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Authors: José Manuel García Marín

Tags: #Histórico

La escalera del agua (6 page)

BOOK: La escalera del agua
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Me abalancé sobre él, que debió de oírme y se volvió alertado. Todavía pudo aflojar su malcarado gesto de sorpresa, al descubrir que era un niño quien le atacaba. Todavía una mueca bravucona. Yo juro que quería golpear su repugnante rostro con mi puño, quitárselo de encima a mi hermana, pero olvidé, arrebatado por la violenta cólera, arrolladora, poseído del ansia de castigo, olvidé, digo, que empuñaba el afilado punzón, que le entró limpiamente por el ojo izquierdo atravesando el cerebro hasta tropezar con la cara interna del parietal, que hizo de tope. La muerte fue instantánea y cayó desplomado al suelo, boca arriba. Ni siquiera retiré el pincho. Me volví para ver cómo Gabriela resbalaba despacio por la pared de la cueva hacia el suelo y quedaba sentada como una muñeca de trapo, mancillada por el espanto y con la mirada perdida.

Ahora tenía que actuar rápido. Mi obsesión era poner a salvo a mi hermana y escapar, ¡escapar como fuera! Pero ¿cómo? ¿Y hacia dónde? Estreché a Gabriela entre mis brazos y, tirando de ella, la puse en pie. Entonces le escuché decir muy quedo, con la vista en ninguna parte: «Ese hombre sucio… ese hombre sucio…». Cubrí sus labios con mi mano, para acallarla, mientras le dije: «Tranquila, Gabriela, ya ha pasado todo. Ese hombre sucio ya no vendrá más, ya no te tocará más. Lo he matado, Gabriela, para que nunca más pueda tocarte». Me miró y brotaron dos lágrimas, que yo enjugué, y acaricié su cara, como ella hacía conmigo de pequeño.

Aún veo su imagen con plena nitidez: menuda, descarnada, con el pelo enmarañado y con los churretes que yo le había dejado al limpiarla, desvalida y sin entender muy bien qué perseguía el maldito vinatero. Le coloqué el pañuelo, que colgaba de su hombro, le sacudí la falda, manchada de polvo, y la llevé a la entrada. Allí la apoyé al muro de piedra y, con una lucidez y una frialdad que hoy me admiran, extraje el chuzo del ojo de Juan de un único tirón, aunque me temblara la mano al sentirlo de nuevo en ella y el extraño sonido que produjo en la quietud de la caverna, como un blando siseo, lograra ponerme el vello de punta.

—¡Vamos a casa! —le indiqué, tomándola del brazo—. Daremos un rodeo, para que nadie nos vea. No debes llorar, Gabriela, ni hablar de lo que ha pasado, corremos peligro —añadí.

Ella asintió dócilmente. En el camino comprobé que la luz seguía iluminando la mañana, los pájaros volaban o se posaban en las ramas, como siempre, y las nubes eran desplazadas por el viento. Como si no hubiera sucedido nada o el universo fuera ajeno a mi crimen, todo continuaba como siempre. Y me sorprendió, porque comprendí que yo había matado a un hombre.

Por atajos menos trillados que ambos conocíamos, entre collados, accedimos al costado opuesto de la alquería; mas, al vadear el río, nos detuvimos a enjuagar el punzón, para borrar de él los rastros de sangre, y lavé y sequé la cara a mi hermana valiéndome de su pañuelo.

Regresábamos como crías apaleadas que se prometieran una feliz mañana de retozos y que, por haberse alejado traviesamente de la protección de sus mayores, la desgracia hubiera recaído sobre ellos, implacable.

Me aterraba el castigo de mi padre, su rechazo por la ruina, la maldición que descendería, por mi delito, sobre toda la familia, pero aún temía más el de la justicia. Me imaginaba preso en un calabozo, encadenado, sin mi libertad ni mi sierra de crestas salvajes; sin comida y cubierto de moratones por las palizas que recibiría de sañudos desconocidos, que serían la mano ejecutora.

Gabriela se sentó en el camastro. Su expresión ausente, habitual en ella, no indicaba nada; pero la mía, agitado, jadeante, seguramente lívido, proclamaba a voz en cuello un incidente escabroso. Tenía que confesarlo, mas no cedí a las presiones de mi madre. Aguardé a que estuviéramos todos reunidos. Ninguno comió. Me asediaron a preguntas mientras mi madre abrazaba a mi hermana, que sollozaba temblorosa. Expuse los hechos con todos sus pormenores: mi corta separación de ella, por apenas unos instantes; su grito, la repulsiva escena que contemplé al llegar a la gruta, el abuso del que era objeto mi hermana, el dolor y la furia que me invadieron, cegándome hasta el punto de olvidar el arma que llevaba en la mano, y el frustrado puñetazo, que se transformó en homicidio.

Mi padre mandó callar y él mismo enmudeció. Después preguntó, para cerciorarse, dónde se encontraba el cuerpo sin vida. Tras mi respuesta, se mantuvo pensativo y terminó por decir:

—Tú no salgas de aquí esta tarde. Los demás iremos al campo, a trabajar, como a diario. Esta noche nos llevarás a la cueva —ordenó, mirándome.

Se fueron, pero mis hermanos, Anastasio y José, uno tras otro, me obsequiaron al pasar a mi lado con sendas palmaditas, cargadas de gravedad y calidez. Esos toques, tan espontáneos como breves, que me transmitían por contacto su incondicional respaldo a mi defensa de Gabriela, con la asunción solidaria de las consecuencias, provocaron que me desmoronase y estallara en un desconsolado llanto del que no me libré hasta el oscurecer, que me quedé dormido.

Las palabras de mi padre, enviando a José por una buena carga de leña, me sacaron del letargo. Estaba entumecido, pero el dolor de cabeza resultante de la llorera había disminuido. Se respiraba en la choza excitación e impaciencia contenidas por realizar el plan tramado, que yo ignoraba. Luego, que la Providencia se apiadara de nosotros.

Cuando se apagaron los candiles de los vecinos más cercanos, mi padre entendió que era el momento adecuado para pasar inadvertidos. Encargó a José que aparejara el burro y lo cargara con la leña que había recogido, procurando el máximo sigilo, y me pidió que los guiara, hasta la caverna, por el camino que había hecho con Gabriela. La luna llena, alta, tutelaba las estrellas.

Íbamos en fila. Detrás de mí, mi padre; tras él, mi abuelo, y el último, Anastasio. Los cuatro, a buen paso, tardamos unos minutos. En la entrada de la cueva quedó de guardia mi hermano, para darnos aviso de cualquier movimiento anormal.

Ya en el interior los tres, el abuelo encendió cuatro cabos de vela y los colocó en el suelo, cerca del cadáver, para iluminarlo bien. Los dos en cuclillas, examinaron el cuerpo y la tierra de alrededor, detenidamente, buscando huellas de sangre, pero no se halló nada. De repente, mi padre extrajo algo abultado del bolsillo de la chaqueta que, al pronto, no identifiqué. Sólo cuando empezó a manejar aquello me percaté de que eran las mandíbulas de lobo que colgaban de la pared, en la choza. Con los colmillos de la fiera, más que muerta, despojó de carne el ojo por donde había penetrado el pincho para desfigurar la incisión, y arrancó los párpados y lo que quedaba del globo ocular. A mí se me agolparon las náuseas, pero aguanté sin vomitar. Concluida la maniobra, simuló la herida que debería haber sido la causa de la muerte: mordió el cuello con las quijadas lobunas para cortar la yugular, de la que, por las horas transcurridas, ya no afluía sangre, y masticó con las fauces, a la altura de donde estarían los músculos maseteros, que son con los que el lobo imprime más fuerza, para acabar rasgando parte de las ropas y darle, con ello, verosimilitud al ataque del carnicero.

Mostrado así, parecería que mi progenitor perteneciera a la vil categoría de hombres carentes de escrúpulos, brutales e inhumanos. No cabría veredicto de mayor desatino. Era tosco, sí, mas estaba forzado a salir en defensa de su familia con los medios que poseía: ocultando las pruebas del delito, no obstante con esto se implicara. Él no tenía influencias, ni dinero para obtenerlas, sólo sus manos, que empleó a fondo aquel aciago viernes.

Conformes con el aspecto que presentaba el difunto, de víctima del feroz asalto de un lobo solitario que, espantado por algo, hubiera huido sin saciar el apetito, reclamaron a mi hermano. Entre los cuatro, sosteniéndolo cada uno por una extremidad, lo trasladamos a la orilla del río, haciendo de tripas corazón. La cabeza y el cuello quedaron bañados por el agua, lo que haría suponer que el mismo río habría lavado la sangre, y camuflamos nuestras pisadas. Los animales que merodearan en la noche igual colaboraban y hacían el resto.

Reaparecimos en la aldea con tanto cuidado como pusimos al partir. Tengo la certidumbre de que no se notó nuestra ausencia ni fuimos sorprendidos en la sospechosa expedición. Mi madre había tapado el ventanillo de la choza y conservaba vivo el candil. Mi padre, cuando nos tuvo congregados en torno a él, se llevó el índice a los labios para imponer silencio y explicarnos su idea, fraguada de acuerdo con el abuelo.

—¡Qué desgracia…! —empezó a decir, pero mi madre le interrumpió.

—¡Eso es que nos han echado mal de ojo! —sentenció ella, limpiándose de lágrimas la cara con el delantal.

—Clementina puede quitarlo —intervino el abuelo.

—¡Callaos! —exigió mi padre, y añadió—: Dentro de lo malo… a ver si le damos arreglo a algo. Mañana encontrarán al muerto, pero está mordido como si lo hubiera matado un lobo. ¡Ojalá traguen! Nosotros —y echó un vistazo a todos—, ni una palabra. Aquí nadie sabe nada, ¿está claro? —Y sin dar lugar a respuesta, continuó—: Ángel, por si acaso, se tiene que ir… y para siempre —el sollozo de mi madre fue inevitable, como la angustia reflejada en los rostros de mis hermanos—, de forma que parezca llevar a alguna parte leña con el asno. Esto es cuanto podemos darle, el borrico, para venderlo o hacer con él lo que le convenga. Cuando la gente pregunte, diremos que se fugó, como el Eusebio.

—¡Yo me quiero ir con él! —declaró inesperadamente mi hermana, con la frase más larga que jamás le habíamos escuchado.

—Solo va más ligero, Gabriela —contestó mi padre, y puso su brazo sobre mi hombro—. Ángel, coge al animal y vete, pero antes llévate esto. —El abuelo me entregó, aparte de unas monedas, algo duro, metálico, dentro de una diminuta bolsa de tela—. Mételo en los calzoncillos y no lo enseñes a nadie. Es un talismán de plata, el único recuerdo de nuestra familia que te sujetará a la historia de antaño, ¡ése es el hilo! El abuelo y yo hemos pensado que lo guardes tú, que te has portado como un mozo valiente —y diciendo esto me estrechó contra su pecho—. No pierdas tiempo, aprovecha la noche, hijo, y… no vuelvas nunca, ni nos mandes recado, si quieres ser libre.

Todos se me abrazaron, emocionados, mientras mi padre ponía una manta en la grupa del asno, hasta que el abuelo los empujó a la choza. Yo también lloraba, de dolor, de miedo y de soledad, pero mi partida era irremediable. Mi madre, asomada al ventanuco, entre lloriqueos y sin importarle más que la protección de su hijo, conjuraba el aojamiento:

Tres ojos te han hecho el mal,

tres te lo han de quitar:

Padre, Hijo, la Virgen santísima

de la Trinidad.

Cristalinos son,

cristalinos serán.

Cogí el cabestro y el burro me siguió mansamente. Mas, antes de salir de la alquería al camino, vislumbré una sombra, una silueta oscura y menuda que me acechaba y me hacía señas. Era Clementina. Sin hablar, me apremió a clavar una rodilla en tierra, plantó sus manos en mi frente y murmuró algo ininteligible de lo que sólo entendí las palabras finales: «Isa y María te protejan». Entonces experimenté una especie de leve aturdimiento, de enajenamiento nebuloso, demulcente. Al recuperarme, la enigmática vieja ya no estaba.

Emprendí la marcha acobardado; sin embargo, el temor, que no me permitía pensar, me eximía de la abrumadora congoja sufrida de haber podido hacerlo. Sabía que debía pasar desapercibido hasta donde no me conocieran, esto es, hasta más allá de Nuñomoral. Evitar preguntas era eliminar problemas. La suerte estuvo conmigo y, cuando atravesé el pueblo, cabeza del municipio, no me tropecé con un alma; si bien, calculo que serían las seis de la mañana.

A partir de ahí, por el camino vecinal, me acompañó el río Hurdano, a mi derecha, hasta hora y media después, en que entré en una población a cuya salida había una encrucijada. Allí mismo pregunté a un vecino, que me informó de que me hallaba en Vegas de Coria y me indicó la ruta a Plasencia. Por primera vez sentí hambre en veinticuatro horas. Con algunas monedas despaché mi necesidad en una venta, a las afueras, y di de beber al jumento.

Ir al encuentro de Eusebio y del tío Eutimio era la única expectativa que tenía de arrimarme a unas manos amigas. Les diría que me había escapado de la aldea, sin desvelar la verdadera causa. Así pues, continué el viaje hacia mi meta: Plasencia. A media tarde, lejos ya de Caminomorisco, donde debía torcer a la izquierda, me senté en el borde de una fuente en Mohedas de Granadilla. Yo creo que el cansancio soterraba el miedo, porque la cara de la gente que me miraba no reflejaba más que la curiosidad que despierta un forastero. Sin embargo, el instinto me decía que debía moverme. No es bueno estar mucho tiempo quieto, podía llamar la atención de la guardia civil. Tiré del pobre asno, que echó a andar sin ningún entusiasmo. En una calleja vi una tienda abierta. Aquello era un pequeño paraíso de comida distribuida por las estanterías, con latas grandes, abiertas, de manteca; sacos de harina, café, legumbres, cestos de huevos apilados entre paja, y un peso, junto a un rimero de papeles de estraza, sobre el deslucido mostrador de madera que separaba a la tendera de los parroquianos. La oronda señora me vendió un par de bollos y dos trozos de chorizo de una larga ristra que pendía de un palo horizontal, por encima de su cabeza.

El esposo, requerido por ella para aconsejarme algún paraje donde pasar la noche en el campo, surgió de detrás de una cortina, que comunicaba con otra habitación. El hombre me preguntó hacia dónde me encaminaba, para determinar el lugar, y me remitió a lo que él llamó un «muro», como denominaban en Mohedas de Granadilla a los refugios de pastores, en dirección a Plasencia.

A una media hora, en la dehesa, en medio de encinas, divisé el redondo abrigo de piedra. Estaba construido con pizarra, techo de adobe y sin ventana alguna, supongo que por evitar corrientes de aire frío. Me alegré de que aún no hubiera anochecido, porque no lo habría encontrado. Até el burro a una rama y accedí al interior.

Hacía tiempo que no se le daba uso, pues el barro traído por las lluvias del invierno había penetrado y, seco, formaba una costra dura sobre la que no habría sido posible dormir. Utilizando gruesas varas de encina rompí la capa de lodo y amontoné la grava; lo suficiente para extender la manta en terreno liso. Por cierto que, al limpiar, me topé con una navaja de cachas de hueso, corta, como de cuatro dedos plegada, de las que tienen un seguro para que no se cierren.

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