La escalera del agua (12 page)

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Authors: José Manuel García Marín

Tags: #Histórico

BOOK: La escalera del agua
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Al viejo bracero le hacían gracia el talante y las maneras formales del muchacho. Fibroso, greñudo y —tan joven— tostado por el sol, le miraba con sus ojos castaños, directos, en los que no debían de caber mentiras, y los brazos caídos a lo largo del cuerpo. ¿Tendría padres, o sería huérfano? Pero el pastorcillo no había cesado de hablar y comenzaba a empeñar su palabra.

—En nombre de María y en el mío, juro ante Dios y los presentes que lo dicho es cierto, que la justicia no nos persigue por ningún delito, y que nuestra única culpa es que María ha salido de la casa de sus padres, sin consentimiento de ellos, ayudada por mí. También juro que lo que nos mueve a unirnos a vosotros es el deseo de sentirnos amparados, y siempre que el trato sea de igualdad y no como servidores. Sabremos ganarnos el alimento.

Más que en las promesas, en las últimas frases, gallardas y dignas, conocieron los ancianos la nobleza y honorabilidad de Alonso.

Finalizado el compromiso de los muchachos, se les otorgó el beneplácito y Gerónimo, dando palmadas, avivó al grupo para restablecer la marcha con prontitud.

Los carromatos, con los animales en reata, siguieron su andadura al prudente paso que la angostura, entre vertientes y despeñaderos, permitía.

El capataz caminaba abstraído. No le agradaba que surgieran enfrentamientos en una situación como la que vivían, en la que los nervios afloraban con facilidad. De haber sido otra la coyuntura, Cecilio no se habría exaltado, pero la tensión y el cansancio acumulados se abrían paso. En tales reflexiones se hallaba cuando escuchó un golpe y el parón en seco del último carro. Temió que fuera una rueda, mas enseguida verificó que las cuatro se conservaban dentro de límites aceptables. Este segundo carromato era de batalla más larga, por lo que las curvas cerradas las tomaba peor. Antonio Crespo, desde el pescante, no calibró esta mayor distancia entre los ejes y siguió, prácticamente, los surcos del precedente, por lo que el lateral trasero derecho colisionó con las aristas salientes de la colina y quedó encajado.

Los desperfectos, superficiales, no afectaban al interior. La compostura se efectuaría cuando dispusieran de tiempo, podía esperar. Ahora obligarían a las acémilas a retroceder hasta que los adrales se destrabaran.

La engorrosa operación necesitó que alguien cogiera de la jáquima al animal más próximo a las ruedas, para guiarlo, mientras Antonio tiraba de las riendas y Gerónimo vigilaba, desde atrás, que la trasera no excediese el borde del camino.

—Arrancando la piedra del saliente obtendremos la anchura apropiada —explicó Pedro Crespo, tan vehemente como Antonio, su padre, cuando acabaron la maniobra.

—Nos llevará mucho. Es una roca grande y pesada —objetó Francisco Oliva.

—Quizá —intervino Gerónimo—, si desenganchamos las mulas y movemos el carro nosotros mismos, salvaríamos la curva.

Nicolás sopesaba esta propuesta, pero discrepó con pesadumbre:

—Corto provecho sacamos, ya que la mula de cabecera no cuenta porque dobla lo que se quiera con la reata; sin embargo, los largueros casi alcanzan al pecho de la otra, con lo que viramos igual, al ser fijos.

—Hay otra solución —se decidió a plantear Alonso—. Haciendo palanca con ramas gruesas, que no se quiebren, levantamos el carromato y lo colocamos en la posición que interese —ante la atención de que era objeto, el muchacho buscó un canto rectangular y unos palitos para hacer ejemplo de lo que decía—. Primero, así, de atrás —y simulaba desplazar la piedra como si fuera el carro—, por separarlo de la pared, y después delante, para ceñirlo. Luego, basta con que tiren los animales. Si es preciso hacerlo varias veces, las repetiremos, pero me parece que, como mucho, con dos será suficiente.

El capataz sacudió la cabeza repetidas veces, en señal de afirmación, y se dispuso a organizar a su gente.

—Bien pensado, chico —proclamó gustoso—. Creo que funcionará. Que se baje todo el mundo del carro; cuanto menos peso, mejor. Traed maderos de mi altura, que se vean sólidos.

Con los leños elegidos, Gerónimo distribuyó a ocho hombres por los flancos de la carreta, con un palo por barba, y se volvió a Cecilio, a quien había eximido de realizar esfuerzos.

—No es conveniente que abuses del brazo magullado. Es preferible que dirijas tú la faena.

—Aun así tengo más fuerzas que un pastorcillo. Además, ¿no es idea suya? ¡Pues que la ponga en práctica él!

El muchacho, azorado, soltó el leño. El capataz resolló, exasperado. Empezaba a cansarle el comportamiento pueril del bracero. Anduvo unos pasos hacia ninguna parte, con las manos apoyadas en la cintura, exigiéndose tolerancia para no darle de cachetadas. Lo logró a medias, pues tenía la cara roja, contraída, cuando le exhortó:

—Seamos juiciosos. Bastante tenemos ya, ¿no crees? Cualquier brazo es importante que esté sano y al servicio del grupo. Así que, ¡haz lo que te digo! Si tienes alguna diferencia conmigo, más adelante la arreglaremos —dijo, y le dio la espalda, dando por hecho que sería obedecido—. ¡Alonso! —llamó—, coge el palo y regresa a tu lugar.

»Ahora, atendedme: meteremos los maderos debajo del cajón del carro apuntalados en la tierra, de esta forma —y para demostrarlo, puso uno oblicuo al suelo, con la parte superior tocando el cajón, pero sobresaliendo de éste. Así, al empujarlo hacia arriba, haría de palanca y se alzaría el vehículo—, y lo levantaremos en vilo, todos a la vez, cuando se nos indique. Después, muy despacio, los del lateral izquierdo dejarán que el peso recaiga sobre sus leños, bajándolos muy poco a poco, mientras los del derecho haremos lo contrario. De este modo se desplazará la carreta. Cecilio que, desde donde está, ve ambos lados, nos irá dando instrucciones para que no se desplome de golpe ni nadie resulte dañado.

Como supuso Alonso, con dos cambios de posición esquivaron el atolladero. Sin más contratiempos, ya no tuvieron más que andar la media legua que distaba hasta su destino, del que ignoraban a qué corona pertenecía, si es que alguien había reparado en su existencia. Pero el aire de tierra inexplorada, silvestre, con aquel río de aguas limpias y frías, que resonaba libre en una naturaleza sin humanos, como para sí, pareció acogerles.

Las familias moriscas contemplaron lo que podría constituir, desde un mero posarse, provisional, como el alto de un ave migratoria, hasta el término de su viaje, a convertirse en su futura patria chica, el lugar donde descansarían sus huesos y los de sus descendientes, subordinadas sus vidas a lo que ocurriera en los próximos días.

La mula blanca, oculta en la enramada, les venteaba con los ollares abiertos, cual zafio remedo de escurridizo unicornio al que truncaran el asta y, con ella, la inocencia; tal vez la magia. Pero ya no fue vista más, salvo por los niños y nunca, éstos, muy seguros de si sus atisbos eran quimeras henchidas de realidades o certezas nimbadas de sueños. Sólo Benita Molina, la pequeña de la futura herbolera, pudo acariciarle el belfo suave, tres años más tarde, el día que se hizo mujer allá sola entre los riscos, momentos antes de flaquear y caer desvanecida. Nadie la tomó en serio, creyendo que serían alucinaciones producto del desmayo, y a punto estuvieron de convencerla, pero en sus dedos quedó impreso el dulce contacto.

El reconocimiento del terreno se redujo a un breve recorrido en círculo; se trataba de obtener una visión general, orientativa, más que nada. En la siguiente jornada tendrían tiempo para explorar. De cualquier manera, no cabían más opciones, les gustara o no; fuera la tierra más o menos fértil o combatiera demasiado el viento. Los montes les impedían avanzar más. Si no los echaban, ése era el rincón del mundo que la Providencia guardaba para ellos.

Como el cielo no anunciaba lluvia, Gerónimo pidió a Luis Molina que, junto con otros cuatro bajo su mando, construyera un cobertizo de ramas para los hombres, que aunque no fuera el mejor encargo para su oficio, siendo carpintero tendría más conocimiento que los demás y no saldría volando o se derrumbaría, el refugio, al menor soplo. Sin ellos, las mujeres y los niños dormirían más holgados en los carros. El resto iría de caza con él, a ver si lograban dormir con los buches ocupados en algo que no fuera aquel rezongar de entrañas.

Pedro Crespo, Gonzalo Cerezo, Alonso y el capataz cruzaron el río y ascendieron una colina en la que el pastorcillo decía haber avistado cabras salvajes meses antes. Subieron con lentitud y con aún más tiento de no romper la paz del monte, para no ahuyentarlas si se encontraban por allí. El viento corría en su contra, lo que entorpecía que ruidos y olores llegaran a los animales. Sin embargo, no era tarea sencilla ésta, porque las piedras, de un tipo que crujía al pisarla y se partía con facilidad, abundaban más conforme se acercaban a la cima. Los moriscos recogieron algunas. Jamás se habían tropezado con guijarros similares. Eran muy porosos, oscuros, tirando a grisáceos con jirones terrosos, frágiles y muy livianos. Se trataba de lava solidificada; expulsiones, quizá milenarias, del volcán que aquella colina fue en una época remota.

Gonzalo Cerezo se asomó por una escarpadura e hizo señas a los demás. Más abajo, sobre una peña, una cabra se alimentaba de las matas que nacían entre las grietas de las rocas. Alonso rodeó el risco hasta colocarse en una posición desde la que dominaba un costado del animal y preparó su honda. Mediante signos indicó a los hombres que dejaran caer a plomo una pedrezuela, para asustarla, mientras él iniciaba el rápido volteo de las correas. Cuando el canto rebotó, el rumiante ya comenzaba, con la confianza en la precisión que le dotaban sus pezuñas, el brinco ágil que le trasladaría a otra roca, pero el proyectil lanzado por el pastor impactó en la cornamenta, causando un chasquido seco, sordo, que desequilibró la trayectoria del astado. La cabra lo miró, paralizada en el aire, con los ojos desorbitados; mas el desenlace yacía hilvanado a sangre en las pizarras del fondo de la barranca.

Cuando recogieron el cuerpo, Gerónimo lo colgó de la rama de un árbol y le cortó la yugular con su cuchillo. El potente chorro manó incontenible y caliente.

—Alonso —dijo—, ve al campamento y di que enciendan un buen fuego. Nosotros esperaremos a que no le quede una gota de sangre a la cabra. Esta noche —agregó—, comeremos carne bien desangrada, como manda nuestra tradición.

Tal como pidiera el jefe de la caravana, las mujeres hicieron una fogata a la que rodearon de piedras en rectángulo, pues previeron espacio para las dos cazuelas de mayor tamaño de que disponían. No consumirían toda la cabra, pero se desquitarían con un discreto banquete y guardarían lo sobrante. Para varios días tendrían, bien racionada.

El rumiante fue desollado y despedazado por Antonio Crespo, operación en la que demostró ser un experto, diligente y eficaz. Acto seguido, Francisca Torres, con ayuda de Josefa Medina, la madre de Gonzalito, se ocupó de trocearlo en tacos mientras Isabel Moreno chafaba ajos, sin pelar, en un almirez. Con el machete más afilado para tajar la dura miga, cortaron rebanadas de pan seco, capaz de aguantar una semana sin fracturarse al meter el cuchillo en la corteza. Buena harina de molino, amasada a base de puños y recia espalda.

De una alcuza vertieron —oro esplendente al claror de las llamas— el denso aceite de olivares de Talavera en las cazuelas y, ya caliente, echaron los ajos y el pan que, al quedar dorado éste, retiraron. Entretanto, recubrieron los untuosos trozos de carne con mucho romero y tomillo, sacados de dos graciosos costalitos que poseía Francisca, y los pusieron al fuego, en el que chisporrotearon de inmediato, humeantes, despidiendo el apetitoso aroma de las olorosas plantas mezclado con la grasa animal, que hizo que las glándulas secretaran, anegando las bocas de saliva y de impaciencia los estómagos. A continuación añadieron vino, agua y las rebanadas de pan frito machacadas.

Benita cuidaba las brasas, atizándolas para aplacarlas o bien avivándolas con su pringoso soplillo de esparto, según precisara, con tal de que la sabrosa vianda se cociera a fuego lento, invariable. Simultáneamente, vigilaba que no faltara agua, hasta que la carne estuvo tierna y del color del bronce. Entonces dejaron que aquélla se evaporara, para que los trozos se conservaran en su propio aceite. Ése fue el momento de apartarlo todo de la lumbre.

Terca briega les supuso a Francisca y a la regordeta Isabel evitar que se quemaran las incontables sucias manos que se arrimaban a las ardientes tajadas con la intención de pescar alguna, pero entre las manotadas que repartían, incompasivas, y el irrevocable sermón, a gritos, de Benita, terminaron por disuadir a los más contumaces.

Por fin, a una temperatura aún abrasadora, que combatían a fuerza de soplidos, se les permitió hincar el diente a la cena, que devoraron con fruición. Las caras, rojas al resplandor de la hoguera, mostraban la complacencia del hambre satisfecha, y a ésta, en los más viejos, se sumaba la esperanza de haber llegado a un sitio, acaso, definitivo.

Gerónimo masticaba despacioso, dividida su atención entre el placer de saborear la gustosa cabra y el del fulgor hipnótico de las llamas, y el pensamiento, abrumado con la multitud de quehaceres que deberían llevar a cabo en los próximos días, sin garantías de que no fueran en balde, pues si les obligaban a irse de allí nada de lo que hubieran compuesto les serviría. No obstante, tampoco podían andar de brazos cruzados; en beneficio del grupo, era necesario levantar muros y construir techados, acomodarse y proveerse de alimentos.

El morisco observó a sus hijos; los dos, algo más allá, en el corro formado en torno a la candelada, estrechaban a su esposa, somnolientos después de saciados. Teresa, la menor, dejaba caer la cabeza en el hombro de la madre, medio enredada en el astroso manto de ésta. Se puso en pie, se aproximó al árbol contra el que descansaba el cántaro y bebió de su agua fresca, recogida del río por las mujeres. Desde la penumbra contempló al corrillo. La luz, oscilante por el flamígero tremolar, daba aspecto fantasmagórico a los cuerpos, que parecían disminuir o alargarse a capricho de luces y sombras, en tanto el cielo permanecía imperturbable, inaccesible a las pequeñeces humanas.

Poco después de amanecer, Cecilio y Alonso, a quienes se les encomendó la guardia de la noche, despertaron a las familias. Tal vez fuera extraño que se les propusiera compartir esa misión, pero la desconfianza que se tenían propiciaría la vigilia. A ellos les tocaría descansar tras el almuerzo, con una corta siesta. Ahora, como estaba diciendo el capataz, se necesitaba de todos para dar comienzo a la construcción de las chozas.

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