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Authors: José Manuel García Marín

Tags: #Histórico

La escalera del agua (7 page)

BOOK: La escalera del agua
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Froté la hoja contra la pizarra, hasta que raspé todo el óxido, y vacié el filo. Aunque las cachas habrían gozado de mejores días, los remaches las mantenían sujetas y los trocillos de hueso que les faltaban, muescas como bocados de ratón, no afectaban a la navaja. Me vino muy bien para cortar el pan y los chorizos. Una opípara cena como nunca había tenido.

Al animal, que ramoneaba por allí descargado de la leña, lo introduje en la choza, por darnos calor mutuamente, a pesar de ser noche de junio. Me envolví en la manta y traté de dormir. El sueño me venció, pero estuve muy inquieto. Las pesadillas y los ruidos que no me eran familiares me despertaron en más de una ocasión. Incluso salí a la puerta, cuando creí que algo o alguien merodeaba alrededor, pero eran falsas alarmas provocadas por mis temores.

Despuntó el domingo en un cielo claro, sin una nube. Desayuné las pocas sobras de la cena, cargué el borrico y me fui en busca de la carretera. Se notaba que era festivo, porque en todo el recorrido del viaje no me crucé con nadie. Vi algunos campesinos de vez en cuando, a lo lejos, echando comida o en otras labores con su ganado, que no entiende de fiestas ni de días de culto. Pero ni una persona en el camino. Buena señal para mí. Acaso montaba una efímera ola de buenaventura.

Plasencia era la aglomeración más grande que había asomado a mis retinas. La imagen de la abundancia, con edificios de un tamaño y una riqueza que, para alguien como yo, superaba lo espectacular. Me adentré en la ciudad, atravesando la muralla de la parte antigua. No tenía ningún destino previsto, mas el propio pasmo ante tal cantidad de calles, bares, comercios, me incitaba a seguir, admirando cada cosa que veía. Llegué, por fin, a la Plaza Mayor, inmensa y, a pesar de que eran las cuatro de la tarde de un domingo, repleta de gente. De súbito, aquella masa humana se movió en la misma dirección. Cuando observé mejor, comprendí que asistía a un entierro. Entre seis personas portaban a hombros el féretro, escoltados por un cura y dos monaguillos, con los dolientes y el resto del personal detrás, en abigarrada procesión. Enfilaron una calle y decidí acompañarlos, cerrando la comitiva. Debía de ser extraordinario ver el fúnebre séquito con un burro a retaguardia.

Delante de mí iba un hombre con una boina. Me fui fijando en el porte, en la fisonomía de los lugareños, en sus ropas. Había algo que los diferenciaba de nosotros: eran de complexión más recia, más altos y con mejor atuendo. Otro mundo, semejante, pero otro. El efecto del dinero. El de la boina, calada con desenfado hacia atrás, estaba ya a mi lado.

—Tú no eres de aquí, ¿verdad? —me interpeló.

—No, señor. ¿Y usted? —pregunté a mi vez, para evitar una respuesta más concreta.

—Sí, aunque no conocía al muerto más que de vista. Era un rico, y a mí a los ricos me gusta seguirlos hasta la «piedra de los muertos». —Y agregó, jocoso—: Luego me vuelvo, pero sé que ya queda uno menos.

—¿No los entierran? —dije, pensando que los abandonaban.

—¡Claro que sí! Pero, verás, es una costumbre. Ahora pasaremos el puente de Trujillo y tiraremos a la derecha. Allí hay un bar y una piedra donde dejan el ataúd, para descansar, antes de recorrer los últimos cien metros que quedan para el cementerio. Los familiares invitan en el bar a los conocidos. Como a mí no me van a convidar a nada, me voy a mi casa.

Continuamos juntos el interesante itinerario; yo, por comprobar la veracidad de lo que refería y porque el individuo no tenía trazas de ser preocupante, y él, para disfrutar de algo de charla. Para la vuelta, por el trayecto de ida, ya me había contado que trabajaba a las órdenes de una viuda que regentaba, con mano de hierro, la posada que había heredado del marido, y que me mostró al pasar, pues la entrada de La Cisterna estaba en la calle Trujillo. Él hacía de «hombre para todo»: se encargaba de las reparaciones que hubiera menester, encalaba cuando era necesario e incluso hacía los mandados que la dueña dispusiera, lo que le proporcionaba un discreto margen de libertad para zascandilear por el pueblo, de lo que inferí, dadas sus dotes a la hora de pegar la hebra, lo bien informado que estaría de los chismes y nuevas del lugar. Quizás era el sujeto cuyo temperamento se ajustaba a mi necesidad, capaz de conocer a los forasteros que se hubieran asentado en Plasencia y, por ende, de localizar a Eusebio y al tío Eutimio.

—¿Adónde llevas la leña? Porque has venido a venderla, ¿no? —como buen fisgón, pugnaba por averiguar por puro pasatiempo.

Su pregunta ratificaba mi apreciación acerca del buen placentino, que ahora se quitaba la boina y la sacudía para sacarle el polvo, fingidamente más atento a su maniobra que a mi respuesta.

—Sí, pero no tengo comprador —y quise tentarle—: En cuanto la venda buscaré a mis paisanos, que sé que viven aquí aunque no dónde, a ver si me encuentran trabajo y me quedo en esta ciudad.

—¿Cómo se llaman esos paisanos tuyos y de dónde son? —inquirió rápidamente.

—Los dos son de Las Hurdes, como yo. Uno se llama Eusebio, el más joven, y el otro, Eutimio. ¿Los conoce?

—Pues no, no me suenan. Igual trabajan en Malpartida de Plasencia —se rascó la frente, pensativo, antes de continuar—: ¿Cuánto quieres por la carga?

—Lo razonable. Ni más, ni menos —declaré.

—¿Te parecería bien a cambio de cena y posada? La cena no es muy abundante, no te voy a engañar, pero los pobres no morimos de indigestión —dijo, guiñándome divertido.

—Y cuadra y forraje para el burro —estipulé, inquebrantable.

—¡Hecho! Y luego visitaremos al Anselmo, el sacristán de la iglesia de San Pedro —y a la par que me explicaba, me estrechaba la mano, sellando el negocio—. Si él no tiene razón de ellos, es que no están aquí. Vamos a la posada.

La Cisterna era un caserón grande, con bastantes habitaciones en la parte alta y algunas menos en la baja, donde estaban la cuadra y otras dependencias. Aligeramos al asno, le di agua en un cubo y lo amarré al pesebre, en el que vaciamos un saco entero de paja. Yo recogí la manta y la llevé al cuarto que me fue destinado, mientras el hombre avisaba a la patrona del acuerdo.

Cerré la desencajada puerta verde, eché la llave y me detuve a examinar la habitación. Pegada a la pared de la ventana, una cama metálica, con barrotes en pies y cabecero y bolas de latón dorado en las esquinas, pulidas por manos no muy seguras a juzgar por la cuantía de las abolladuras, ocupaba una considerable parte del espacio. Me tumbé sobre ella, con la nuca en la almohada. Mi cuerpo no había catado tales blanduras ni, mucho menos, el delicioso cimbreo producido al moverme, ejercicio que repetí con más violencia cada vez, ignorando la batahola de los flejes. Tanta fue que, al poco, escuché los berridos de la señora, quien, desde el pasillo, me abroncó preguntándome si estaba loco y quería romper la cama y que, si así era, tendría que hacerme cargo de los daños.

La acerba reprimenda de la patrona me apeó del festejo y me concienció de mi brusco desabrigo. Entre extraños, aislado de cualquier afecto, sólo contaba conmigo mismo, que es absoluta carencia para un muchacho de catorce años, indefenso en un medio hostil, por desconocido y distinto. Hacía calor pero ¡qué frío sentí en el espinazo!

Para combatir aquel estado, que me arrastraría a la postración, opté por distraerme husmeando en el mobiliario del aposento; pero, aparte del armario, vacío, la mesita y una silla, el palanganero de madera constituía la pieza más original, dentro de que todo fuera novedoso para mí, por el espejo oscilatorio que, gracias a esa particularidad, se adaptaba al gusto de contemplarse de cada cual.

Enfrascado en monerías frente al lustroso óvalo, de improviso recordé el talismán que atesoraba en mi ropa interior. Los dedos tuvieron tiempo de notar la solidez metálica del amuleto, pero en eso llamó el recadero a la puerta y convinimos en irnos a buscar a su amigo Anselmo.

Cuando doblamos la esquina de la posada, Fulgencio, que era su nombre, —«como el patrón de la diócesis», dijo—, me tendió un paquete, un bocadillo liado en papel.

—Toma, vete comiendo el bocadillo —me ofreció, compasivo—, que habrás comido poco, o nada. Si no tienes hambre, guárdalo y tendrás el desayuno de mañana. Es lo que he podido burlar de la cocina —reveló.

Fulgencio me informaba como un experto guía de las vías que atravesábamos y de las casas señoriales, en las que moraban los notables, y que atestiguaban sus fachadas suntuosas. No obstante, fue enseguida, ante la catedral —en realidad dos, adosada la nueva a la vieja—, donde extasiado por la riqueza arquitectónica, el hombre hubo de avivarme, tirando de mí hasta embocar la calle Encarnación, por la que seguimos hasta Morenas y finalmente la de San Pedro, en la que se hallaba la iglesia de igual nombre.

Cruzamos el templo y Fulgencio empujó la puerta, entornada, de la sacristía. El sacristán charlaba con un fraile, ambos sentados en sendas sillas de anea. Anselmo se levantó, sonriente, a nuestro encuentro.

—Hombre, Fulgencio, ¿qué se te ofrece? —exclamó, alargando la mano para saludarle, a la vez que aprovechaba para echarme una rápida ojeada.

—Buenas tardes —respondió, cumpliendo, con una ligera inclinación de pasada, al fraile—. Este mozo, que viene al pueblo buscando a unos paisanos suyos. A ver si tú tienes noticias de ellos.

—Haremos lo que podamos, con el permiso del padre Luis —manifestó, volviéndose parcialmente hacia el franciscano, quien dio su venia con un gesto, al tiempo que se incorporaba del asiento y se unía al grupo.

—El padre Luis Zaragüeta —dijo Anselmo, al sospechar que debía presentarlo—, ha viajado desde Toledo, por orden del archivero de su comunidad, a recoger unos libros viejos, desaprovechados y arrumbados en la parroquia, para la biblioteca del monasterio al que él pertenece, San Juan de los Reyes.

El monje, de apariencia severa y enérgica, alto para los míos, enjuto y un poco cargado de espaldas, nos miraba a través de sus gafas de cristales marrones con la fijeza de una rapaz. Sin embargo, por algún detalle indefinible, comunicaba confianza.

—Bien —prosiguió el sacristán—, y tú, mozo, ¿cómo te llamas?

—Me llamo Ángel Castaño Crespo, señor, y soy de Las Hurdes.

—¿Y los que buscas? —inquirió Anselmo.

—El mayor se llama Eutimio, y el otro, de poca más edad que yo, Eusebio. Los dos de Las Hurdes —contesté.

—¿Cuánto hace que vinieron? —volvió a preguntar, pero esta vez arrugó el entrecejo, reflexivo.

—Hará dos años, señor sacristán —repuse.

—Pues si son los que creo, no los vas a encontrar aquí. Estuvieron con un carpintero hasta que éste cerró, hará seis meses, por enfermedad. Pero les consiguió trabajo como albañiles, por medio de un cuñado suyo de Barcelona y… ¡allá se fueron! Así que, ¡nada que hacer, muchacho!

—¿Barcelona está muy lejos? —quise saber, dispuesto a ir tras ellos.

Al fraile le asomaron las cejas por encima de la montura de las gafas, impresionado por mi desconocimiento.

—Pues con un burro cargado de leña, como has llegado a Plasencia, calculo que tardarías un par de meses —pronosticó Fulgencio, socarrón. Mas al padre Zaragüeta, por su rostro repentinamente más serio, no le gustó la respuesta.

—Bien —intervino Anselmo—, pues acabado el asunto, mejor nos tomamos unos vinos, ¿les parece?

—Vayan ustedes —dijo el monje—. Prefiero esperarles en la sacristía. Ángel, quédate conmigo que vamos a hablar —me ordenó, mientras se dirigía de nuevo a la silla y me señalaba la otra, para que me sentara.

Tímidamente me acomodé en el asiento, pero en mi mente presidía el temor. ¿Qué podía hacer ahora, sin nadie a quien pedir ayuda? Me imaginaba mendigando por las calles, desahuciado de calor humano.

El fraile me observaba interesado, con sus ojos de halcón atravesándome.

—Estás solo, ¿eh? —Era una afirmación más que una pregunta—. Así que has venido desde Las Hurdes para… ¿qué? Explícamelo sin miedo.

Yo también lo miraba ahora a él. En nada se asemejaba al cura de Nuñomoral. Su hábito marrón de basta lana, con capucha, ceñido en la cintura por una cuerda corriente, no pregonaba ostentación ni riqueza, precisamente, sino humildad y privación. Quizás ese punto en común conmigo, la pobreza, fue lo que hizo que me fiara de él. No del todo, claro.

—Verá, señor…

—Llámame padre —me interrumpió.

—Pensaba, padre, que mis paisanos podrían arreglárselas para conseguirme un trabajo en cualquier cosa, con tal de tener para comer y dormir.

—¿Te has escapado de tu casa? —me preguntó abiertamente.

—Escapo del hambre, padre —y le mantuve la mirada.

Hizo una pausa, en tanto me escudriñaba a sus anchas.

—Bien, dime otra cosa, ¿has robado ese asno del que habla el que te acompañaba?

—No, padre, me lo dio mi familia para que me buscara la vida.

—¿Has ido a la escuela o de alguna manera has aprendido a leer y escribir? —me siguió interrogando.

—En mi pueblo no hay escuela, padre —le respondí—. No sé leer ni escribir.

—Entonces, ya que desconoces el paradero de tus amigos, te volverás a tu pueblo, ¿no? —dijo, convencido de que así sería.

—No, me quedaré hasta que encuentre de qué comer. No pienso volver.

—Esto es absurdo, no me cuadra que, a tu edad, no desees regresar con tu familia inmediatamente. Demasiado decidido estás. ¿Hay algo que no me quieras contar? —Y clavó aún más su mirada, dispuesto a que un gesto mío confirmara sus sospechas.

—Padre, si no quiero contarle algo… no se lo contaré —alegué con resolución.

Su expresión se endureció, mas al instante las comisuras de su boca se plegaron hacia abajo, en un rictus extraño que obligó a los labios a separarse y mostrar la dentadura. Era una sonrisa.

—Llevas razón, ¡coño! —soltó sin vacilar. Y se retrepó en la silla, dando por concluido el interrogatorio.

No es que ofendiera mis oídos, pero me chocó que un religioso incluyera palabrotas en su vocabulario. Francamente, esa espontaneidad suya conquistó mi simpatía y una porción más de confianza. No podía adivinar cuánto terminaría debiéndole, ni que aquel frailuco irascible —como comprobaría pronto—, de cara alargada y nariz aguileña, enérgico y ordenado, excepto en sus cabellos, peinados con descuido, sería como un segundo padre para mí.

—No haber ido a la escuela —quiso aclararme—, te convierte en un ignorante, un analfabeto —pronunció estas palabras sin pasión alguna, para que las comprendiera; no era su intención ofenderme—. Los trabajos que se les destinan a éstos son y serán siempre los más duros; pero hay quienes, pudiendo, eligen conformarse con esa situación. Sé tan sincero como antes y responde: si tuvieras la oportunidad, ¿te gustaría poner remedio a eso o prefieres mantenerte como estás? Piénsalo.

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