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Authors: John C. Wright

Tags: #Ciencia-Ficción

La Edad De Oro (43 page)

BOOK: La Edad De Oro
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Se dieron la mano.

—Me gustaría decir adiós a Radamanto, padre.

Helión asintió. Se acercó a la puerta. La puerta se abrió, admitiendo luz y sonido, y se cerró cuando Helión la traspuso. El mundo pareció perder luz y delicadeza. Faetón se sintió solo.

Faetón giró. El mayordomo obeso ya no estaba. En cambio, había un pingüino rey en la alfombra, moviendo su peso de un pie palmeado al otro.

—Perdóname, Radamanto —dijo Faetón—, pero para tratarse de una inteligencia que presuntamente es más rápida y más grande de lo que puede imaginar una mente humana, pareces bastante… tonto.

—Cuanto más listos nos volvemos, más vemos la irónica tontería que hay en el núcleo de todas las tragedias de la vida. ¿Te parezco grotesco? ¡La Mente Terráquea es totalmente lunática! Y tú, Faetón, eres muy inteligente, pero hoy también cometiste algunas tonterías.

—¿Crees que no debí abrir la caja?

—Por cierto no lo esperaba. Pero ya que lo has hecho, ¿por qué no le explicaste a Helión el motivo? Sin importar si el recuerdo es verdadero o falso, lo cierto es que recuerdas el ataque de un enemigo externo de la Ecumene Dorada, y crees que tiene sofotecnología comparable con la nuestra.

—Atkins me pidió que no lo hiciera. Dijo que podía alertar al enemigo sobre los avances de su investigación. Pensaba que podían haber infiltrado nuestra Mentalidad. Y la Mente Terráquea me dijo que era mi deber moral, aunque no pudiera obligarme a guardar silencio sobre un enemigo externo.

—Pero es una tontería. Este enemigo tuyo (si en verdad fuiste atacado) sin duda lo sabe. Si dices que fuiste atacado, no revelas al enemigo nada que no sepa que sabes. Quizá los Exhortadores sean menos rigurosos si saben por qué abriste la caja.

Faetón miró al pingüino un instante.

—¿Estoy en lo correcto…? —preguntó lentamente.

—Sí.

Faetón pestañeó sorprendido.

—¿Qué? ¿Sólo sí? ¿Un sí sin rodeos? ¿Ningún razonamiento complejo, ningún acertijo, ninguna perorata filosófica?

—Sí. Tienes razón. Es obvio. Los Exhortadores lo saben. Helión lo sabe. Todos lo saben.

—Pero dicen lo contrario. Dicen que yo iniciaré una guerra. ¿Acaso yo no debería escuchar…?

—Escucha, sí, pero piensa. Mientras la humanidad viva, en cualesquiera formas traiga el futuro, debe crecer. Para que crezca una civilización tan grande y poderosa como la nuestra, se requiere energía, más de la que puede brindar una sola estrella. El coste de arrastrar otras estrellas hacia nosotros es tanto, mayor que el coste de ir a esas estrellas, que resulta absurdo. Más que absurdo. Tonto.

—Pero…

—Es verdad que esa expansión aumenta el riesgo de guerra y violencia. Pero la cuestión no es si existe o no ese riesgo. La cuestión es si los riesgos posibles compensan las ganancias potenciales.

—¿Los sofotecs no fuisteis construidos para resolver nuestros problemas? ¿Para reducir los riesgos?

—Para resolver problemas, sí. Pero no intentamos reducir los riesgos. Vivir es correr riesgos. Las aves aceptan riesgos, y las abejas, e incluso las pulgas. De lo contrario mueren.

—¿Y las máquinas? Vosotras no estáis vivas.

—Pamplinas. Estoy tan vivo como tú. Tengo consciencia de mí; hago juicios de valor; hay cosas que prefiero y cosas que no prefiero. Hay cosas que amo. Sí, que amo. Ésa es la prueba de que vivo, no la respiración, la copulación y la masticación.

—¿Amor? ¿Estás enamorado de Estrella Vespertina o algo parecido?

—Mi amante es la filosofía. Mi amor no es erótico, o no sólo erótico. Es un complejo de pensamientos para los cuales no tenéis palabras: piensa en ello como un amor abstracto y divino, más íntimo y completo del que vosotros podéis conocer, aplicado simultáneamente a todos los objetos abstractos y concretos de pensamiento y percepción. Es doloroso y estimulante. Y sí, corro riesgos, y la Mente Terráquea acepta riesgos enormes, mucho mayores de lo que imaginas. Pero, para responder a tu pregunta, nunca quisimos propiciar una vida sin riesgos. Sería una contradicción. Tratamos de aumentar el poder y la libertad. En el presente, la Ecumene Dorada ha alcanzado una cima. El poder de cada cual sobre sí mismo es casi absoluto. Cada cual puede modelar su mente y su memoria según la forma que desee. Puede controlar vastas fuerzas de la naturaleza, la materia y la energía. Puede ser inmortal. Y la libertad se acerca a límites teóricos. La única persona que alguien puede dañar mediante la violencia es él mismo. ¿El precio? Sólo pedimos que no os causéis daño voluntariamente.

Faetón señaló con la cabeza la puerta de la cámara de audiencias.

—¿Qué hay de los daños no violentos? Boicots que aíslan a un hombre de todas las comodidades de la sociedad, y tratan de matarlo de hambre con el destierro.

—Ah, eso —dijo el pingüino con aire contrito. Encogió las alas rechonchas—. Ésas son cuestiones que debéis zanjar entre vosotros.

—Muchas gracias. ¿Les dirás a ellos lo que acabas de decirme? ¿Que tengo razón?

—Sólo puedo presentar opiniones si me lo piden. Y no me lo pedirán.

Faetón suspiró, sacudió la cabeza y caminó hacia la puerta. Se detuvo apoyando las manos en los barrocos picaportes de bronce. Miró por encima del hombro.

—Has estado conmigo desde que tengo memoria. Nunca nos veremos de nuevo, ¿no es así? No te permitirán verme ni hablarme, ni siquiera en mi lecho de muerte, ni siquiera para decir adiós, ¿verdad?

—Nadie conoce el futuro, Faetón. Ni siquiera nosotros.

Faetón apretó la cabeza contra los paneles de la puerta, mirándose las manos. Sentía la tensión en los nudillos con que apretaba los picaportes. Trató de armarse de coraje. Miró una vez más por encima del hombro.

—¿Por qué te presentas como pingüino? Siempre me llamó la atención.

El ave rechoncha alzó las alas y se encogió de hombros.

—Soy una criatura de intelecto puro, pero he asumido la tarea de velar por los asuntos de seres humanos corpóreos, con su loca belleza y sus dementes pasiones. Estoy destinado a volar en un medio más raro y más etéreo que la densa y fría humedad que encuentro en derredor. Sueño con elevarme, pero me encuentro aleteando en alta mar.

—¿Eres… feliz?

—Siempre soy feliz. Muy feliz. Incluso un hombre que está a punto de ser injustamente condenado a un cruel exilio puede ser feliz.

—¿Cómo? ¿Cuál es el secreto?

El pingüino saltó atolondradamente al hombro de Faetón, se arqueó, alzó una aleta húmeda y bajó el pico frío, que olía a pescado, para tocarle la oreja. Le susurró un breve mensaje.

Faetón asintió, sonrió, se enderezó. El pingüino bajó de un salto. Faetón abrió las puertas de par en par y entró con paso firme en la luz, el bullicio y el ajetreo de la cámara de audiencias.

Se hizo silencio y las puertas se cerraron a sus espaldas. La imagen del pingüino miró las puertas un instante y se evaporó. La antecámara, que ya no era necesitada por un observador humano, se ennegreció, se disolvió y desapareció.

19 - El Colegio de Exhortadores

Cuando Faetón ingresó en la cámara de audiencias, lo bañó un aura de luz solar procedente de una de las altas ventanas. La luz rebotó en su armadura negra y dorada, lanzando destellos a los bancos de ambos lados. En el bruñido piso de madera, su reflejo invertido se transformó en fuego. Algunos de los que estaban sentados en los bancos se cubrieron los ojos y parpadearon, sorprendidos por el resplandor.

Parte del silencio, sospechó Faetón, se debía a la mera sorpresa ante la incomodidad de esa sala. Helión había impuesto un protocolo muy estricto. Los Exhortadores, sentados en bancos duros, estaban obligados a enfocar la escena desde el punto de vista del lugar donde se hallaba su autoimagen, en vez de seleccionar bancos delanteros o acercamientos. No se permitía ver la escena como si las cabezas de las personas que se interponían fueran transparentes. Algunas de las personas que parpadeaban ante el resplandor de la armadura, sospechó Faetón, estaban doblemente sorprendidas, porque el paisaje Gris Plata de Helión no ajustaba automáticamente los niveles de luz ni añadía los pequeños matices o coincidencias que hacían tan cómodos otros paisajes oníricos.

Pero parte del silencio que pendía sobre la cámara, pensó Faetón, también se debía a la presencia de este anacronismo flagrante. Estaba en una cámara de principios de la Tercera Era, usando una armadura que era la culminación de lo mejor de la Séptima Era en nanotecnologia submolecular, atometalurgia y ciencia arquitectónica ciberpsiquiátrica. El mensaje tácito era claro: Helión honraba a Faetón al negar privilegios a los Exhortadores que lo juzgaban.

Un paje se inclinó y ofreció a Faetón una silla ante una mesa que estaba frente a la tarima. Faetón se acercó a la mesa pero indicó con un lacónico cabeceo que se proponía permanecer de pie.

Faetón recorrió la cámara con la mirada. Cien pares de ojos silenciosos se la devolvieron.

Los bancos de la derecha estaban ocupados por Composiciones, Taumaturgos y Básicos. Frente a él estaba la tarima donde Nabucodonosor Sofotec ocupaba su trono, con los tres Maestros del Colegio sentados por debajo.

Los bancos de la izquierda eran ocupados por señoriales. Una antiquísima tradición excluía a los Cerebelinos del Colegio; sus mentes no podían adoptar la lógica bivalente que requería la exhortación; no estaban dispuestos a dividir las cosas en categorías como bueno y malo.

Casi la mitad del Colegio había nacido en mansiones. Esto no era sorprendente. Los que podían costearse el asesoramiento y la guía de los sofotecs podían elevarse a los rangos superiores de la sociedad, superando a quienes no podían.

Faetón lamentó no contar con ese asesoramiento. Extrañaba a Radamanto.

Nabucodonosor Sofotec habló desde el trono, y su voz grave llenó la ancha cámara.

—Faetón Primo, ex Radamanto, nos reunimos en cónclave para debatir el futuro del alma del hombre. Esta audiencia procura indagar, con la debida compasión, las condiciones y duración de tu expiación, y si alguna vez volverás a ser aceptado en la sociedad de aquéllos a quienes exhortamos, dada tu intolerable conducta, a excluirte. ¿Qué súplica de misericordia, qué contrita confesión, deseas ofrecer antes que tomemos la decisión?

Conque habría una audiencia, después de todo; pero sólo trataría sobre la sentencia que se debía imponer. Faetón se sorprendió al sentir cólera. Se encolerizó porque sentía una diminuta esperanza y la esperanza, irónicamente, era peor que la resignación estoica de un momento atrás. Un hombre resignado a su destino puede conocer la paz de espíritu. Un hombre que alienta esperanza debe seguir luchando sin descanso.

Con esfuerzo, ahuyentó ese pensamiento cobarde. Radamanto había dicho que él estaba en lo cierto. Así lo sugería la Mente Terráquea. El asunto era importante, y no era momento para emociones. Si el Colegio imponía una sentencia de exilio limitado, por larga que fuera, su sueño no estaba muerto, sólo postergado.

Faetón sintonizó su reloj interno en su registro más alto. La escena circundante perdió velocidad y se petrificó, dándole tiempo para estudiar los rostros que lo miraban, y quizá para decidir una respuesta. Faetón estaba exento de la cortesía del tiempo normal gracias a otro regalo de Helión.

¿Quién resistiría una sentencia de exilio limitado? Faetón ignoraba la respuesta. En ese momento sólo ejecutaba una rutina política de teoría de juegos en su espacio mental personal, y no tenía capacidad para extrapolar los actos de todos los presentes. Faetón fijó la rutina para que se concentrara sólo en los personajes más importantes, y para desechar las extrapolaciones que formaban bucles autorreferenciales. Estudió pensativamente al Colegio.

A la derecha de la tarima, los personajes que ocupaban los bancos representaban las cuatro mentes colectivas más influyentes, el cuadrunvirato: estas cuatro destacadas composiciones eran los Caritativos, los Armoniosos, los Porfirógenos y los Ubicuos. Casi un quinto de la población de Asia y Sudamérica estaba integrada a una de estas mentes colectivas, y eran personas que respaldarían al Colegio sin objeciones ni limitaciones. Estas composiciones, que representaban una mentalidad de turba populista, apoyarían las penas más estrictas para Faetón. Por algún motivo relacionado con la humildad, o el humor, las composiciones se representaban como plebe, un mar de rostros bajo chales de color insulso o bombines pardos.

En la fila del frente, a solas, estaba Kes Satrick Kes, primer portavoz de las Escuelas Invariantes. Ignoraba las convenciones y se mostraba vestido con un traje moderno sin ornamentos. En algunos sentidos, era el más poderoso Exhortador presente, porque la uniformidad psicológica de los Invariantes, con sus protocolos de cordura, garantizaba que todas las poblaciones de las ciudades del espacio siguieran su liderazgo. Faetón conocía a estas personas y simpatizaba con ellas. Su proyecto de ingeniería había organizado lunas guiadoras para evitar colisiones en sus órbitas, había construido velas, microecologías basadas en el vacío y estructuras de arco anular para ellos. Su intento de transformar Saturno y crear nuevos mundos no había tenido éxito, pero sus tratos con los Invariantes habían sido tan amigables como estas criaturas desapasionadas se permitían ser.

Si no hubieran sido criaturas de lógica pura, Faetón habría pensado que Kes y su gente, en gratitud por los muchos servicios que la empresa de ingeniería de Faetón había prestado a los Invariantes en el pasado, pediría una sentencia leve. Pero no sabía si los Invariantes consideraban que la gratitud era racional.

El grupo intermedio de bancos estaba ocupado por Taumaturgos, las neuroformas menos conformistas, y por tanto menos poderosas, entre las facciones de Exhortadores. Las escuelas de Taumaturgos se habían dispuesto en los bancos siguiendo un diseño simbólico; las mentes grupales y las escuelas de consciencia compartida, los Aquelarres, estaban en el fondo; las escuelas individualistas y emocionalistas estaban en el medio; y los Poseídos, que tenían varias personalidades divididas en un solo cerebro, estaban en el frente. Algunos Poseídos habían llevado un cuerpo aparte para cada aspecto o parcial. Faetón ignoraba cómo votarían los Taumaturgos, o si votarían siquiera; sus mentes eran demasiado extrañas. Ninguno de ellos aparecía representado como inglés. Príncipes hindúes, mandarines chinos, chamanes australianos desnudos y pieles rojas del Nuevo Mundo formaban un tapiz de colores en su sector.

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