—¿Quieres saber para qué las quiero? ¿O si soy una bruja? —Yo creo que disfrutaba haciéndome esas preguntas—. Pues no, sólo soy una vieja, Ángel, tan vieja que conozco el estómago, el vientre, la voz y la debilidad de todos, y a casi todos os he visto nacer. A muchos os he curado con hierbas y emplastos, para eso me sirven. Desde niña —prosiguió— me he interesado por ellas, por las plantas. Aprende esto: son seres que no andan, pero que son auténticos hijos de la naturaleza. A diferencia de los demás, que unos están en el aire, otros en el agua y otros en la superficie, ellos asoman al exterior sin perder el contacto, enraizados, con la Madre. Son un don, un regalo de la tierra, están vivos entre ambos mundos.
La anciana no mentía ni exageraba. Por la choza desfilaba la aldea en su totalidad. En un momento u otro requerían los servicios de Clementina y cada cual los pagaba como buenamente podía. Le llevaban algo de comida, aceite, sal, pan, o se ofrecían, las mujeres, para lavarle la ropa. Yo escuchaba consultas y remedios, pero sin interrumpir el aporreo de la maja contra el centenario almirez de bronce, donde machacaba las hierbas que me ordenara, ya que si dejaba de oír el monótono golpeteo o apreciaba que aflojaba el ritmo, me destinaba una mirada furiosa que me producía escalofríos. No obstante, ésa no era mi única función. La principal consistía en recolectar plantas, como el romero, que hay que recogerlo en verano, después de florecer, o el hipérico, al terminar junio, y para el que debía subir a la sierra, a menudo en compañía de Isidoro.
Juana consentía esas excursiones al hijo, no sin soltarnos un rosario de precauciones que él oía muy atento y muy serio, pero, nada más pisar el primer recodo de la senda de la sierra, brincaba y reía con la euforia de una cabritilla libre y en su medio, como si al perder de vista la alquería me traspasara toda la responsabilidad, enteramente abrigado bajo mi protección.
Confieso que me halagaba tan total entrega y que yo adoptaba pose y gestos que se me figuraban de adulto curtido en inimaginables lances, a los que había sobrevivido triunfalmente y, por acentuar el aguerrido ademán, portaba en la mano, con indolencia, pero amenazadoramente, el chuzo que aún conservaba afilado. Le ordenaba y le prohibía futilidades por el gusto de verme obedecido y para hacerle creer que peligros imperceptibles o negados a su comprensión, yo, como individuo avezado, localizaba de una somera mirada, debido a mi superior perspicacia. Me daba cuenta de que me comportaba con el mismo proceder, voluble y arbitrario, con que las niñas cuidan a criaturas más pequeñas cuando las ponen a su cargo, mitad bebés, mitad juguetes; pero ambos nos divertíamos de lo lindo mientras llenaba mi bolsa de plantas, sin descuidar su vigilancia. Él me traía flores y manojos de hierbajos de cualquier clase, hasta ortigas, que no sé cómo no le lastimaban, y que yo, por no hacerle el desaire, tiraba con disimulo. Pero un día me propuse enseñarle a recolectar romero… y lo logré. Lo senté en una piedra, para que no se desperdigara su atención, y le puse la planta ante los ojos. Se la hice tocar y oler, como había hecho conmigo Clementina, y a continuación me inventé una frase para fijarla en su cabeza: «Romero, romero, ¡que Isidoro te encuentre primero!». Y salía disparado, corriendo por esas lomas, y yo detrás, preocupado de que no se me descalabrara, hasta que de improviso se detenía y cogía la planta a puñados, persuadido de que no erraba.
Cuando, al terminar, llevaba mi recolección a la anciana, solo, porque Isidoro se obstinaba, con tozudez equina, en ni siquiera pisar la sendita del altozano y se plantaba abajo a despedirme con la desolación pintada en el rostro, Clementina toleraba que me quedara con ella bajo la condición de no marearla con mi palabrería y de ponerle a su alcance lo que precisara para fabricar los ungüentos o las pociones, según me lo fuera pidiendo, que ya tenía medio elaboradas previamente en maceraciones o por cocimientos que borboteaban prolongadamente en los pucheros, desbordando la choza de fragancias, únicamente a falta de filtrarlos y hacer la mezcla adecuada.
Pero no bastaba con eso. Con los recipientes a mano, la viejecilla se adornaba de pulseras y collares, de los que pendían decenas de amuletos, y rodeaba pausadamente la desvencijada mesa en tanto elevaba las manos o las sostenía a centímetros de las vasijas, poco antes de hundir los dedos en ellas para hacer las mixturas, momento en el que se iniciaba lo que debía configurar la apoteosis del acto litúrgico y que consistía en una extensa cadena de sonidos guturales salteados de rezos, jaculatorias y palabras retorcidas como sarmientos, que se suponían implorantes, pero que eran tan conminativos por la agudeza del tono y el apremio que les transmitía que comprimían mi estómago; mas, todavía estoy convencido, aquellas salmodias impregnaban a los remedios de poder.
Con poderes o sin ellos, nos arreglábamos con los preparados y auxilios de Clementina, pues aunque las hermanas del Cottolengo habían abierto una maternidad y un comedor para niños, centurias de prevención trababan las invitaciones que caritativamente nos hacían. Sólo tras cuantiosos testimonios de que los motivos que las impulsaban a estar allí eran causas de misericordia y se ceñían a la voluntad de aliviar a los enfermos y socorrer a los niños pobres, los habitantes de las alquerías comenzaron a confiar tímidamente. Quitaron mucha hambre y no pocas miserias. Arrimaban el ascua a su catecismo, claro, pero trabajaban en una misión de probado servicio. Costó familiarizarnos con sus hábitos negros y sus tocas, igualmente negras, con la banda blanca allegada a la frente, a modo de ancho ribete. Asimismo con los acentos, que provenían de localidades apartadas de las que nunca habíamos tenido referencia, en los que despuntaban muy remarcadas las eses finales, y el control de la pronunciación, con modulaciones que nos sonaban afectadas, a lo que había que unir el empleo de vocablos chocantes con que conversaban, exóticos a nuestros oídos. Nada de esto favorecía la comunicación. En justa reciprocidad, les ocurría lo mismo, pero aprendieron a entendernos antes que nosotros a ellas.
La novedad de las forasteras, que lo serían por mucho tiempo que llevaran establecidas en nuestras tierras, enardecía mis deseos de aventura. Espiarlas era una travesura inocente que entrañaba el riesgo de ser sorprendidos y regañados por mujeres tan serias, pero era lo que otorgaba emoción al juego. Por eso, nos aproximábamos al Cottolengo desde las lomas cercanas, resguardados por los matorrales, para ver el —para nosotros— enorme edificio, sólido y funcional, desprovisto de ornamentación superflua. Yo, como cabecilla de mi exigua mesnada, avanzaba mientras Isidoro y mi hermana quedaban apostados y de la mano, para que aquél, en su entusiasmo, no corriera tras de mí.
Desde mi escondrijo les hacía indicaciones para que callasen y se percataran del atareado ir y venir de las monjas, en contraste con alguna que paseaba rezando, con las cuentas del rosario entre los dedos o leyendo en libritos que armonizaban con el color de sus hábitos y que eran el colmo del misterio.
En una de estas «avanzadillas» tuve que ocultarme entre unos bultos, cubiertos por grandes fardos, que estaban en el patio. Vi venir a una hermana y pude meterme a tiempo debajo de éstos, pero pasó tan pegada que no me pisó la mano con sus alpargatas de esparto por escasos milímetros. Gabriela e Isidoro, viendo que desaparecía, se pusieron de pie en su escondite. Si la monja no nos descubrió, fue porque o estaba muy concentrada o andaba mal de la vista.
Clementina a mí y el abuelo a todos los miembros de la familia, nos exhortaron a no bajar la guardia con estas piadosas mujeres. Por muy benévolas que demostraran ser pertenecían al clero, el círculo de poder más represor de las libertades, y aunque ellas directamente no representaran peligro, tendrían comunicaciones con otras instancias que sí se encargarían de serlo.
—La llegada de las monjas es señal del cambio de los tiempos. Hay que mudar el pellejo —decía la vieja—. Tenemos que estar preparados, pronto no estaremos solos y esto se llenará de gente curioseándolo todo.
—Eso es malo, ¿no? —quise saber.
—Es bueno y malo. De alguna miseria saldremos —reflexionaba la astuta anciana—. Hemos rehuido a los forasteros, pero ya mismo vendrán tantos que será imposible, es cuestión de años. Toca someterse y mudar, mudar el pellejo —insistía—. La pena es que se descuide y muera nuestra historia, ¡eso no! —quedaba absorta y añadía—: Espabila, mozo, hay que aligerarse… ¡somos hijos de un reino!
La campana sonaría allá en la espadaña del Cottolengo, mas las vueltas y revueltas en los menos de tres kilómetros del camino a El Gasco impedían la resonancia del tañido en los oídos de la alquería. Para la partera, sin embargo, la tortuosidad del trayecto no era óbice a la hora de estar informada de novedades y hablillas, de las que extraía conclusiones tan afinadas que, a la corta o a la larga, los hechos le daban la razón. No eran magias ni profecías, sino el natural uso del pensamiento, aderezado con la necesaria intuición.
A pesar de que ella no asistía a las reuniones de los ancianos, vedadas a las hembras, su criterio tenía preeminencia sobre cualquier otro, y los viejos, sabiamente, contaban con él. Entonces, ¿era una sociedad masculina con un trasfondo matriarcal?
Siglo XX
Los relatos del pasado no se interrumpieron, pero sí se espaciaron cuando alcanzaron el punto en que nuestra familia y las otras cuatro, prevenidas por lo ocurrido en Valencia en septiembre, acordaron aceptar la Cédula Real por la que se permitía la salida libre de los moriscos de Castilla la Nueva, de la que dependía Talavera, y de otros lugares, con sus bienes muebles, durante treinta días a partir del 28 de diciembre de 1609.
A los valencianos, notificados por Bando Real, se les había concedido un plazo de tres días para abandonar sus casas y embarcarse rumbo a otros reinos que no fueran los de España. Expirado éste, Felipe III autorizaba, a cualquier persona que los encontrara por los caminos, a desvalijarlos y matarlos si se defendían, sin que incurrieran en delito alguno por ello. Asimismo disponía que los cristianos que encubrieran, escondieran en sus casas o ayudaran a los moriscos, serían condenados a seis años de galeras, entre otros grandísimos e inhumanos dislates. Lo sensato, pues, era aprovechar la Cédula Real e irse antes de que en Castilla la Nueva se repitiera lo previsible: después de los levantinos, serían expulsados los conversos de las demás zonas y en idénticas condiciones. Si no se practicaba el destierro en masa, era por sustraerse a una rebelión, al posible ataque de los turcos y de Berbería, o todo esto a la vez.
Como he mencionado, se desistió de las sesiones diarias, puesto que se nos había desvelado lo fundamental, para dejar asignada la narración exclusivamente a los viernes. Durante la semana nos asaltaban dudas que preguntábamos esa noche, lo que implicaba pensar reiteradamente en ellas y en toda la historia, para hallar algún resquicio de claridad. Esta práctica resultó ser muy eficaz, ya que imprimía, por repetición, los hechos a la memoria. Pero no creo que el abuelo fuera tan sagaz. Él reproducía con minuciosidad la actuación de las generaciones anteriores, que habían optado por el viernes para entregar a sus hijos la herencia histórica, como romántica fórmula de sacralización de ese día, en honor y recuerdo de la vieja fe, desechada por obligación y no por convicción.
¡Hijos de un reino! Un reino esfumado del que sólo subsistían furtivos bisbiseos. ¡Y nosotros machacando el tema por tradición! Dos años llevábamos ya y el asunto no tenía visos de acabar. ¿A quién interesaba esa historia? ¿Es que íbamos a recuperar algo? Esto pensaba, en tanto daba puntapiés a los guijarros del río, aquella mañana de mediados de junio en la que la anciana me había dispensado de trabajos con un misterioso: «Hoy no tienes nada que hacer aquí, ve». Y, para más misterio, me miró con reconocible ternura y acarició la pelusilla de mi cara de catorce años. Extravagancias de ella, me dije. Pero, en ese momento, distinguí la figura de Gabriela, que recogía broza para el fuego, al otro lado del río, no muy distante. Crucé y me fui a proponerle que dejara las ramitas y nos fuésemos un rato a la cueva, que no visitábamos con la frecuencia de antaño, y de este modo olvidarme de orígenes familiares y de expulsiones.
Mi invitación le pareció, más que apetecible, la celebración de un festejo. Soltó los rastrojos y, sin articular palabra, pues seguía hablando poco a sus recién cumplidos diecisiete, anduvo junto a mí por el sendero que conducía a los aledaños de la cueva. Ya muy cerca escuché un crujir de ramas, pero lo achaqué a alguna cabra que tascara por el lugar. Cuando faltaban unos cincuenta metros, que ya entreveíamos la entrada de la covachuela, le pedí que se adelantara mientras descargaba mi vejiga detrás de unos arbustos. De nuevo oí crujidos que, igual que antes, no me inquietaron, pero, a escasos segundos, sonó un grito ahogado que sin duda provenía de la gruta. Corrí alarmado, reconocí en él la voz de mi hermana.
Desde el tranco de la cueva, el espectáculo que presencié me dejó paralizado. Durante la breve carrera hasta la entrada, pensé que la habría asustado cualquier bicho con el que, por mala suerte, hubiera coincidido dentro. Con previsión, saqué el punzón mientras corría; pero lo que encontré no era una alimaña o, mejor dicho, era la peor de todas. En la fracción de tiempo que dura un relámpago, tuve que interpretar lo que sucedía, porque mi mente, en el primer instante, se resistió a comprenderlo. Allí se hallaba Juan, el vinatero, abrazado a Gabriela, que me miraba con los ojos extremadamente abiertos, inmóvil, escandalizada su naturaleza inocente de que aquel hombre le hubiera levantado la falda y se atreviera, con aquella burda zarpa con la que había sorteado el elástico de las bragas, a palpar, a manosear, su parte más íntima, reteniendo su talle inútilmente estrujado, ya que el estupor la mantenía conmocionada, asombrado el cuerpo, los sentidos y hasta el pensamiento, incapaz de reaccionar. Pero yo sí, yo pude, porque en los nervios, en el ánima y en la piel de mi hermana sentí, no sé cómo, el apestoso resuello de la boca del vinatero y la dureza de su miembro, que frotaba, aún en el interior de los pantalones, contra la cadera de ella. Unido al asco, un hormiguero furioso ascendió desde mi vientre, irreprimible, inundó mi pecho, que se dilató en el acto, y llegó, como un torrente de hirvientes lavas de ira, a mi cabeza.