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Authors: José Manuel García Marín

Tags: #Histórico

La escalera del agua (3 page)

BOOK: La escalera del agua
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Para contentarlo y que nos dejaran en paz, unas prometían comprarle más en la próxima visita y otras, las que pudieran, hacían el esfuerzo de pedirle otro litro. Pero no fiaba a nadie, él cobraba al contado.

Servía a estas últimas con ponderados movimientos de cabeza, a regañadientes, escandalizado de lo que maliciaba que allí acontecía y de lo que él mismo, por verse arrastrado de la caridad, era encubridor.

Por fin, se iba. Tiraba bruscamente del cabestro del mulo y, cuando éste echaba a andar, nos dedicaba la quejumbrosa frase que decía siempre: «¡No sé para qué vengo a este sitio miserable! ¡No hay una vez que no pierda dinero!».

En realidad, lo de «moros» lo repitió tanto a lo largo de mi infancia que, de familiar, me había pasado desapercibido. No obstante, presentía que, si amedrentaba a los mayores, debía de ser algo malo. Fue a eso de mis doce años que la palabra cobró vida, penetró en mi cerebro y lo urgió a averiguar su significado. Gabriela, que por entonces se acercaba a los quince años, y yo, habíamos acompañado a mi madre a la plazuela. Las dos enganchadas del brazo, muy juntas. Fuimos de los últimos, pero a tiempo de escuchar la consabida letanía. Recuerdo bien la escena porque Juan, a la par que vertía el líquido en la cantarilla, echó una mirada a Gabriela y exclamó:

—¡Vaya, Joaquina, cómo se te ha puesto la moza! Ya mismo te pide macho —dijo, soltando una risotada.

Ella, inocente, no apagó su sonrisa. Yo, que estaba a la espalda del hombre, entre el mulo y él, tan próximo que hasta mí llegaba el espeso hedor a cebollas y vino rancio del sudor del vinatero, tenía de frente las caras de ambas y vi cómo le mudaba la suya a mi madre. Eso bastó para que me indignara.

—¡No vuelva a mirar así a mi hermana! —protesté a voces.

Él se volvió para darme un pescozón, pero yo ya había saltado lejos de su alcance.

La andanada de improperios rebotó contra las chozas y descendió al suelo empedrado, donde acabaron posados, que no en mi mente, ocupada en desentrañar el túrbido título con que nos investía aquel mostrenco.

El sonido de unos pasos apresurados hizo que girara la cabeza. Era Eusebio, un chico mayor que yo, que había sido testigo del fugaz enfrentamiento. Al ponerse a mi altura me echó el brazo por el hombro, en muda señal de aprobación por el valor demostrado.

—¿Tú sabes quiénes son los moros? —le pregunté.

—No lo sé —confesó, arqueando las cejas—, pero tampoco me importa. —Se quedó pensativo y añadió—: Te diré un secreto, si me juras que no le contarás nada a nadie.

—¿Nunca?

—¡Nunca!

Asentí.

—Me voy de aquí en cuanto empiece el verano —declaró muy serio—. Estoy harto de esa gente, del frío, del hambre. Sé por Paco, el hijo del Manco, el de Cerezal, que en otras partes todo es más fácil; que si continúo el camino de Nuñomoral, llegaré a una carretera ancha y que desde allí podré ir a Plasencia, que es un pueblo muy grande en donde se vive mejor. También me dijo que en Plasencia está su tío Eutimio, que pregunte por él. Si quieres, Ángel —agregó, después de un corto silencio—, puedes venirte conmigo.

—Lo pensaré —le respondí.

—Es cosa tuya. —Y se levantó para irse, mas, a unos metros, apostilló sin volverse—: Has jurado silencio, recuérdalo.

Le prometí pensarlo, pero sin convicción. Que un chico de más edad, casi un mozo, me invitara a acompañarlo en tamaña aventura, era un elogio a mi hombría; pero por nada del mundo quería imaginar siquiera el dolor de la familia, sobre todo el de mi madre, y el desconcierto en el alma quebradiza de Gabriela. No, no lo haría, mi destino se hallaba unido al de ellos. Tal vez, cuando fuera mayor… Ahora, lo que reclamaba mi atención era obtener respuesta al enigma que rondaba mi cabeza y, para despejarlo, necesitaba encontrar al personaje más locuaz de la aldea.

Sentado al sol, como yo había previsto, esperaba la comida mientras calentaba sus bregados huesos. Me arrimé a él, disputándole un trozo de piedra donde sentarme, y le espeté:

—Abuelo, ¿quiénes son esos moros con que nos compara el vinatero?

Me miró y algo se alteró en su rostro, fue como un soplo, pues de los ojos se esfumaron aquellas arrugas que los tornaban risueños; pero no tardaron en reaparecer, de vuelta de algún recoveco inescrutable, engastado en su memoria.

—A la noche hablamos —contestó, bajando la voz, seguro de que así no nos oirían. Enseguida alzó una mano, mandándome callar.

En las faenas de la tarde, observé que él y mi padre se apartaban un poco más de lo necesario para echar un cigarro. Vi como discutían muy circunspectos, entre murmurios, y que algo acordaron, a la postre. Por ser desusado en ellos ese grado de reserva, concluí que se nos preparaba una noticia, si no mala, de mucha trascendencia para nosotros.

Hay puntos críticos que jalonan nuestra existencia. Por lo general, a estos conflictos vitales se los reconoce tardíamente, cuando con una mirada retrospectiva atamos cabos, y se revelan como hitos que originaron cambios: la elección del camino ante una bifurcación o una noticia, que engendra una actitud que, en sí misma, nos depara un nuevo destino. De ser accidentales, el propio estrépito las enmascara y pasan desapercibidas como causa de una cadena de sucesos. Sin embargo, algunos de estos puntos sí los identificamos inmediatamente, porque vengan nimbados de solemnidad o porque, si provienen del pasado, nos ubiquen de repente en el lugar del tablero de este mundo que, gracias al conocimiento que aportan sobre nuestras raíces, entendemos que debemos ocupar, para bien o para mal.

El aspecto de excesiva formalidad de mis padres y del abuelo, los tres encerrados en un raro mutismo durante la frugal cena, hizo que mis sospechas se confirmaran. Mis hermanos también debieron de notarlo, porque terminaron por contagiarse de la gruesa atmósfera, de la mudez que allí reinaba. Pero lo que corroboraba que algo anormal se cocía, fue que mi madre retirara del alféizar de la ventana las tijeras abiertas en forma de cruz, así dispuestas para espantar la entrada de brujas u otros espíritus indeseables, y colocara una tabla de madera que se adaptaba al ventanuco y que se usaba para impedir que el viento o la lluvia irrumpieran en el interior de la choza. Mas, si la noche era apacible, como efectivamente ocurría, la finalidad no podía ser otra que la de soslayar la luz y el contenido de lo que se fuera a hablar, a ojos u oídos indiscretos.

A mi padre le tocó ser el encargado de ponernos en antecedentes sobre lo que nos comunicaría el abuelo. Comenzó por anunciarnos que habían esperado a que fuéramos mayores, pues lo que se narraría era un secreto que nos concernía, muy comprometido para nosotros y que, incluso, arriesgaría la seguridad de todos los habitantes de la alquería si no guardábamos la más estricta reserva, por lo que exigió que empeñáramos nuestra palabra antes de continuar.

En un sólo día, era la segunda vez que me veía obligado a juramentar silencio.

Satisfecho con el asentimiento de sus hijos, pero con la preocupación expresada en el semblante y en la voz, transformada en apenas un susurro, atestiguó que, por edad, correspondía al abuelo relatar las aventuras y desventuras de la familia, asimismo compartidas por la mayor parte de los vecinos de la aldea.

Mi padre calló y los cuatro clavamos la mirada en el abuelo. En esta ocasión, si bien tenía el jarrillo de vino en la mano, no sonreía. Dejó pasar unos instantes, durante los cuales comprendí que se esforzaba en luchar, por el afán de encontrar los términos adecuados, con la desventaja del limitado vocabulario de un hombre de campo que no había salido nunca de Las Hurdes, ni aprendido a leer y escribir. Un analfabeto en toda regla, pero ni más ni menos que nosotros o, como decíamos, de su «misma igualdad».

Sí, eran otras palabras, mas, como pudo, vino a decirnos que aquello obedecía a un mandato que se cumplía de generación en generación, por no perder la única posesión que nos quedaba: el conocimiento de nuestros orígenes. Todo lo demás, como sabían los que iniciaron la consigna de transmitirnos la historia, tras la absorción que produce el mimetismo y la imposición de las costumbres del vencedor, sería sepultado en las arenosas páginas de los vencidos que, como el polvo, serían arrastradas por el crudo viento del olvido.

Anastasio, el abuelo, hizo una pequeña pausa para beber, pero él y mi padre no cesaron de estudiar, ni un segundo, nuestras posibles reacciones. Mi madre, en cambio, sentada en el jergón junto a ellos, parecía ensimismada, con los ojos fijos en sus manos entrelazadas sobre el regazo.

Cuando de un largo trago acabó el jarrillo, prosiguió para contarnos, en suma, que, hacía siglos, nuestros antepasados vivían felices en un reino que se llamaba Granada, en el que habían nacido tanto ellos como los padres de sus padres, en una sucesión casi infinita hasta llegar, probablemente, a los primeros pobladores de esas tierras. Por allí pasaron y se quedaron, por comercio o como resultado de sucesivas invasiones, muchos hombres de países muy distantes y creencias diferentes. El último de esos pueblos, aunque en minoría con respecto a los habitantes, trajo consigo una cultura superior a la conocida, costumbres a las que se amoldaban los nativos con placer, y una religión, que defendía que Dios sólo era Uno, que tomaron libremente éstos como propia después de mucho tiempo. Al menos, la mayoría, porque había otros que practicaban el judaísmo y algunos, los menos, el cristianismo, pero convivían en paz. A esa mayoría, a la que pertenecieron nuestros antiguos parientes, se les llamó «moros».

Ese pequeño reino, último bastión de otro, inmensamente más grande, que ya había sido dominado por los cristianos, era muy codiciado por éstos, pues sus campos eran extraordinarios vergeles por donde se derramaba la nieve en caudales de aguas cristalinas que corrían, inagotables, a fecundar las huertas. La nieve, que en delirios se licuaba, enamorada de la Vega, o que acudía a erguirse en altivos surtidores, por mejor gozar de la visión de los jardines, y precipitarse luego, desmayados de belleza, desde su aérea altura.

De quimera, de ilusión, juzgarían una corte en la que el refinamiento empezaba por apreciarse en los muros de palacio, recamados de poesía; en las cúpulas, cuajadas de místicos planisferios; en los capiteles que, por tan profusamente labrados, maravillaba que tal fragilidad no se abatiera bajo el peso de los cimacios, con calados que semejaban huecos, a modo de exquisitas jaulas, cuya función fuera retener los alientos de la elocuencia. Azulejos, sedas, ataifores, celosías, arquetas, maderas talladas, loza dorada de mágicos alfares, mármol para las columnas de fustes anillados… un arca, en fin, repleta de tesoros que, de un lado, suscitaba la avidez de riquezas de los cristianos y, de otro, aprensión, desconfianza en una cultura que se mecía entre astrolabios, instrumentos de óptica, de medicina, y libros de admirable factura, encuadernados en cuero repujado e iluminados con el primor de la mano de un artista, de un virtuoso obsesionado por la perfección, pero, y he ahí la desconfianza, escritos con caracteres ilegibles y en la lengua de unas gentes de hábitos tan ajenos que concedían la máxima importancia al baño, a la higiene corporal; que hasta para rezar se lavaban, sólo entonces oraban a un dios que, en el fondo, era el mismo. Gentes de una religión hermana, mas propia y enemiga. A un pueblo así, únicamente cabía avasallarlo por el camino sangriento de las armas, para despojarlo de abundancias, usurpar sus bienes y legalizar lo injusto, convirtiendo el reino en un desmesurado botín de guerra que repartirse.

Primero exigieron, luego apremiaron, para después asediar con un ejército, próximo a las puertas de la ciudad, que ya había sometido a las poblaciones del territorio musulmán con rigor y ensañamiento execrables. El soberano andaluz rindió Granada, en previsión de la carnicería que esperaba a sus súbditos, bajo el pacto de respetar vidas y creencias, firmado en capitulaciones que jamás fueron cumplidas.

El nuevo gobernador, el conde de Tendilla, recibió el anillo de la mano del sultán: «Con este sello se ha gobernado Granada; tomadle para que la gobernéis, y Dios os dé más ventura que a mí». Esto dijo, y salió por la Puerta de los Siete Suelos. Siete profundidades, siete infiernos. Perversa pero ajustada paradoja, porque sus pupilas no se volverían a posar en los siete cielos de la cúpula del Salón del Trono, el de Comares. ¿Qué mejor puerta para abandonar la Alhambra que aquella, que debía apresurarle a los infiernos?

Él, el Zogoibi, el más desventurado de los monarcas, entregó el trono y hubo de exiliarse. Pactado de esta guisa, sin plantar cara, incomprendido, quedó como un cobarde en lugar de lo que fue, un hombre de Estado sensato y responsable.

El primer signo de que las capitulaciones no serían acatadas por el invasor sobrevino el 31 de marzo de 1492, tres meses después, cuando en contra de lo pactado, los judíos fueron compelidos a marcharse de su querida Sefarad, mediante edicto de los Reyes Católicos. Se les agració con cuatro meses para malvenderlo todo, que hubo a quien no quedó más remedio que trocar su casa por un asno. Se les prohibió sacar oro, plata y cualquier clase de moneda. El rey Fernando acaso creyó que así salvaguardaba la hacienda, sin percatarse de que el mayor bien lo constituía la industriosidad de aquellos a quienes desterraba. El sultán turco, Bayaceto II, que dio cobijo a los que arribaron a las costas de su país, supervivientes del amargo éxodo, exclamó: «¿Éste me llamáis el rey político, que empobrece su tierra y enriquece la nuestra?».

La infausta disposición, que rebajaba a los judíos a la infame condición de proscritos, alertó a numerosos musulmanes, que no cayeron en la fatal ingenuidad de pensar que la cosa no iba con ellos. Algunos, pocos, escogieron el alejamiento de su patria, pero la generalidad, esperanzada en la tolerancia y la capacidad de mediación del arzobispo Hernando de Talavera —no en vano era de ascendencia judía—, decidió quedarse. Este buen fraile jerónimo, elevado a la más alta jerarquía eclesiástica de la nueva Granada, comprensivo y respetuoso, demostró tan a las claras su deseo de armonía, así como de conversiones por propia voluntad, que llegó a aprender árabe y fue llamado el Santo Alfaquí. Él y el conde de Tendilla, Íñigo López de Mendoza, conciliaron numerosas porfías que enfrentaban a cristianos con musulmanes, o a conversos, a los que se les dio el apelativo de moriscos, con cristianos viejos, que recelaban de la sinceridad de aquéllos y que habrían podido derivar en hostilidades de no haber intermediado ellos con sabia diligencia, logrando la avenencia de las partes. Había paz, pero la oscura sombra de la inquietud opacaba el fulgor de la ciudad de las nieves perpetuas.

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