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Authors: José Manuel García Marín

Tags: #Histórico

La escalera del agua (11 page)

BOOK: La escalera del agua
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—¿Sabes, mozo, a cuántas leguas estamos del reino de Portugal?

El muchacho, que no las tenía todas consigo con respecto a quiénes serían y qué querrían, decidió responder al hombre con cortesía, por miedo a provocarle.

—No sé contestaros, buen señor, nunca estuve en ese tal reino, acaso al otro lado de la sierra, pero —añadió solícito—, sí puedo informaros de que el pueblo que acabáis de cruzar se llama Nuñomoral. ¿Qué nombre recibe ése al que vais? Tal vez lo haya oído nombrar.

—Tampoco lo sabemos nosotros. Lo que deseamos es salir de los dominios del rey don Felipe —aclaró Gerónimo.

La novia no les quitaba ojo, y más ahora que, a pesar de lo impreciso, insinuaban ser fugitivos.

—Como os dije, puede que esté tras esas montañas, mas es imposible transponerlas con vuestros carros. Sin embargo, a poco más de legua y media hay tierras sin amos y hasta ahí es hacedero llegar. He apacentado cabras en ese lugar. Si queréis, os serviré de guía —planteó, pensando en que alguna comida tendrían para compartir.

La cara del talaverano expresaba contrariedad.

—¿Cómo evitaríamos esa sierra? —preguntó al pastor.

—Tendríais que deshacer el camino e ir más al norte o al sur, para rodearla. ¿Os persiguen los justicias? —interrogó, aventurándose con aplomo.

—Nadie nos busca… por el momento. Pero esto trastorna nuestros planes —pensó en voz alta—. Tendremos que hacer una parada y decidir, de nuevo, el rumbo. ¿Adónde os dirigís vosotros?

—No tenemos destino fijo, señor. Ni comida, ni agua.

Gerónimo reflexionó unos instantes, para enseguida decirle:

—Bueno, repartiremos los pocos alimentos que llevamos… por dos más no se aumenta la indigencia. Pero aguardad a que nos reunamos y deliberemos sobre la dirección que vamos a tomar. No os vayáis hasta entonces.

El capataz morisco mandó hacer un alto, puso a los novios al cuidado de su mujer, Teresa, para que fueran atendidos, y convocó a los ancianos.

—Malas noticias. Este valle no tiene paso por el oeste, ni por ninguna otra parte, para las carretas —comunicó a los tres—. La serranía lo impide. Precisaríamos regresar, con el fin de sortearla por otros puntos. Pero dice el cabrero que a una legua y media hay tierras que no pertenecen a dueños ni incumben a señoríos. Quizás asentarnos en ellas no suponga una insensatez. ¿Qué hacemos? Vosotros tenéis la palabra.

Antonio se adelantó a los demás:

—¿Es lógico que confiemos en pareja tan insólita? ¿No serán unos endemoniados locos? —soltó resoplando.

—Desde luego que su aspecto no es normal; aunque, si nos acogemos a eso, tampoco el nuestro, Antonio. La chica no ha hecho aspavientos ni ha hablado siquiera, que ya es actitud extraña en una loca, y en la conversación del muchacho yo no he descubierto ningún desvarío.

—Pues o volvemos o anidamos donde dice el pastor, ésta es la disyuntiva —enunció Nicolás—. Pero hay que ventilarla con rapidez, no debemos permanecer aquí, a la vista de cualquiera que pase y se pregunte quiénes somos. Cuantas menos lenguas, mejor.

—Esperad, concedámonos un poco de calma para recapacitar, las prisas no son buenas consejeras —opinó Francisco que, como siempre, paseaba mientras pensaba—. Si retrocedemos llamaremos la atención dos veces, y avanzar, con la intención de quedarnos definitivamente, puede reportarnos una desagradable sorpresa si el pastor está equivocado. A la consecuente decepción sólo cabría añadirle haber agotado el plazo del rey, para que la huida sea un calvario. Pero, según se me ocurre, una solución a medias no estaría mal —dijo, en tanto los tres hombres rogaban por que hubiera hallado una salida airosa—. Aún faltan quince días para la fecha límite del rey. Pues bien, yo planteo que nos encaminemos a ese lugar del valle y esperemos diez días, mas con la conciencia de que en cualquier momento nos dé la espalda la suerte y seamos expulsados. Si esto sucede, tenemos cinco jornadas para huir, que creo suficientes.

Antonio, no obstante su naturaleza, más impulsiva que la de sus dos compañeros, suscribió, como Nicolás, la conclusión de Francisco Oliva. Sin embargo, contrapuso una cuarta premisa, más conforme con los caracteres de uno y otro que con el suyo.

—No me resulta descabellado, Francisco —declaró, balanceando el corpachón—, pero propongo que Gerónimo se anticipe a nosotros, junto con el chico, para que explore y se asegure de que sea emplazamiento que reúna los requisitos mínimos de espacio o agua, para instalarnos cinco familias. ¡Ah!, y que observe si hay rastros de labor, porque eso haría ostensible que no está lo abandonado que el cabrero sostiene.

—Es una excelente medida. Así, si el terreno no es apropiado o, en contra de lo anunciado, tiene dueños, nos ahorramos tiempo y esfuerzos —corroboró Nicolás.

—Entonces vamos a descargar el burro y la mula de tus hijos, Nicolás, para montarlos el mozo y yo y que estemos pronto de vuelta —determinó el activo capataz—. Entretanto, apartad carros y personas de manera que queden resguardados de la vista de los campesinos. No nos sería provechoso que desconfiaran, rumiándose que venimos aquí a urdir algo contra ellos.

Gerónimo y Alonso se alejaron de la caravana con los animales, mordisqueando queso rancio y pan duro. Durante un rato no conversaron, entretenidos con los exiguos bocados. Seguían el espacio casual que proveían las bases de los collados, un paso natural del que el morisco estudiaba su anchura preocupado por la de los carros. Más abajo se veía o se presentía el río, en dependencia de las revueltas del sinuoso carril.

—A nosotros nadie nos busca, pero me huelo que a vosotros sí. No vamos a denunciaros —hizo constar el hombre para no intranquilizar al muchacho—, tampoco a ayudaros, ya ves que no podemos ofreceros nada. Quizás experiencia. ¿Qué os ha pasado? —le interpeló.

Alonso escrutó los rasgos del capataz. Ninguno de los componentes del grupo tenía pinta de proscrito; ni éstos, sabía él, viajan con mujeres, carretas y niños, sino como bandas compuestas solamente de hombres, de forma que en el ataque y la posterior huida sean veloces. Por esto no tuvo inconveniente en dejar a María con ellos.

Necesitaba el consuelo de sincerarse, de confiar en alguien. Echó pie a tierra, apretó la cincha de esparto y lana del aparejo, más floja de lo seguro, y narró a Gerónimo lo acontecido después de montar en el asno.

Lo que desconocía el pastorcillo era que, con mucho más lujo de detalles, la novia hacía lo propio con las moriscas, sentadas en el suelo, y que éstas escuchaban arrobadas el relato, de tal modo que hasta el hambre arrinconaron, hechizadas por la magia que desprenden las historias de amor cuando son apasionadas y los protagonistas generosos e inocentes.

Las mayores ponían pegas a la fuga y tachaban a la chica de alocada, pero las demás respondían defendiendo, acaloradas —con una irreconocible Benita de líder secundada por Teresa Oliva, a quien la parada ocasional había permitido recobrarse de su fatiga—, la impulsividad de los jóvenes y la valentía mostrada. Incluso culpaban al padre de no haber sabido ser más tolerante y a la madre la tildaban de insensible, por no darse cuenta a tiempo ni ablandar al esposo como era debido.

Las discusiones no se sucedían, se agolpaban; pero a ninguna importaba más que el valor de sus argumentos, que compaginaban con caricias a María para confortarla; le enjugaban lágrimas, emocionadas como ella, con puntas de pañuelos si de pulcritud cuestionable, con amoroso tesón.

Algunas ya se interesaban por los llamativos collares, que tocaban, seducidas por el bruñido y el suave tacto de la plata, de los cuales inquirían su significado y celebraban con inofensivas risas las explicaciones de la serrana que, por fin, también reía. Otras, por los bordados, igualmente alabados por el atrayente colorido y la gracia de sus motivos.

Los niños desatendieron sus juegos, absorbidos por la alegre tremolina, e hicieron un corro alrededor con el ánimo de participar e imitar a los adultos, toqueteando los encajes, las cadenillas, los amuletos, con clara predilección por la «pata de la bestia» o la trucha, dada la ingeniosa movilidad de ésta, para asombrarse luego, como antes habían hecho sus madres.

Gonzalito rivalizaba con los otros por coger en sus manos los objetos deseados, pero no lograba atinar con un hueco por el que colarse y, pese a sus protestas, era ignorado. Sin embargo, pronto descubrió un resquicio detrás de la joven por el que se metió con la agilidad de un ratón, pegó su cuerpecillo a la espalda de la moza y se enganchó con los dos brazos a su cuello, sin que fuera rechazado por nadie ni reprobado por la inmoderada confianza. Ahora estaban a su alcance todos aquellos trastos tan brillantes.

Los hombres infirieron, del pasivo proceder de las matronas, que María acababa de ser adoptada por las mujeres.

El alígero repiqueteo de cascos, indicó el retorno de Gerónimo al trote más rápido que conseguían obtener de los animales, sin reventarlos. Inmediatamente se arremolinaron en torno a él, que se apresuró a informar de su exploración. La extensión era bastante para las familias, aunque de tierra no muy fértil y sí abarrotada de piedras, pero esto tenía sus ventajas para la construcción de las casas. Había castaños, robles, alcornoques y encinas entre la jara y el brezo. El agua sobraba, con el río de vecino; y cultivos, ninguno. Luego, sin amos. Ni una criatura se vio en todo el rato que permanecieron allí, excepto una mula enteramente blanca, con arreos, que se espantó al reparar en ellos, y que no capturaron, fuera a ser que los culparan de robo. El cabestro, desflecado, probaba que la acémila había escapado semanas atrás.

Alguien dijo que toparse con la alba mula, sola y libre, encerraba presagios de buena suerte. Gonzalito, a lo suyo, tiró, insistente, del brazo del abuelo Nicolás, para preguntarle cómo podía, la pobre bestia, con todos aquellos luceros extraviados encima.

El pastor, entretanto el guía exponía lo observado, consultaba aparte con María. Cuando se dio por acabada la reunión, en la que se optaba por llevar a efecto la propuesta de Francisco, el chico pidió permiso para hablar y, dirigiéndose a los ancianos, solicitó unirse con su pareja a la caravana.

Francisco, Antonio y Nicolás detectaron las miradas de aprobación de esposas e hijas. Era un problema negarse. Sin embargo, este último se sintió obligado a advertirles:

—Somos moriscos, Alonso, se nos expulsa de estos reinos. Si os unís a nosotros, seréis tratados como tales hasta las últimas consecuencias, que pueden ser terribles. Créeme, no os conviene.

Gerónimo intercedió.

—Yo mismo se lo dije, después de que él me confesara su aventura —refirió a los presentes, girando para abarcar a todos de una mirada—. Ya veo, en algunos rostros, que las mujeres estáis al tanto. No son más que dos locos enamorados —continuó—, que han huido sin la más simple reflexión. Si los encuentran con nosotros, pueden ocasionarnos conflictos, pero cuento con que sean de poca envergadura. No obstante, pongamos condiciones. En el caso de comprometerse a aceptarlas, nos acompañarán. ¿De acuerdo? —cuestionó al grupo, pero atento a los ancianos.

Detrás del morisco se alzó un coro de voces femeninas en su apoyo. Francisco levantó un brazo para acallarlo y hacerse oír.

—Comprended que no corremos un riesgo menudo, aunque Gerónimo le quite importancia —notificó, dirigiéndose a los muchachos—. Mas es asunto nuestro consentirlo o no. La voluntad de la mayoría es acogeros, pero con tal que…

Cecilio Cerezo explotó, furioso, e interrumpió a Francisco.

—¡Me opongo! ¡Ni condiciones, ni nada! —clamó, iracundo—. No se puede jugar con las vidas de todos, por muy bien que le parezca a Gerónimo. Vamos con mujeres y niños. No estamos en circunstancia de dar refugio a extraños que desconocemos por qué huyen, ni quiénes los persiguen, como tampoco la brutalidad del castigo concebido para vengarse.

—Cecilio, te entiendo —dijo el capataz—, pero exageras. Los estará buscando el padre de ella, un labrador. ¿Es un agricultor una gran amenaza?

El mayor de los Cerezo parecía perder la paciencia. Tenía el rostro congestionado. Antonia Ortiz, su mujer, se aproximó a él, por sosegarlo, pero la frenó con gesto adusto.

—Pues yo no te entiendo a ti. Tu desafío al cuadrillero, ¡por dos cabras!, aún puede costarnos una desgracia. Pero —le increpó—, ¿quién crees que eres? ¡No toleraré que hagas lo que te venga en gana con mi familia!

Gerónimo inició una respuesta, pero Nicolás no le dejó.

—¡Te ordeno que te calmes! Quien no tolera pugnas soy yo. Aquí se hace lo que Francisco, Antonio y yo decidimos. Acordamos confiar en Gerónimo y así se hará mientras no nos defraude, y por el momento no lo ha hecho. ¿Es que se te ha reblandecido el seso con la lluvia, hijo? Si hubiera accedido a la petición del hermandino, éste habría regresado con más exigencias y, probablemente, acompañado. Obedecerás, como todos. No me avergüences. ¿Has olvidado la virtud de la hospitalidad? —Hizo un movimiento significativo, terminante, como de haber allanado la polémica, e invitó a Francisco a proseguir.

Cecilio, por unción y respeto a su padre, consintió, pero el despecho brotaba en su semblante. El capataz —especulaba en su fuero interno—, se pensaba, el muy iluso, que comandaba una hueste competente y pertrechada, y no valoraba los poderes, inexistentes, de que disponía: ocho hombres sin armas, maniatados para contender, por el bien de esposas e hijos. Transigía, pero forzado y en desacuerdo. La tirantez, que presidiría en adelante las relaciones entre ambos, vendría en antagonismo.

—Pues… como iba diciendo —reanudó Francisco su discurso—: no valen medias tintas. No basta con acompañarnos, sino integraros por completo. Para ello, en primer lugar, es necesario jurar ante los presentes que esta fuga es sólo producto de vuestro amor y no de ninguna fechoría o delito pendiente con la justicia. En segundo, acatar las órdenes que os sean dadas por el capataz, ahora, y, en el futuro, los dictámenes del consejo de mayores, incluso si resolvemos entregaros a quienes os reclamen, y aun guardaréis discreción en todo lo que respecta a nosotros. Siendo así, también sois libres de marcharos cuando os convenga; pero, recordad, tendremos la palabra dada —recalcó, amenazador, y aguardó la contestación del cabrerillo.

—Señor, no queremos causar riñas ni desavenencias —repuso el pastor—, y, menos aún, atraeros nuevos problemas. Con los que tenéis, a mi entender, ya vais cumplidos. Somos gente cabal, señor. No hemos cometido más faltas que enamorarnos y no tener ni un real. Pobres y sin experiencia, pero honrados como los que más.

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