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Authors: José Manuel García Marín

Tags: #Histórico

La escalera del agua (14 page)

BOOK: La escalera del agua
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Antes de las doce ya estaban frente a la iglesia, pero prefirieron ceder el paso a los vecinos del pueblo y ocupar las últimas filas. Las mujeres delante de ellos, recogidas, con los pañuelos sobre la cabeza, como el decoro exigía, y los varones revestidos de modestia y gravedad.

Al párroco le sorprendió ver tantas caras nuevas, pero recordó que se rumoreaba que había forasteros radicados a legua y media. Tendría que conocerlos, aunque el hecho de la asistencia a misa les catalogaba como fieles. Mas no eran tiempos para credulidades.

Los del pueblo lanzaban ojeadas curiosas a los extraños; pero un hombre, larguirucho, cenceño y nervioso, observaba a Alonso con insistencia, desde su mirada maliciosa, bajo las crecidas cejas. La boca abierta, bobalicona, detenida en una mueca estúpida. Era Nemesio, más conocido como el Jineta por las características físicas que insinuaba el remoquete.

Ni el pastor, ni nadie del grupo, repararon en el individuo, y mucho menos en la prisa con que desapareció de las calles, al acabar la misa, porque el monaguillo salió de la sacristía como una flecha para comunicarles que don Esteban, el sacerdote, les conminaba a esperarlo.

Las familias, confusas e inquietas, se quedaron de pie en torno a los últimos bancos. Gerónimo imaginaba que el cura les obligaría a marcharse lejos del pueblo, para que la Cédula Real no le salpicara. Las mujeres acallaban a los ruidosos niños, por que se les encontrara respetuosos, mientras admiraban las pobres tallas, torpemente policromadas, expuestas en hornacinas o acompañando el altar de la Virgen de la Asunción, y los paños, debajo de aquéllas, bordados con tan malogrado primor como el arreglo de los ramos de flores, encajados en ramilleteros de cobre. Olían, casi masticaban, el rubio aroma del incienso, que lo impregnaba todo; más apagado, el tufillo acre de las torcidas velas ambarinas.

Don Esteban de Villarta era un clérigo pacífico, que vivía dichoso en aquella esquina perdida del orbe, curado de ambiciones. Tampoco quería problemas y, cuando éstos surgían, los lidiaba deshaciéndose de ellos con tesón, sin mirar demasiado atrás. Él se sentía bendito en su casa, servido por Virtudes, la sobrina, experta en buenos guisos durante la semana y, en días festivos, en algún que otro capón obsequiado por la feligresía. Ambos rollizos y mofletudos, que la cama que compartían hacía tiempo que tenían vencida.

Parsimonioso, apareció el orondo padre, buscando, entre los varones, interlocutor con la mirada. Francisco Oliva comprendió que, por acumular más años, a él correspondía desempeñar el cometido, y se adelantó.

—Vuestra reverencia dirá —dijo, en tanto se inclinaba para besar su mano.

Don Esteban, en el pasillo central de la iglesia, apuntaba con el hombro izquierdo al altar mayor, al mismo tiempo que Francisco, entre dos bancos, cargaba su peso con la mano sobre uno de ellos. Los otros, a su espalda, apiñados, por que ni una palabra se les descaminara.

—Me han dicho que acampáis no muy lejos de aquí —afirmó, con tono neutro, a la espera de que el portavoz de los aludidos se significara.

—Así es, os han enterado bien. Deseamos establecernos en esas tierras, que creemos que no tienen dueño, si vuestro ministerio lo autoriza —agregó precavido.

—¿Sois gitanos? —Y tras frotarse la tonsura, como en un tic, añadió—: ¿Quizá moriscos?

—Somos cristianos, gente de paz, buscando unos terrones que se dejen labrar para nuestro sustento y el de nuestros hijos.

—Que seáis cristianos y gente de paz me basta. En los términos de la parroquia no admito problemas. No os autorizo a que os asentéis en ellos, recordadlo, pero tampoco os lo prohíbo, siempre que viváis honradamente y respetéis los días de precepto, en los que deberéis asistir a las celebraciones, como hoy —advirtió, con el atocinado índice, amenazador—. De lo contrario, si os apartáis de estas reglas, haré que la Santa Hermandad os arroje de mi jurisdicción —dejó de hablar para todos, como había hecho hasta entonces, y se centró en Francisco, para hacerle responsable principal de las consecuencias—. ¿Has comprendido bien?

—Se hará como manda vuestra reverencia —respondió Oliva, repitiendo el ósculo sobre el dorso de la mano del sacerdote, en señal de sumisión.

—Pues ya podéis iros, hijos míos, que he de atender otros asuntos.

Y, tras esperar que salieran, cerró las puertas de la iglesia y se marchó, paladeando con antelación el sabroso pucherillo y el resto de virtudes de su sobrina, que le aguardaban en casa.

No por ser domingo los moriscos guardaron el festivo. Lo que les quedaba de día, la tarde, lo ocuparon en terminar la cimentación de la choza. La ambigua aprobación del cura representaba una esperanza de gran alcance. Les alentaba pensar que sus trabajos, sus construcciones, tendrían utilidad para ellos mismos. Con el propósito de prolongar la jornada, que finalizaba forzosamente con el crepúsculo, Antonio Crespo ideó hacer una fogata sobre la base de un ancho lebrillo que desplazaban, a medida que se necesitaba, empujándolo con palos, para no quemarse.

Por la mañana, la cimentación estaba lista. Las piedras que descansaban sobre las enterradas asomaban su mitad a nivel del suelo. Ya podían arrancar los espesos muros, para los que utilizarían las piedras medianas, que irían combinadas con las pequeñas y con masas de barro alojadas en los huecos.

Gerónimo, albañil de oficio, se fabricaba una plomada con una cuerda atada a un canto, por cerciorarse de la verticalidad de las paredes, cuando los niños avisaron de que se acercaban cuatro extraños a lomos de mulas.

Los hombres se irguieron y, con las herramientas bien sujetas, cercanas al cuerpo, se agruparon, con el capataz a la cabeza. Harto prematuras las cortesías de vecinos, por lo demás desusadas en gente tan encerrada en sí misma, las visitas repentinas no auguraban encuentros cordiales. Acaso alguien, escamado, les había denunciado al cabildo hermandino.

Los animales pararon al comienzo de la pequeña explanada. Rafael Monforte, comprobada la superioridad numérica de los acampados, que les miraban expectantes, empezó por saludar:

—¡A la paz de Dios! —Pero, enseguida, exhibió sus maneras, no dando tiempo a ser contestado—. No sé quiénes sois, ni me atañe…

—¡Padre! —exclamó María en un gemido, interrumpiéndole el discurso.

María Ribera y Benita abarcaron la cintura de la serrana, confortadoras.

—Vengo a recuperar a mi hija, que ese malhechor ha robado para mi deshonra —dijo, señalando al pastorcillo—. Entregádmela u os juro que sufriréis las consecuencias.

—¡Aquí nadie ha robado nada! —soltó Gerónimo, con no menos severidad y, relegando la discusión con Rafael, en prueba de lo poco que las palabras de éste lo alteraban, le habló al Nemesio, a quien atribuyó la función de correveidile—. He visto antes tu cara, ¿no estabas tú ayer en la iglesia?

Uno de los acompañantes del padre de María, un sujeto chulesco y mal encarado, con una cicatriz que le cruzaba desde el pómulo izquierdo hasta la barbilla, respondió al capataz.

—¿Qué te importa a ti dónde hayas visto al Jineta? Haz lo que se te dice, ¡destripaterrones!

El morisco sopesó el temple y la decisión de los cuatro. Rafael Monforte sólo se la jugaría ante la seguridad de que no le devolvieran a su hija. El Jineta, como buen chivato, no tendría ánimos más que para correr, cuando las cosas se pusieran feas. Sólo le quedaban dos: el bravucón y el que no había dicho palabra, seguramente el más peligroso, pero también consciente de la inferioridad en el número, si se le demostraba que eran algo más que unos pobres labradores. Le sonrió a Rafael.

—Es osado el salteador de caminos —proclamó, calificándolo de ese ofensivo modo—, además de deslenguado, pues pronto nos ha hecho saber el apodo del amigo. Me gustará desollarlo después de cortarle la lengua —reconoció con despego, como si extirparle la piel a alguien fuera un inocente esparcimiento—. Te hago una propuesta —formuló a Monforte—: te entregamos a la muchacha a cambio del valentón. Y aun al pastor, tras desorejar al Jineta. ¿Qué me dices?

La oferta ponía a Rafael en un aprieto inaceptable, pero sabía que, para un padre, lo primero era rescatar a su hija. Nemesio, pálido, sentía que la boca se le secaba. Aquel animal estaba demasiado tranquilo como para componer baladronadas ociosas. El rufián callado remiraba, calculador, por descubrir una vía de escape. Sin embargo, el bravucón parecía tener más arrestos y frustró la intervención a la que se disponía el padre de la muchacha.

—En lugar de desollarme, ponme al servicio de vuestras mujeres; se les subirá el contento a las caras —vomitó, posando sus ojos impúdicamente en Antonia Ortiz.

Cecilio, al ver examinada así a su mujer, no se resistió a la ira que ya le asomaba al rostro y, blandiendo el pico, se abalanzó al truhán. La daga, que desenfundó con inusitada presteza, paró el golpe. Pero el choque fue de tal violencia que el brazo, todavía lesionado, se resintió, inmovilizándolo unos segundos, circunstancia que el villano quiso aprovechar para asestarle una buena estocada, quizá de muerte. Mas, no bien hubo levantado el arma para caer sobre él, experimentó una aguda punzada en el muslo que le impidió acertar en la presa. Gerónimo, al percibir inerme a Cecilio, había saltado hacia el contrincante de éste y ensartado la pierna con el cachicuerno, atravesándola hasta el aparejo de la bestia.

En aquel instante, los demás hombres rodearon a los jinetes. No se supo si Nemesio se movió por iniciativa propia o de la acémila; el caso es que se movió. Alonso, que se consideraba causante del desaguisado, interpretó que el Jineta iba a agredir a uno de sus nuevos camaradas, que les acogían y ahora daban la cara por ellos y, de su honda, una piedra del tamaño de un huevo de gallina, salió proyectada, vertiginosa, con la celeridad de una saeta. Si alguien hubiera medido la frente del gañán, habría hallado el centro exacto en el punto en el que impactó el pedrusco.

Fue una caída irrefrenable, pero lenta, como contenida, porque no era obra del empuje del golpe, sino de la pérdida del conocimiento, por lo que dio con la osamenta en tierra. Un círculo blanquecino, casi lechoso por ausencia de fluido sanguíneo, creció en segundos. Gonzalito levantó un dedillo apuntándole, en silencio, por un momento seguro de que a aquel lugareño le había nacido un lucero.

El grito de María se impuso sobre la confusión.

—¡Basta ya! ¡Padre, a mí no me ha robado Alonso! Yo le pedí que se fugara conmigo.

—Sí, concluyamos con esta locura —secundó Francisco Oliva—. Hablemos como personas, sin amenazas ni más sangre. Vosotros, desmontad y sentaos con nosotros. Gerónimo y Cecilio, desarmad y auxiliad al herido.

Rafael Monforte y el callado se aproximaron, obedientes. Francisca Torres, expeditiva, llevó un cubo de agua y se lo volcó por encima a Nemesio, que recuperó la conciencia y, aturdido, se buscó las orejas, por si habían cumplido con lo dicho.

Los enamorados se sentaron a prudente distancia del progenitor de la chica. Francisco retomó la palabra para dirigirse a éste.

—Como ya has oído, María está aquí por su voluntad y puede marcharse cuando se le antoje. Yo mismo estoy en condiciones de dar fe de que Alonso no la retiene, porque se le han presentado oportunidades de evadirse, más de una vez la ha dejado a solas con nosotros, y las ha desaprovechado. Mas, te seré sincero —reveló, observando la faz del serrano, endurecida por el disgusto—, si no quiere irse contigo, protegeremos su decisión.

El hombre asintió con la cabeza. Miró a María y le preguntó, más dolido que encolerizado:

—¿Por qué lo has hecho? Tu madre está como loca. Día y noche se los pasa llorando, y yo he preguntado por ti, sin descanso, en todas partes, y he explorado los alrededores de la casa, temiendo que los animales te hubieran atacado o que te hubieses caído por un precipicio. Vuelve conmigo, él no tiene nada que ofrecerte —atestiguó, indicando con una mano al pastor—. Nosotros te encontraremos un marido.

—Padre, no volveré si no es con Alonso. Él será mi marido… o no lo será nadie.

La pertinaz resolución de la muchacha impresionaba. Tanto más cuanto su físico, de faz amable y armónicos miembros, discordaba con la reciedumbre de su temperamento. ¿Esa fortaleza se nutría del amor o éste se cebaba de su carácter?

Con la colaboración de Cecilio, Gerónimo había atajado la hemorragia y vendado la pierna del perdonavidas, al que descuidó luego, sabiéndolo inofensivo, para unirse al grupo que parlamentaba sobre la suerte de la pareja. Benita, retirada, asistía al Jineta aplicándole paños fríos, por conseguir menguarle el chichón que, en forma de cuerno mocho, le adornaba la testuz.

Rafael fulminaba al cabrero con miradas aviesas, en las que se descifraba, con absoluta transparencia, la promesa de que se las pagaría cuando las circunstancias le fueran propicias. Nicolás, que se venía percatando, estalló:

—¡Esperabas un suceso trágico y has encontrado a la chica viva, libre e ilesa! Para un amante padre, ¿no sería pretexto para glorificar la ocasión y abrazar a su hija? ¡Lo que tienes que hacer es dar gracias al cielo y casarlos inmediatamente!

Las argumentaciones en defensa de la boda sobrevinieron en avalancha, haciendo recapacitar al albercano que, vanamente, intentaba protestar. Mientras, María aguardaba implorante, aunque firme en sus trece.

—Vamos, transige y deja que sean felices o… ¡lárgate de una vez! —le instó el impulsivo Antonio Crespo, incorporándose por hacer patente que no dilatarían más la entrevista.

A Monforte no le faltaba más que capitular.

—Está bien, ¡consentiré!, pero te vienes ahora mismo. Y tú… igualmente —añadió—. Que ya te daré yo a ti tarea. No pienses que vivirás de la sopa boba.

—No te preocupes por eso, has hecho una buena adquisición. Alonso es noble y no rehúye el trabajo —opinó Gerónimo—. Mas, no se irán sin cláusulas, no nos creas tan estúpidos. Exijo tu palabra de que los casarás debidamente; y al cabrero la suya, en cuanto a que comparecerá ante nosotros, aquí, en el plazo de tres meses. He de advertirte —continuó— que, si no viene o bien me cuenta alguna bellaca argucia tuya, te visitaré yo y entonces arderán tus posesiones, y quizá tú con ellas.

—Y yo lo acompañaré —aseveró, inesperadamente, Cecilio.

El padre de la serrana, que había reparado en la dureza de la mirada de Gerónimo y en su determinación para clavar un cuchillo sin vacilaciones, se doblegó a la voluntad de éste a pesar de que le sublevaran las amenazas. Ambos, el pastor y él, juraron cumplir con lo que, a cada cual, le tocaba.

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