Tras las lluvias salíamos a las inmediaciones del poblado y pasábamos el tiempo lanzando al barro unos chuzos, de alrededor de dos cuartas de largo, que cada cual se había fabricado de herramientas inservibles o encontradas casualmente. Trazábamos un círculo en el suelo y ganaba el que acertara el blanco y más enterrara la lanceta. Nos inventamos unas normas en las que si, por ejemplo, el segundo más cercano al centro la había hundido un dedo más, ganaba éste y no aquél. A Isidoro no le permitíamos más que ser espectador, porque estuvo por atravesarse un pie. Yo ganaba con frecuencia y cuidaba del punzón, orgulloso de mi único juguete, y lo afilaba contra las rocas hasta dejarlo plano, como un cuchillo. Luego lo escondía en un sitio secreto o me lo colocaba en la cuerda que sujetaba mi remendado pantalón, como lo llevaban los hombres en el monte.
También el abuelo nos contaba cosas, pero eran leyendas de la comarca oídas a las gentes de los aledaños, y nunca a mediodía, que era la comida fuerte y que consistía en alubias con patatas, o sopa de castañas, si era el tiempo, echadas en una palangana que hacía de plato común y en la que cada uno metía la cuchara tantas veces como podía, o le dejaban. Era de noche cuando solía hacerlo, después de que diéramos cuenta de algún mendrugo de pan de centeno o de lo que bien pudiera componer mi madre, para no irnos a la cama sin algo con lo que consolar las tripas. Unos de pie, otros sentados sobre el jergón de mis padres, todos a la luz del ennegrecido candil que, con cada chisporroteo, expelía suaves vaharadas que inundaban el aire de olor a aceite quemado, y que pronto apagábamos por no hacer gasto.
Advertíamos que iba a hablar porque era como un ritual. Cogía la botella de cristal tallado, en otro tiempo de aguardiente, le extraía despaciosamente el corcho y se echaba el turbio vino de pitarra en su jarrillo de hojalata. Enseguida, antes del primer sorbo, se alisaba en vano la chaqueta en la que, de tan raída, asomaba el relleno, más claro, por los varios agujeros cercados de hilachas que tenían las solapas, mientras sonreía con aire misterioso y empujaba para atrás el sombrero de ala corta, del que nadie habría osado precisar su color. Con el vino en la mano izquierda, gesticulaba con la otra en continuo vaivén de arriba abajo, a fin de cargar de gravedad lo que exponía, aun cuando le contradecían las arrugas de sus ojos divertidos, que sugerían contento y regocijo. La barbilla, en la que dejaba crecer cuatro pelos, adelantada por efecto de la absoluta falta de piezas en la boca y, con esa voz atiplada suya, propia de un cuerpo tan pequeño, nos remontaba a muchos años atrás, en los que pastores anónimos se tropezaban en el campo con espíritus de moras, que guardaban tesoros escondidos en cuevas o que penaban errantes, malditas por no se sabía qué entidades caprichosas, hasta que alguien atinara a pedir su mano. Mas como el cabrero, asustado por la aparición, no daba nunca con la respuesta al acertijo, era perseguido por las lomas entre maldiciones y amenazas de la defraudada mora que, condenada a vagar otros cien años, en ocasiones lo alcanzaba y le cortaba la lengua con unas tremendas tijeras, y en otras, en las que le favorecía la suerte y se zafaba del espectro, el pobre infeliz irrumpía a todo correr en su aldea, sin resuello y con la palidez en el rostro de quien ha visto las ánimas a un paso. Los chiquillos, a esa altura del relato, andábamos apretados unos con otros, buscando la protección de los demás, aunque los mayores lo negaran, y las caras no debían de ser muy distintas de la del pastor porque, al misterio de la conseja, contribuía el aire que jugaba con la llama del candil, creando sombras que se movían por las irregulares paredes, y que encogían por entero nuestro ánimo.
Que jugáramos no significa que no trabajáramos, pues las faenas corrían trenzadas a la infancia, lo que no evitaba que, mientras éramos pequeños, aprovecháramos la menor oportunidad para divertirnos de cualquier modo, especialmente los domingos, que era descanso obligatorio. Nos restaba tiempo la misa que, entre lo que duraba, y el ir y venir por el camino, a pie, hasta Nuñomoral, se nos iba la mañana. Pero encontrarnos todos los niños juntos, por delante de los adultos, era en sí una fiesta de saltos, correteos y diabluras. Luego, en misa, nos imponían silencio y quedábamos muy serios, imitando la actitud solemne de los padres.
Los bancos estaban reservados a las mujeres, y los hombres y niños ocupábamos el resto del espacio, apiñados por la escalera y el coro, por cuya balaustrada asomábamos, entre los maderos. Desde allá las veíamos, intimidadas por el ceremonial, más que piadosas, con sus pañizuelos oscuros puestos con idéntico método: hacían del cuadrado un triángulo y lo ponían sobre la cabeza. Sin soltarlo, cruzaban las puntas en la nuca, debajo del pico que se dejaban para anudarlo más arriba de la frente, donde les nacía el pelo, y sobre la primera vuelta.
A nuestro entender, el cura se traía un ajetreo que no comprendíamos, pues estaba de espaldas y recitaba en una lengua desconocida, que más adelante supe que era latín. Al rato se volvía y afeaba la conducta de los ausentes. Nos lo decía a nosotros, ¡que estábamos allí! Pero enseguida pasaba a otros temas en los que, de común, exponía los penosos deberes de los opulentos, inexcusables con los menesterosos, quienes debían velar como un padre por sus hijos, puesto que Dios les había confiado la administración de las riquezas de la Tierra, ser justos y ejercer la caridad cristiana, so pena de no hallar salvación. Nosotros no conocíamos a ningún rico, como no fuera el propio cura, que se veía bien alimentado y lustroso; pero debían de ser dignos de lástima, con tanta responsabilidad sobre sus hombros.
A la vuelta, en cuanto comía, me iba al río con los de mi edad, apartándonos de las sendas, a la búsqueda de culebras, lagartijas o del primer bicho viviente que se dejara atormentar un poco para servirnos de entretenimiento. No digo que no fueran crueldades, pero en lugar tan inhóspito no pueden esperarse más que conductas rudimentarias. La naturaleza es dura y a ella pertenecíamos sin separación alguna. Era lógico, pues, que actuáramos como cualquier cachorro, que juega con su víctima antes de matarla. Ese primitivismo que predominaba en nuestro comportamiento se enjuicia, en mi opinión, con demasiada ligereza en cuanto a sus facetas negativas, como si fueran las únicas que lo componen. Pero no debemos desdeñar el hecho de que es el más acorde con el medio y que, en éste, los hombres están más cerca de ellos mismos, son más solidarios y las relaciones humanas son eso: humanas. En pueblos, en ciudades, donde las sociedades son más refinadas, he visto tratar a un coche o a un animal mejor que a un semejante. ¿A eso llamamos civilización?
Cuando quería estar solo, para dar rienda suelta a mis fantasías, cogía el sendero que me llevaba a alguna cueva, siempre con el punzón a la cintura. A Gabriela le gustaba acompañarme en esas correrías. Ella sólo miraba y sonreía, resuelta a hacer todo lo que le ordenara. Más que un estorbo, era una cómplice perfecta que sabía correr conmigo y agazaparse tras una roca, a sabiendas de que huíamos de fantasmas o acorralábamos lobos imaginarios a los que, finalmente, daba caza y mataba con la ferocidad de un bárbaro; o descubría uno de los tesoros de aquellas moras que nos contaba el abuelo, repleto de piedras preciosas, y del que la hacía partícipe regalándole dos o tres, que ella aceptaba muy contenta y guardaba en su bolsillo, como si los tristes guijarros fueran carísimos rubíes que, por otra parte, jamás habíamos visto.
Esas andanzas nuestras, clandestinas, llegaron a unirme mucho con mi hermana, testigo de privilegio de audacias por las que estaba seguro de que me admiraba. Y tal vez lo hiciera. Lo cierto es que nos envalentonamos; bueno, yo, porque ella se limitaba a seguirme, y exploramos todas las cuevas de los alrededores. En todas había excrementos de cabra. Debían de haber servido como refugio de pastores en alguna noche de tormenta. Pero una, que hallé medio oculta por los arbustos, estaba más limpia que las otras. Supongo que debido a que era más difícil encontrar el acceso, por lo espeso de la maleza en su entrada. Me pareció un escondite perfecto, y a partir de ese momento la elegí como favorita. Hacía menos frío dentro que fuera, a pesar de que en el techo había un agujero que dejaba pasar una pequeña corriente de aire, pero que de igual modo filtraba la luz y eso permitía que nos moviéramos con soltura. Y aún tenía algo más que enseñarnos, pues observamos que en la pared derecha había grabados unos signos extraños. Eran varios, unos formaban escaleritas y otros eran círculos atravesados por líneas que los dividían en dos partes iguales. Creímos que serían marcas de pastores, aburridos de pasar allí un día entero de tempestad, pero ahora sé que, años después, se descubrieron multitud de petroglifos en toda la comarca.
Para distinguirla de las demás, la llamamos «cueva de las rayas», mas sería un secreto que no desvelaríamos a nadie. La cueva de las rayas sólo sería nuestra.
La vida en aquel rincón se apartaba poco de la monotonía, pues hasta las muertes de los recién nacidos, de parturientas o de niños, víctimas de debilidad, eran cosa frecuente y, a pesar del drama, no nos asombraban, tal vez asumido el papel de criaturas olvidadas de Dios y de los hombres, de los que no esperábamos nada excepto maldades. Por eso nadie era bien recibido, y del temor se desprendía el recelo. Un recelo mezclado con el desconcierto de no saber exactamente qué se buscaba allí que fuera objeto de castigo. Por intuición o eliminación temíamos todo lo relacionado con la Iglesia, pues las demás fuerzas vivas de la comarca no nos tenían en cuenta para nada, porque nada se nos podía arrebatar, pero los poderes clericales, encarnados en el cura de Nuñomoral, tenebrosos, retorcidos y más sutiles, podían contribuir a añadirnos amargura a la existencia, mortificando a cada paso a aquél que fuera señalado como impío o sospechoso de serlo. Para ello se servían de gentes que, aun cuando no se beneficiaban directamente, ya que la iglesia no les daba nada, obtenían un halo de autoridad con el que ganaban en respeto. Éste era el caso de las beatas que, como abejas en derredor de su reina, atosigaban al párroco con la misma tenacidad que ellas y lo informaban de aquellas actividades de los vecinos que consideraban poco ortodoxas. El sacristán también participaba y, en diferente medida, todos aquellos que proveían de algo al templo, a quienes mucho les complacía hacerse ver en la taberna en compañía del cura, don Isidro, para más tarde pavonearse de su confianza y presumir de influencia sobre él. Como consecuencia, los «influyentes» eran consultados y a menudo se les suplicaba su intervención para algún favor. El protagonista, en estas ocasiones, procuraba ajustarse a la estampa que a él se le antojaba más afín a la que tendría el sacerdote en esa situación, y hacía gala de movimientos pausados, propia de alguien reflexivo, reposado, alguien acostumbrado a escuchar y sopesar graves problemas. Al fin, y tras un estudiado silencio, soltaba la frase esperada: «Hablaré con don Isidro». El párroco, avisado, les dejaba hacer, sabedor de que un buen número de personas interpuestas entre él y la masa de feligreses reafirmaba su imagen de poder, aumentándola, con la esperanza de que llegara a oídos superiores lo reverenciada que era su figura y, ¿quién sabe?, con el tiempo le fuera propuesta una mitra en cualquier lugar. Daba igual dónde, él no tenía raíces. Al menos, de la vanidad, a falta de otras cosas de más provecho, se hacía algún reparto.
De este grupo destacaba, entre los más voluntariosos, el vinatero de Martilandrán, abastecedor de la parroquia y que, de un pestilente tabuco en la propia casa, al que llamaba con grandilocuencia «el almacén», había logrado prosperar y arrendarle un cuarto al vecino, en el que su mujer regateaba, sin piedad, con aquellos que iban a ofrecerle sus modestas cosechas de pitarra, mientras él vendía por las poblaciones cercanas. A ella la apodaban la Pedrusca, más que por ser la hija de Pedro, por la dureza de corazón que exhibía en los tratos, pues, cuanto más necesitado estuviera el agricultor, más rebajaba la oferta y más desprecio ponía en el sentido y el tono de sus palabras. Buena alumna del marido, había hecho suyas las tácticas de éste. Claro que las bofetadas que le propinaba Juan Sánchez eran un indiscutible estímulo para el aprendizaje.
Los métodos de este Juan para vender su mercancía no variaban, en esencia, de los que usaba con la Pedrusca. El sistema era sembrar la inquietud, aplicar la presión que provoca el miedo.
Llegaba con el mulo cargado con los serones de pleita que contenían las cántaras de vino, el embudo de madera de cerezo y los cacharros de hojalata que daban las medidas de litro, medio litro y cuartilla que, chocando entre sí a cada paso del animal, producían el áspero sonsonete de las esquilas rotas. Entraba en la alquería empuñando el bastón que se había fabricado de rama de castaño y que esgrimía, en son de amenaza, en cuanto los niños nos acercábamos al mulo más de lo que él estimaba conveniente, sin dudar ni un instante en cumplirla. Pasaba entre las hileras de chozas hasta llegar a un ensanche formado por la conjunción de dos callejas, un cruce que abría un espacio ligeramente más amplio y al que otorgábamos el desproporcionado calificativo de plaza. Allí esperaba, mientras escupía alrededor con saña, como si maldijese el lugar por no ser digno de su presencia, entretanto liaba un cigarro con picadura de tabaco que sacaba de una petaca de cuero, y que guardaba en el bolsillo interior de la deshilachada chaqueta de rayas con que se le veía todo el año, hiciera frío o calor.
Como nunca hubo taberna ni colmado, cada casa compraba para su consumo que, con ser reducido, no era tan escaso como cabría suponer, ya que creían que confería fuerza a la sangre, por lo que no sólo los adultos lo tomaban, también se les proporcionaba a los niños, a los que, en algunos casos, después de tres años de lactancia, se les destetaba con vino. Eran las mujeres las encargadas de adquirirlo, cargándolo en los envases de barro que tuvieran.
Rodeado de ellas, se sentía el gallo del corral. Las despachaba escatimándoles la cantidad con tan aparatosa cicatería, que hasta de las gotas que derramaba quería resarcirse. En lo que no ahorraba el vinatero era en comentarios envenenados o soeces que consideraba ingeniosos, crueldades relacionadas con los defectos físicos o las enfermedades de cada una. De las que padecían bocio, se gozaba en decir que hasta el cuello tenían preñado de puro vicio. Pero a nadie engañaba, pues los roces casuales y las miradas que dirigía a las más jóvenes, casi niñas, le delataban como el protervo libidinoso de que se trataba. Lo que de veras causaba que el sobresalto se mostrara en los rostros, era que empleara su táctica preferida, a la que recurría si la venta no se acomodaba a sus planes: recordarles la ausencia a los que habían faltado a la misa del domingo, o la desgana con que acudía el resto, colgándonos a todos el sambenito de moros, de lo que el poco gasto de vino, aseguraba, era signo indudable, advirtiendo que, aunque demasiado paciente, ya estaba cansado de nosotros y que daría cuenta a don Isidro de tal hatajo de renegados.