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Authors: José Manuel García Marín

Tags: #Histórico

La escalera del agua (19 page)

BOOK: La escalera del agua
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Antes de visitar al heredero, fuimos a una casa en la que se entraba por un amplio y destartalado patio en el que había amontonados infinidad de cacharros de mecánica: piezas, latas de aceite, muelles, faros rotos y hasta asientos de automóviles. El dueño de aquella especie de almacén nos hizo pasar de inmediato a su despacho.

—Me alegro de verle, padre —dijo el hombre, sonriente—. Mucho me temo, sin embargo, que mi caja de caudales lo celebrará menos que yo. ¿Qué le trae por aquí esta vez? Pero, siéntese. Este chico es nuevo, ¿no?

El fraile se sentó y, como no me indicó lo contrario, yo permanecí de pie a su lado.

—Jenaro, no vengo a pedirte dinero, hijo mío, ¡que no piensas en otra cosa! Pasaba por aquí y he querido entrar a saludarte y saber de tu esposa, que es mucho más piadosa que tú —añadió, reprendiéndole amablemente—. Una buena cristiana a la que tú no pagas como se merece. Cualquier día nos reuniremos a hablar los tres.

—¡Padre, aquello ya se acabó! —protestó, alarmado, mientras me echaba a mí una ojeada, por si yo estaba en el ajo.

—Bueno, bueno… que esta ciudad es muy pequeña y se entera uno… hasta de lo que no quisiera oír.

A esa altura, el otro ya estaba rojo como una amapola.

—¿Seguro que no se le ofrece nada? —preguntó, por cambiar de tema.

—¡Qué desconfiado eres! Pero, ya que estoy aquí, te diré que me vendría muy bien que me prestaras una de esas furgonetas tuyas… un par de días.

—¿Dos días? Pero, padre, que yo vivo del transporte —se quejó.

—Es que, entre el chico, que efectivamente es nuevo, y no muy fuerte, y yo, no podemos cargar y descargar en menos tiempo. Claro que, con ayuda del conductor, quizá acabáramos antes. ¿Qué me dices? ¡Si tú tienes muchas furgonetas!

—Eso, además con chofer… Sí, sí, que ni usted ni el chico tienen permiso de conducir. ¿Y para cuándo la necesita? ¡No me lo diga!, para ahora mismo —el tal Jenaro se lo decía todo.

—Tú lo has dicho. ¿Para qué hacer más tarde lo que ya debe realizarse? No lo pienses más. ¿Qué mejor penitencia a tus pecados que colaborar con unos pobres frailes? ¡Ah!, y la ruindad es uno de ellos —sentenció, seguro de lo que decía.

El repiqueteo de un motor anunció la entrada en el patio de uno de los vehículos.

—Mire qué suerte. Ahí tiene la suya. Esa misma le servirá. Pero, por favor, padre, ¡no más de dos días!

—Sabía que podría contar contigo. En el fondo eres un buen hombre —comentó con sincero afecto—. Sólo hay que empujarte un poco.

El transportista dio instrucciones al conductor y los tres nos subimos a la furgoneta, tras despedirse el franciscano haciendo hincapié en que, a la vuelta, gratificara Jenaro al chofer por ayudarnos, con lo que predispuso a éste en nuestro favor.

Atravesando la Puerta del Cambrón, salimos del casco antiguo para bordearlo y volver a entrar por la Puerta de Bisagra, que era más cómodo que ir por callejas tan estrechas con el vehículo. La furgoneta ascendió la cuesta del Real del Arrabal con ligero renqueo y nos paramos en la calle del Cristo de la Luz, en el extremo más cercano a la Puerta de Balmardón y a la ermita que da nombre a la calle.

El monje y yo entramos en un ancho portal y subimos la única escalera hasta el primer piso. Giró un par de veces el mecanismo de palomilla que hacía sonar el timbre y, al instante, abrió la puerta un hombre de algo menos de treinta años y bien vestido.

—Buenos días, usted debe de ser el padre Antonio Abad, ¿no es cierto?

—Buenos días —respondió éste—. Y usted el hijo de don Octavio, ¿no?

El joven estrechó la mano del fraile y nos invitó a entrar. Se adelantó para guiarnos por un corredor repleto de estanterías hasta un salón igualmente atestado de libros. El padre Antonio se acercó a un grupo de ellos encuadernados en pergamino y, en tanto los observaba, le escuchó decir:

—Ya ve, ¡libros viejos cargados de polvo!

—Sí, ya me hago cargo, sí. ¿Piensa quedarse con alguno o nos los debemos llevar todos?

—Todos, todos —dijo, con rapidez—. Aquí sólo estorban y estrechan la vista de la casa.

—En tal caso, dado que no perderemos tiempo, en atención a su padre y al amigo común, no le vamos a cobrar el transporte, aunque —y soltó una risilla ingenua—, sí aceptaremos cualquier donativo que le parezca apropiado —bajó la vista, se persignó y me cogió del hombro—, en beneficio de nuestros huérfanos.

Me quedé mudo cuando escuché aquello, pero ni siquiera podía mirarle, apretado contra él, como me tenía.

—¡Ah!, no sabía que cobraran. Creía que les interesaban los libros, padre.

—Y nos interesarán algunos, no me cabe duda, pero el porte hemos de abonarlo y somos una comunidad a la que no le sobran medios. Por lo que expliqué antes, pasaremos por alto esto último, ya nos arreglaremos; pero ¡no sabe cómo come el chico! —manifestó, volviendo a reír—. Se nota que es usted un hombre de posibles, ¿qué menos que cincuenta pesetas?

—Pues… en fin… no tengo inconveniente —afirmó, tocándose el ridículo bigote de cepillo que exhibía—. Pero ¿cuánto tiempo tardarán en cargarlos?

—Nos pondremos al trabajo ahora mismo. Seguro que mañana habremos acabado —garantizó el monje.

El conductor, para su contento, se embolsó gran parte del donativo. Diez pesetas, sin embargo, me las entregó a mí, que no esperaba nada, ni sabía qué hacer con ellas. Pero se lo agradecí, porque no me consideró un criado, sino una persona a la que se valora su labor.

Hicimos varios viajes desde la casa al monasterio y de éste a la casa. En el camino, el padre Antonio me explicaba cómo individuos, del tipo del hijo de don Octavio, despreciaban la cultura y el cuidado de un progenitor preocupado por enriquecer su casa con ella. Con estos petimetres, que así los calificó, no hay que tener piedad. Nada se merecen, sino que los engañen.

Depositamos los libros en el claustro alto del monasterio, en una sala en la que el fraile me dijo que habían dormido tanto Isabel de Castilla como, más adelante, el Cardenal Cisneros, del que me relató su historia.

Con la colaboración del padre Luis, despejamos dos grandes mesas y pusimos, en una de ellas, aquéllos que estuvieran encuadernados en piel, para que luego él los clasificara.

El vivaz archivero hacía comentarios de las obras que allí se veían, con la profundidad del erudito bibliófilo que era. Para que yo supiera, me indicó las diferentes partes de un libro: los cortes, la cabeza, el pie, los nervios, que en la antigüedad fueron de caballo; el tipo de pergamino de que estaban revestidos; el tejuelo, donde, en el lomo, lleva el título escrito en tela, piel o simple papel; y la importancia de que fueran encuadernados a la romana o flexible, pues en aquélla, el pergamino es soportado por un cartón interior, mientras que en éste carece de refuerzo alguno.

Me mostró obras que ya tenía en los estantes, anteriores a esta nueva remesa, de Séneca, de Virgilio, la Geografía de Livio, las Vitas Parallelas de Plutarco, en una rara edición, cuyo volumen estaba muy deteriorado, la Opera omnia de Aristóteles, y muchos otros.

A mí me parecía que estos libros debían de valer muchas pesetas, a pesar de que hubiera personas que los estimaran en bien poco, como acababa de presenciar, y no temí ser indiscreto con preguntar:

—¿Cuál de estos libros tiene el precio más alto, padre?

Fray Antonio se sonrió, antes de responderme.

—Aquí hay libros que no tienen precio, hijo. Hay incunables, que son los que se imprimieron entre los años 1450, fecha de la que parece ser el Misal de Constanza, y 1500, encuadernados con vitelas. Se les denomina así por considerárseles «en la cuna». Otros, sin encuadernación lujosa, son únicos o quedan dos o tres ejemplares por el mundo. Su valor es tan alto que depende del bolsillo y del capricho del coleccionista —se detuvo pensativo, y me aclaró—: Habitualmente han sido motivo de muchas alegrías, pero también de graves disgustos, incluso con sangre de por medio.

—O sea, que aquí hay libros como para matar —dije alegre e irreflexivamente.

—Para matar, para matar —contestó como para sí, pero esfumada la sonrisa.

El padre Luis, entretanto, retiró de un anaquel tres volúmenes. En el primero resaltaban las letras capitales, de mayores proporciones que las restantes, a dos tintas y con dibujos vegetales que figuraban brotar de los caracteres como frondosas y elegantes enramadas. Los otros dos tenían grabados religiosos en la página de portada. El más atractivo a la vista era el de un gran sacerdote judío, con sus vestiduras sagradas: el manto, la túnica, el turbante con la diadema, el cinturón y el pectoral de oro, en el que se distinguían las preceptivas cuatro hileras de piedras preciosas.

—A los libros no sólo hay que leerlos, Ángel —intervino de nuevo el bibliotecario—, hay que amarlos. No son simples objetos, sino mucho más, porque contienen el saber que el hombre ha adquirido a lo largo de los siglos. Es obligación nuestra conservarlos, ya que son la herencia que legamos a las siguientes generaciones.

Callaba, cuando el padre Zaragüeta le hizo un gesto con el que me señalaba, animándole a proseguir. Con ello se convertía en mi valedor, impulsado por la fe que tenía en mí, para que se me hiciera partícipe de las placenteras simas, profundamente sensuales, de un conocimiento que se reservaba a los iniciados en la materia.

—Todo ser vivo —continuó el archivero— debe autorizarte a aproximarte a él. Si, por el contrario, no te da su permiso, únicamente obtendrás una mínima, superficial, comprensión suya. Por tu actitud te delatarás, para bien… o para ser rechazado. El libro, Ángel, que es ser viviente porque encierra, palpitantes, las inquietudes humanas y está compuesto de elementos orgánicos, debe abordarse como tal, con todo respeto, en un ritual por el que aflore la emoción unida a la razón. Este gozoso acto litúrgico comienza por el examen visual, la observación de sus detalles, como has hecho tú a la vista del gran sacerdote; sus colores, los márgenes, la calidad y la belleza de su tipografía, la perfección de los cortes y de la encuadernación —fray Antonio pasó varias páginas y las dejó caer—. Escucha, pues que ahora participa el oído, cómo crujen las hojas, que te darán idea de su consistencia y densidad. Ahora tócalas —y puso mi mano encima—, siente la rugosidad y el grosor del papel en las yemas de los dedos, acarícialo y huele el aroma mixto de pasta y tinta e incluso del tiempo, que aquí se detiene a impregnar las páginas. Disfruta con los sentidos y, después, lee.

Interrumpió un momento la explicación, a fin de darme lugar a asumirla, y siguió:

—Pero has de leer sabiendo que el escritor es un alquimista que une dos naturalezas: la abstracta, en la que se interna para absorber esencias del universo platónico de las ideas, y las conduce, por el alambique de su pluma, a la terrenal, transformadas ya en palabras, retenidas para siempre en el papel, cautivas de la tinta, no obstante manen como una fuente inextinguible, sólo estática hasta que el lector bebe de ellas. He aquí la magia.

Si al comenzar a leer y escribir había saboreado el gusto por el aprendizaje, ahora, introducido por los dos ilustrados frailes, mi proceder ante los libros era reverencial, mas transmutado en un placer voluptuoso, un regalo sensorial al que comprendí que debía acompañarle invariablemente, como un buen marco a un cuadro de valor, un entorno como el de aquella biblioteca con estanterías de madera labrada y copetes de tres esferas en su coronamiento; de vitrinas, con los cristales levemente inclinados, en expositores horizontales de seis patas, diestramente torneadas, en el centro de la habitación, en la que la luz entraba discretamente por sus dos ventanas de arcos de medio punto en el lateral de fondo, opuesto a los estantes, que guardaban la Patrística.

Me pasaba horas junto a la Patrística porque, mientras el padre Antonio Abad clasificaba y un teólogo tomaba notas en fichas de cartulina, fray Luis me daba sus clases sentados los dos en un buró cercano a ella. En esa noble atmósfera, rodeado de un sinnúmero de exponentes de la sabiduría de todos los tiempos, mojaba en el tintero mi plumilla alemana —ya que resolví que en la biblioteca debía dedicar la mejor que tenía— y escribía los textos que el fraile me dictaba. Sólo interrumpíamos nuestra labor cuando el archivero informaba de algún hallazgo entre los libros adquiridos. Entonces acudíamos a escuchar los pormenores de la obra y admirar su encuadernación o alguna peculiaridad que la convirtiera en singular.

También, en ocasiones, nos visitaban el historiador o el farmacéutico de la plaza de Zocodover, quien además enseñó química en el instituto y que se hizo un incondicional de la biblioteca. Me consta que muchos ejemplares de ésta se lograron por conductos que él facilitó. Entre tales eruditos, yo bebía como de una caudalosa alfaguara. Sé que abundantes aguas de estas fuentes se desperdiciaban, derramadas por mi rostro, pero de un modo u otro me empaparon y me llevaron al éxtasis. Me sentía feliz.

Tan a mis anchas me encontraba que, en momentos en que debiera estar en la cocina, me escurría a la biblioteca, aunque fuera sólo para acercarle las fichas al teólogo. El padre Baltasar, que no lo ignoraba, entraba a buscarme y me sacaba de una oreja o a fuerza de aparatosas patadas en el trasero, sin causarme daño nunca, ante la estupefacción del estudiante, que desconocía la faceta histriónica del monje y del que ambos nos reíamos, nada más cerrar la puerta, recordando su amedrentada cara.

Quedaban pocos días para entrar en el invierno y ya hacía frío para mantenerme con la ropa que me dieron, a la que pude añadirle un sencillo jersey descolorido que abandonó un teólogo. Por otra parte, había vuelto a crecer, para espanto del guardián, que tuvo que recurrir otra vez a las feligresas de Santa Isabel y Santa Clara, capellanías a las que la comunidad atendía, para conseguirme prendas más acordes con la estación. Lo mejor fueron las botas. Yo jamás me había puesto ningunas. Eran viejas, pero no demasiado gastadas. Solamente la derecha conservaba los cordones, pero eso no era problema habiendo guitas en el taller. Las anudaba cruzando el cordón por todo el empeine hasta la corta caña y allí lo apretaba, sin oprimir en exceso; lo pertinente para que el tobillo estuviera seguro y firme. Con ellas me juzgaba fuerte, y tenía los pies calientes, más que por la noche, acostado en mi celda.

De la misma manera, experimentaría menos frío en el coro. Ese inmenso frío que transmite la piedra, que, durante el rezo de completas, adormecía los pies hasta aletargarlos, exclusivamente desatendido por la contemplación magnética de esa misma piedra, tallada en bordados fascinantes que adoncellaban el templo. Era la aleación jubilosa del gótico flamígero con el mudéjar, la boda alquímica que alternaba austeros lienzos, o sobrios pilares, con ciclos en los que se sospecharían arrebatos de horror vacui, por lo abigarrado de ornamentación tan fecunda. Una pétrea espuma blanca de olas inmóviles de las que partían estilizados nervios, radiantes, que florecían en arcos de medio punto para sostener las bóvedas de la única nave o irrumpían en estrellas al cruzarse. Arcos que, con ritmo geométrico, progresaban hacia el presbiterio, amparado por el cimborrio octogonal que recogía esa otra geometría que es la música de la voz humana, la de los monjes alabando al Creador.

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