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Authors: Arto Paasilinna

La dulce envenenadora (3 page)

BOOK: La dulce envenenadora
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A Linnea siempre le había horrorizado la política. Le parecía inútil que se siguiera machacando, décadas más tarde, sobre la hermandad de armas entre finlandeses y alemanes.

Pero qué alegría la de aquellas fiestas, eso sí que lo recordaba. A veces se divertían disparando contra los farolillos de papel que colgaban del techo del cenador, se vaciaban decenas de botellas de vino… La diversión podía durar varios días sin descanso y luego se pasaban otros tantos tumbados a la bartola, sin hacer nada, hasta que no quedaba más remedio que volver al trabajo. Y sin embargo, nadie berreaba como aquellos golfos lo estaban haciendo en su sauna, o bueno, sí…, también en aquellos tiempos los oficiales se caracterizaban por sus fuertes voces, pero nunca se les hubiera podido acusar de dar semejantes aullidos.

Desde luego era natural que cualquier sargento chusquero se pusiera a hacer ordinarieces tras haberse tomado un par de copas, pero un oficial, aun en el caso de haberse pasado varios días bebiendo sin parar, como mucho sólo rugía un poco.

Mientras, en la sauna, Kauko y sus amigos continuaban cociéndose y bebiendo como cosacos. Hacía rato que se había apagado el fuego de la estufa, pero los muy tontos seguían echando agua sin parar sobre las piedras, que ya estaban frías. Tan borrachos estaban, que ni siquiera se daban cuenta, y, con el cigarrillo entre los labios y una botella de aguardiente en el banco, a ras del suelo, se azotaban las espaldas unos a otros con unas ramas de abedul que ya hacía rato que habían perdido sus hojas, todo ello sin cesar de alabar la calidad de los vapores de la sauna de Linnea. De vez en cuando, salían al jardín a refrescarse.

En el crepúsculo de la medianoche, los tres golfantes se pusieron sentimentales. Kauko empezó a ensalzar a su tía Linnea, qué abuelita tan excepcional… Reconoció que nunca en la vida hubiese tenido la oportunidad de salir adelante, ni siquiera de llegar hasta donde estaba, de no haber sido por la vieja. Les confesó que esa admirable mujer le había consentido desde su niñez, porque su propia madre era…, bueno…, era como era. Linnea le había cuidado como si se tratase de su propio hijo, al fin y al cabo ella no había tenido hijos con el coronel, es decir, con su tío, con Ravaska, vamos. Más tarde, al morir su madre, también pudo contar con Linnea. Cada verano sacaba a Kake del orfanato y se lo llevaba de vacaciones a su casa, le daba bien de comer y le compraba ropa y lo que hiciera falta.

—Cuando pienso que incluso venía a verme al reformatorio y me traía siempre toda clase de golosinas —les contó Kake, conmovido—. Y luego, la primera vez que me metieron en la cárcel, me mandaba paquetes y dinero. Creedme, colegas, ni en sueños os podríais tropezar con una tía como ella.

Y a continuación se puso a contarles una batallita de hacía diez años. Por equivocación se había visto envuelto en un asuntillo que había terminado muy mal, nada había salido como era de esperar, y la cosa fue así…

Sus colegas le interrumpieron al unísono, diciéndole: «Valeee, valeee, que ya nos lo sabemos», porque estaban hartos de oírle contar a Kake el mismo cuento siempre que iba cocido. La chapuza en cuestión había comenzado siendo una malversación de fondos, pero a medio camino se había convertido en un atraco a mano armada, un fiasco a todos los niveles. Al parecer, una tarde, después de la hora de cierre, Kake había perdido los nervios en la oficina de cierta empresa, y, tras dar una paliza de muerte a dos personas, se había largado con un botín de unos cuantos miles de marcos.

Nyyssönen rectificó: se había llevado más de veinte mil marcos y tampoco era que les hubiese hecho tanta pupa a la secretaria y al jefecillo que se habían quedado a hacer horas extras… Los muy guarrillos se habían quedado a adelantar trabajo echando un polvete y ahí fue cuando a él lo pillaron en plena movida, y él a ellos, así que más les hubiese valido quedarse calladitos, al menos en principio, pero no fue así… Y es que la gente es mezquina, sobre todo cuando se creen que son alguien.

Con aquel dinero, Kake se había pegado la gran vida en Estocolmo y Copenhague, sin guardar ningún recuerdo a posteriori; sólo gracias a unos billetes de barco y las cuentas de varias tabernas que encontró en sus bolsillos pudo deducir por dónde había andado. De alguna manera, consiguió arrastrarse de vuelta a Helsinki, tembloroso y azulado por la resaca. El único lugar seguro con el que podía contar era el piso de Linnea de la calle Calonius, en Töölö, bastante majo, por cierto, lleno de toda clase de cachivaches antiguos, cuadros y enormes butacones de orejas, cortinas de encaje, e incluso en un rincón del recibidor, una estatua de cuerpo entero en yeso del mariscal Mannerheim, de la época de la Rebelión, en Tampere, seguramente, con unos prismáticos colgándole sobre la panza y su gorro blanco de piel cubriéndole la cabeza.

Entretanto, las víctimas del caso ya habían identificado a Nyyssönen y se habían puesto en contacto con Linnea. Las indemnizaciones que pedían eran de escándalo y, encima, habían amenazado a la vieja con acudir a la policía…; semejante bulla por unos cuantos cardenales… Para no creérselo, vamos…

Los dos amigos conocían muy bien el final de la historia: Linnea Ravaska acudió una vez más a sacarle las castañas del fuego a su sobrino, que se arriesgaba a ser condenado a varios años de prisión, y para ello había llegado a un acuerdo para pagar una buena suma de dinero a los demandantes. Kake le prometió que le devolvería el dinero y hasta le firmó un pagaré, de modo que a Linnea no le quedó más remedio que vender su piso de la calle Calonius —dos habitaciones, salón y cocina que con las prisas tuvo que malbaratar— y el asunto quedó así arreglado, no se habló más. Linnea se compró la humilde casita de Harmisto, en Siuntio, a la que se mudó en espera de que Kauko le devolviese el préstamo. Linnea había desembolsado más de cien mil marcos, una suma tan enorme en aquellos tiempos, que a Nyyssönen ni siquiera se le había pasado por la cabeza la posibilidad de devolvérsela.

La coronela había intentado, en varias ocasiones, recuperar su dinero. Se acogió a la palabra dada por el muchacho y al pagaré que éste le había firmado, exigió y se quejó, sin obtener resultado alguno. Kake se negaba a buscar un empleo, eso no iba con él, ¿y cómo iba a apañarselas para sacar cientos de miles de marcos haciendo cualquier trabajo de mierda? ¿Acaso la vieja había perdido todo sentido de la realidad?

Finalmente Linnea le amenazó, agitando el documento ante sus narices, con dejar el pagaré en manos de las autoridades para que éstas se hiciesen cargo de su cobro, pero ni eso resultó. Kake le explicó que no tenía nada que le pudiesen embargar y que, además, ella misma estaba involucrada en aquella historia, dado que había sobornado a las víctimas del crimen para que guardasen silencio. Y, a fin de cuentas, ¿por qué meter tanta bulla por semejante papelucho, si en un momento dado lo podía romper en mil pedazos y metérselo a ella por el culo? Kake le arrebató el documento de las manos y lo rompió, pero al menos no cumplió la última parte de sus amenazas. Entre lágrimas, Linnea barrió los pedacitos del pagaré que habían ido a parar al suelo, los juntó en el recogedor y los quemó en el hornillo de la cocina. Había llovido mucho desde entonces.

Después de todo aquello, la anciana había perdido toda confianza en el sobrino de su difunto marido y su amor por él. Las relaciones entre ellos eran tensas, pero eso no molestaba a Kake Nyyssönen. En realidad, le resultaba más práctico que la vieja se hubiese mudado de Töölö a Siuntio, porque, llegado el momento y en caso de necesidad, le podía venir mejor ocultarse de la policía en el campo que en Töölö, donde su cara era bien conocida. Dichas circunstancias se daban de vez en cuando y entonces las autoridades lo buscaban para interrogarlo y llevarlo ante la justicia. Pero en el granero del viejo establo de Harmisto, sobre todo en época veraniega, uno podía pasarse varias semanas a la bartola sin peligro de ser detenido. Y, además, era de lo más agradable venir de excursión al campo para refrescarse con sus camaradas, aunque fuera por el simple gusto de hacerlo, como era ahora el caso. ¿O qué pensaban ellos, acaso no era maravilloso poder aprovechar el verano finlandés, con una buena sauna y un poco de aguardiente?

Linnea Ravaska miraba por la ventana con una expresión de odio en sus ojos. Aquellos monstruos se estaban revolcando en su sauna y por el jardín en pelotas, uno de ellos había vomitado en el sendero, otro estaba meando en un rincón. La silueta rota y blanquecina de Kauko Nyyssönen, con aquel barrigón, se tambaleaba por el jardín con un aspecto asqueroso que le repugnaba y atemorizaba.

¿Cómo era posible que aquel fuese el mismo cuerpo que ella había envuelto en una mantita y mecido en sus brazos siendo un bebé, el mismo al que le había cambiado los pantaloncitos y limpiado la caca amarillenta de los pañales? Kauko era tan distinto de niño…, tan hermoso…, cuando la miraba a los ojos y la llamaba abuela…, aunque eso aún lo seguía haciendo. Le daban arcadas sólo de pensarlo.

Linnea pensó que, de vivir aún su marido, el reinado del terror de ese borrachuzo desgraciado de su sobrino se hubiese acabado antes de comenzar. El coronel Ravaska había sido un hombre con mucho genio, sobre todo cuando bebía. Linnea estaba segura de que hubiese sacado su pistola de reglamento y arrastrado a Kauko hasta detrás de la sauna, para acabar con aquel sinvergüenza allí mismo, como si fuera un perro.

Capítulo 4

Por regla general, antes se acaba el discernimiento que el aguardiente.

En virtud de esta ley de la naturaleza, los huéspedes de la coronela Ravaska se dieron cuenta, bien entrada la madrugada, de que ya habían festejado de sobra entre hombres sin la compañía y la solicitud del otro sexo; Linnea, vista su edad, no contaba. En el entusiasmo general decidieron por unanimidad partir en busca de la indispensable compañía femenina y —más indispensable aún— de alcohol.

Se pusieron a buscar la ropa que se habían quitado por la tarde y, después de encontrar una parte, se vistieron como Dios les dio a entender. Luego el trío avanzó tambaleante por el sendero del pozo hasta el jardín, apoyándose los unos contra los otros. Por fin llegaron al coche robado y se dejaron caer en él, cerrando las puertas de golpe y berreando amenazadoramente.

El rugido del motor despertó a Linnea Ravaska, que dio un respingo y se levantó a mirar por la ventana, justo a tiempo de ver cómo el coche rojo enfilaba velozmente el estrecho camino de grava que llevaba al pueblo. Los álamos que crecían a la orilla del camino siguieron temblando y susurrando mucho después de que el ruido del coche dejara de oírse. La anciana esperaba de todo corazón que el trío hubiese decidido regresar a Helsinki. Salió y llamó al gato, que sólo entonces se decidió a salir de debajo del establo; lo cogió en brazos y caminando por la hierba impregnada de rocío, se acercó despacito a la sauna para comprobar si sus huéspedes se habían marchado de una vez por todas.

Allí le esperaba una triste decepción. El desorden era inmundo: la sala de vapor estaba cubierta de arriba abajo de hojas y ramas de abedul, el caldero de la sauna no tenía la tapadera, había paquetes de tabaco vacíos y botellas de aguardiente rotas por todo el suelo y los bancos, así como una vela derretida sobre las piedras de la estufa y vómito en el desagüe.

En el vestidor quedaban algunas prendas masculinas, lo cual indicaba que su marcha brusca y precipitada era sólo provisional y que Kauko y sus compinches tenían intención de volver para continuar la juerga.

La expedición matinal de aprovisionamiento de aguardiente y mujeres llegó hasta las vastas regiones del oeste de Uusimaa: la primera etapa fue Nummela, en el distrito de Vihti, pero no se atrevieron a quedarse, porque llevaban tal borrachera, que no hubiesen sido capaces de bajar del coche sin acabar de bruces en la acera. Así que, intentando evitar los lugares concurridos, pasaron de largo la ciudad de Lohja y se dirigieron hacia Hanko. Al llegar a Virkkala, dieron una vuelta de reconocimiento por la isla de Lohja en busca de aguardiente y compañía femenina. Pero al no obtener la respuesta deseada de los habitantes dormidos, derribaron unos cuantos metros de vallas y mearon en algún que otro buzón.

La gasolina empezaba a escasear, pero no podían repostar en ninguna gasolinera de servicio nocturno, ya que el encargado habría sido capaz de alertar a la policía al ver lo cocidos que iban. Por suerte al oeste de Uusimaa aún quedaban gasolineras que cerraban por la noche y en las cercanías de Karkkila apareció una de ellas, justo en el último momento.

Atravesaron con valentía la puerta de cristal, destrozaron la caja registradora, echaron en una bolsa de plástico todas las cervezas y los bocadillos que había en el frigorífico del bar. Luego llenaron el depósito de gasolina en la bomba de mano, cuyo ridículo candado habían hecho saltar con una barra de hierro que encontraron en el taller de reparaciones. Todo en cuestión de un instante.

«La mezcla de gasolina hace un poco de humo, pero al menos el motor no se gripa cuando se le mete un pelín más de caña», se felicitaron los invitados de la coronela Linnea Ravaska. Una vez lleno el depósito, metieron las bolsas en el coche y retomaron la carretera.

Mejor no perder el tiempo. Se habían cargado al pastor alemán que el dueño de la gasolinera había dejado de guardia en el lugar. Pera le había espachurrado la cabeza con un gato y Jari le había cortado de un tajo la cola con su navaja. Tras recorrer unos cinco kilómetros, pararon en una cantera de arena a echarse unos tragos de cerveza fría y comerse los bocadillos. En algún lugar cantaba un chotacabras, la atmósfera parecía mágica. Al pie de la cantera, Pera se encontró un rollo de alambre oxidado y con el ató la cola del perro a la antena del coche. Era una visión magnífica, la del rabo del animal. Se agitaba al viento cual peludo estandarte de la fuerza y la libertad.

En el viaje de regreso, por pura diversión y en nombre de la ecología, la emprendieron con un destripaterrones madrugador que estaba fumigando sus sembrados con un pesticida venenoso. Sacaron a rastras al viejo de la cabina del tractor y le zurraron hasta que quedó inconsciente en el suelo. En un arranque de piedad, le metieron dos latas de cerveza en el mono de trabajo para endulzar su despertar.

También se ocuparon de llevar el tractor hasta el bosque, lo bastante lejos de la granja para que nadie los oyera, y allí lo dejaron, después de destrozar los faros, con el motor en marcha.

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