa;

vuelve la vista al reclamo que mueve

el rey eterno con las grandes ruedas.»

Cual primero el halcón sus patas mira,

y luego vuelve al grito, y se apresura

por afán de la presa que le llama,

así hice yo; y así, cuanto se parte

la roca por dar paso a aquel que sube,

anduve hasta llegar donde se cruza.

Cuando en el quinto círculo hube entrado,

vi por aquel a gentes que lloraban,

tumbados en la tierra boca abajo.

Adhaesit pavimento anima mea'

oí decir con tan altos suspiros,

que apenas se entendían las palabras.

«Oh elegidos de Dios, cuyos sufrires

justicia y esperanza hacen más blandos,

hacia la alta subida dirigirnos.»

«Si venís de yacer aquí librados,

y queréis pronto hallar vuestro camino,

llevad siempre por fuera la derecha.»

Así rogó el poeta, y contestado

fue así poco delante de nosotros; y yo

descubrí en el hablar a un escondido;

y a los de mi sefíor volví los ojos:

él asintió con ceño placentero,

a aquello que mi vista le pedía.

Luego que pude hacer lo que gustaba,

me puse sobre aquella criatura,

cuyas palabras mi atención movieron,

«Alma —diciendo— en cuyo llanto eso

que no puede volver a Dios madura,

deja un poco por mí el mayor cuidado.

¿Quién fuisteis, y por qué vuelta la espalda

tenéis arriba.P ¿Quieres que te pida

algo de allí de donde vengo vivo?»

Y él me dijo: «El porqué nuestras espaldas

vuelve el cielo hacia sí, sabrás; mas antes

scías quod ego fui succesor Petri

Entre Siestri y Chiavani va corriendo

un río hermoso, y en su nombre tiene

el título mi estirpe más preciado.

Cómo pesa el gran manto a quien lo guarda

del fango, provee un mes y poco más;

plumas parecen todas otras cargas.

Mi conversión tardía fue, ¡Ay de mí!;

pero cuando elegido fui romano

pastor, vi que la vida era mentira.

Vi que allí el corazón no se aquietaba,

ni subir más podía en esa vida;

por lo cual me encendí de amor por ésta.

Hasta aquel punto, mísera, apartada

de Dios estuvo mi alma avariciosa;

y, como ves, aquí estoy castigado.

Lo que hace la avaricia, se declara

en la purga del alma convertida;

no hay en el monte más amarga pena.

Y como nuestros ojos no pusimos

en alto, fijos sólo en lo terreno,

la justicia en la tierra aquí los clava.

Other books

A Dangerous Deceit by Marjorie Eccles
Lost Girls by Claude Lalumiere
Angel Kiss by Laura Jane Cassidy
Misterioso by Arne Dahl, Tiina Nunnally
Outlaw Country by Davida Lynn
Undead and Unappreciated by MaryJanice Davidson
Susanna Fraser by A Dream Defiant
Concrete Evidence by Conrad Jones