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Authors: José Manuel García Marín

Tags: #Histórico

La escalera del agua (13 page)

BOOK: La escalera del agua
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El talaverano adjudicaba a cada cual un cometido. A Cecilio le tocó acompañar a Francisco Oliva a Nuñomoral, ambos montados en mulas provistas de serones, para guardar los comestibles que comprarían en el pueblo. Así, el mayor de los Cerezo reservaría su brazo, casi repuesto, y serviría de asistente y escolta a Francisco que, de paso, tantearía a los naturales respecto a la presencia de los moriscos, con bastante más experiencia y tacto que el primero. Los demás debían dividirse en grupos. A Gerónimo, junto con Gonzalo, el hermano de Cecilio, les competería hacer tres montones de piedras de diferentes dimensiones, ayudados por las mujeres, que harían acopio de las pequeñas y prepararían barro o arcilla. Mientras, dirigidos por Luis Molina, Nicolás Cerezo y Antonio Crespo, armados de hachas y azuelas, procurarían las ramas más rectas que encontraran, de chopo o pino, para las vigas, de un máximo de cinco codos y medio, de los llamados codos medianos moriscos, y de un diámetro no inferior a seis pulgadas y media. Con esta proporción entre longitud y anchura, se prevenía el alabeo de los maderos. Finalmente, a Pedro Crespo, Alonso y al hijo del capataz, Francisco, les había correspondido la dura empresa de cavar una zanja de un codo y tres cuartos, bien pasados, de anchura, por codo y cuarto de profundidad, a lo largo del contorno de la casa, que dispondría de un frontal de algo más que la envergadura de las traviesas, por nueve codos de fachada. En esa zanja se colocarían las rocas más pesadas, para sustentación de los muros, y se volvería a rellenar a ras de suelo. La última de la pila, fuertemente trabada por un lecho de tierra y piedras apisonadas, iría fijada con barro a la inferior y sobresaldría en la superficie la mitad, o menos, de su altura.

En pocos minutos el asentamiento se transformó en un hervidero. Unos rodaban grandes cantos con palancas, para emplazarlos cercanos a los que abrían los fosos; otros arrastraban largas ramas sin desbastar, apilándolas para su futuro empleo, y los encargados de excavar los hoyos se afanaban en sacar terrones con las herramientas con que contaban: una pala mellada y dos picos, romos del uso de años. A María Monforte le hicieron cambiar de ropa para que no estropease el vestido de novia más de lo que estaba, de resultas del camino. Le pusieron un sayo y se dedicó a limpiar de guijarros el solar de la choza que previamente delimitara Gerónimo con un simple surco, realizado con la punta de una varilla. Los niños tampoco se libraban. Se les había asignado la función de llevar alcarrazas de agua a las recién constituidas brigadas que la requiriesen. Con Gonzalito al mando, naturalmente, adueñado del cacillo como símbolo de su autoridad, ya que tirar del recipiente lleno era imposible para él. Pero al pequeño líder de los azacanes no le bastaba con acudir cuando lo llamaban. Se aburría y aparecía con los acólitos, obligados a acarrear el cántaro, insistiendo en que bebieran o protestando vivamente si se negaban, pues, si la gente no quería agua, ¿qué clase de trabajo era el suyo? Con este procedimiento y aunque sudaran a goterones, nadie corrió peligro de deshidratarse, continuamente forzados a beber sin ganas.

Todavía así se desanimó el chiquillo, cuyo cargo juzgaba desprovisto de actividad comparado con el infatigable trajinar de los adultos. De un vistazo, repasó el campamento. Mulas y asnos, liberados de cabestros y aparejos, pastaban o ramoneaban tranquilamente, ligadas con maniotas las patas delanteras. Las cabras, separadas de los equinos, pacían ensogadas a estaquillas clavadas en el suelo. Se las percibía apacibles, de una docilidad que movía, como mínimo, a acariciarlas. Tocó los cuellos y espinazos de los animales y éstos transigieron sin apenas alterarse. «¡Qué mansitas!», pensó. Se merecían sustraerlas de aquella inmovilidad injusta, comprendía él, y concederles, de una en una, un pequeño paseo, perfectamente compatible con repartir el agua. Desató resuelto una de las sogas y quiso atraer a la cabra con una ligera sacudida, pero ésta, al advertirse libre, echó a trotar, remolcando tras ella a Gonzalito, con una fuerza inesperada en animal tan menudo. El muchacho corría a trompicones detrás de aquel demonio, que galopaba ya con un disparatado bambolear de ubres entre las patas que cualquiera supondría un obstáculo, pero que al caprino no afectaba en su alocada carrera. El chico entendió que no debía soltarla pero sí pararla cuanto antes, si no quería ser arrastrado por las piedras. En un instante concibió el recurso de liar la soga a un árbol y valerse de él como estaca. Los árboles son fuertes. Casi rodeó el acebuche, sin tiempo a darle una vuelta completa. La ingrata cabra era rápida y la soguilla se deslizó por la corteza arrancando astillas, hasta que fueron sus manos las que padecieron la abrasiva fricción, en lugar de la cuerda, y el dolor y la visión de sus dedos ensangrentados desencadenaron el llanto. Entonces, soltó.

Alonso arrojó el pico a la zanja al escuchar los sollozos y corrió a ver al niño. Llegó el primero hasta él y lo encontró sentado junto al árbol, con la cara anegada en lágrimas, gritando y con los brazos separados del cuerpo, a medio extender, como si no quisiera ver las heridas y, en cambio, sí mostrarlas a los mayores, para que lo curaran. Observó que eran simples magulladuras con la piel arrollada y quiso cogerlo en brazos, mas ya estaba allí la madre para consolarlo. Aunque Josefa, tras percatarse de lo que se había hecho, no sabía muy bien si darle consuelo o de capones.

El pastor, para ir en busca de la cabra, abandonó la apiñada tropa de mujeres que, como protectoras gallinas, se habían congregado para evaluar la gravedad del asunto. Mientras tanto, el manojo de niños que llevaban cosidos a sus faldas, miraban entre compungidos, visto el estado lastimoso de su camarada, y satisfechos, por no ser ellos los protagonistas de la desventura.

Al animal no tardó en hallarlo. Corría en dirección al pueblo, pero la soga quedó prendida a un haz de ramas caídas, que también arrastró, hasta que éste se enganchó a su vez a unas rocas y hubo de detenerse. Alonso no necesitó más que desengancharla para devolverla al campamento, donde la criatura aún gemía con los dedos embadurnados en el jugo de azabara que Benita, asumiendo por primera vez sus funciones de herbolera y curandera, le había aplicado y con el que notó inmediato aplacamiento. El cabrerillo tuvo una idea para distraerlo. Se hizo con una caña de la ribera y la cortó hasta dejarla en menos de un palmo. Con la navaja le practicó una incisión para formar el bisel de la embocadura, le talló tres agujeros y, confeccionado el instrumento, se presentó por detrás del chico entonando tan jovial y trepidante musiquilla —a la que brindaba, cual jubiloso dios Pan con flauta de un sólo tubo, toda suerte de brincos y piruetas— que conquistó la atención de Gonzalito, magnetizado por el ritmo y las cabriolas, y finalizó con una breve reverencia en la que aprovechó para hacerle ofrenda del improvisado objeto.

El crío, feliz con el sonoro canuto, arrinconó los lamentos y se fue con sus compinches a presumir de tan flamante posesión, sencilla pero codiciable por sus perturbadoras posibilidades, inclusive la postrera, que no había por qué descartar: la de hacer música.

Los niños se disputaban la vez para que se la prestara siquiera unos segundos, y lo colmaban de zalemas y promesas, arrimados a él, dándose empellones por aproximarse y vociferando, mientras los adultos volvían a su trabajo, tan divertidos por la ocurrencia del serrano que Josefa exclamó:

—¡Buen padre para tus hijos te has mercado, María!

La novia siguió barriendo piedras, mas, ufana por el comentario, sonreía y, tierno, encendido el rostro, miraba a Alonso complacida.

Francisco y Cecilio regresaron en ese momento. Venían andando junto a las mulas, que traían atestados los serones, de los que colgaban por fuera tres pares de gallinas vivas, atadas por las patas. El capataz llamó a los hombres para reunirse y las mujeres descargaron las vituallas y las aves.

—Venís bien abastecidos —dijo Gerónimo—. Contadnos, ¿cómo os han recibido?

Francisco se dejó caer sobre una piedra y los demás le imitaron.

—Estas gentes miran con desconfianza —acabó por señalar, al mismo tiempo que aligeraba las alpargatas de barro con ayuda de un trozo de rama—. No les gustan los forasteros. Ni hacen preguntas ni son dados a responder para satisfacer a nadie.

—Eso puede ser favorable para nosotros —apuntó Nicolás—. No se meterán en nuestras vidas a cambio de que no fisgoneemos en las suyas.

—¿Os han dado nuevas ciertas sobre la situación de estas tierras? —preguntó Antonio Crespo, visiblemente preocupado.

—Hicimos lo posible, pero son huraños. Hemos recibido más encogimientos de hombros que indicaciones concluyentes —explicó Francisco—. ¡Hasta que nos dijeran quiénes vendían víveres ha sido difícil! Alguno se limitaba a señalar vagamente una calle, una casa, mas sin abrir la boca. A quienes hemos comprado les explicamos que volveríamos y que no estamos de paso, sino dispuestos a quedarnos, dejando claro el lugar donde pensamos establecernos, por si se pronunciaban con algún impedimento, pero les era indiferente. Habrá que esperar. Ahora ya están informados de nuestra presencia.

Cecilio, que parecía distraído todo el rato, por fin, intervino.

—Son humildes. Por las trazas de sus hogares, es un pueblo pobre; todas las casas son parejas en modestia.

—La solidaridad entre pobres puede protegernos —comentó Antonio.

—Seamos prudentes —objetó Francisco—. También se da la traición por causa de pobreza. El tiempo dirá.

—¿Qué habéis conseguido comprar? —inquirió Gerónimo.

—Aparte de las gallinas —enumeró el suegro—, hemos traído panes, harina, vino, sal, huevos, aceite, y lo más importante: tocino, para que se deduzca que somos cristianos.

—¿Y qué haremos con él? —preguntó Luis Molina.

—Comérnoslo, Luis, comérnoslo —sentenció Francisco y acalló a continuación los murmullos de protesta que se levantaron—. Si vamos a vivir aquí, en paz, tendremos que adoptar sus costumbres, al menos las más significativas, las demostrativas, cara al exterior, de que abrazamos sinceramente su fe. Las nuestras son importantes, y los ritos también, pero la vida lo es más y el Clemente sabrá perdonarnos. Si no comemos cerdo, ¿cuánto tiempo tardarían en darse cuenta y echarnos de aquí?

—Lleva razón Francisco —opinó Nicolás—. Además, es comida y no estamos sobrados de ella.

En la generalidad de las caras podía leerse la repugnancia; en el resto, la resignación.

Gerónimo meditaba en silencio. A nadie gusta rociar sal en las llagas de los suyos; no obstante, antes se trague lo amargo, antes se acaba.

—Mañana es domingo; habrá que ir a la iglesia del pueblo. No me miréis así —dijo el capataz—, es propio de cristianos, ¿no? Tenemos que ir con pies de plomo —agregó—, al menos hasta saber el terreno que pisamos. Entonces ya veremos.

Cecilio se removió, inquieto.

—Pues si hay que andar con disimulos, como en Talavera, no aprecio qué ganamos con irnos; si, al fin, nos hemos empobrecido más para resultar en lo mismo. Estamos en precario, en unas tierras de las que nos pueden echar sin estorbo, apenas alguien proteste. ¿Qué hemos obtenido y en qué nos hemos convertido?

—Hijo, nos hemos convertido en supervivientes, cosa que otros, para su desgracia, no han logrado —alegó Nicolás, con tono comprensivo—. En cuanto a qué obtenemos, te diré: ganamos que no nos embarquen, maltratados y expoliados, rumbo a lugares desconocidos, no escogidos por nosotros, y en los que se nos masacre precisamente por cristianos, que es buena ironía; y en que, si nos quedáramos en Talavera, lo más probable es que fuéramos enviados a galeras, por rebeldes, o a la hoguera, por relapsos. Y aquí estamos, mal, pero salvos y todos juntos. Eso hemos ganado.

De Cecilio brotó un gesto conformista, pero la rebeldía contra el destino roía su temple con la tenacidad de un parásito. En eso, poco se diferenciaba de la mayoría. Dolía en el pecho y en las vísceras. Azotó los pañetes de las pantorrillas, para hacer saltar las costras secas de barro, que cayeron como cascajos sobre la rala hierba, y escuchó a Gerónimo.

—No nos contemplemos más, que lamentarnos no habrá de servirnos, y continuemos con la faena. Francisco: repasa los maderos, que queden los tocones desmochados y haz luego un montón nuevo con éstos. Cecilio, vamos a la zanja —ordenó decidido.

La ocupación de éste, una vez que entre Gonzalo y el capataz conseguían introducir la voluminosa roca en el foso, y con ímprobos esfuerzos la cuadraban, era la de completar los espacios laterales con las piedras pequeñas, barro y, por último, cuñas que las calzaran para asegurarlas y mantenerlas inmóviles. Serían los cimientos de la choza.

Después de comer, excepto Alonso y Cecilio, que descansaron de la noche en vela, reanudaron los trabajos en la hilera hasta las últimas luces de la tarde. Las familias oraban para que no lloviera y se les inundara la zanja, derritiendo el barro y deshaciéndoles la trabazón de guijarros y calzos.

La guardia nocturna no deparó sobresaltos a Pedro Crespo y al joven Francisco Castaño. Salvo los ruidos producidos por las alimañas, transcurrió tranquila y con el cielo despejado.

Pedro mantuvo al muchacho desatento a la modorra, refiriéndole rancias historias picantes de los discretos postigos de la muralla de Talavera, por donde se escurrían, entre las sombras, pícaros, señores y criados de éstos, que les hacían el servicio de escoltarlos, y, a plena tarde, viejas trotaconventos embozadas en sus mantones, amplios como hopalandas, que les ocultaban las facciones; o, punzado por la nostalgia, ponderando lo cómodo que se le hacía vivir en la calle del Tinte, supuesto que su oficio era el de tintorero. Cómo elaboraban los tintes a base de alheña y cartamina, para obtener tonos rojizos, o recurrían al glasto para los de añil, o cómo la mezcla de la gualda, de cuyo cocimiento se sacaba el amarillo dorado, con el índigo producía un verde vivísimo.

Conversando así se les pasó la noche, cobijados en mantas y turnándose para despabilar las brasas, que alimentaban con generosos haces de leña que les hicieran entrar en calor; hasta el alba, en que percibieron ajetreo en los carromatos, síntoma de que la gente despertaba.

La primera en bajar de uno de los carros, en los que dormían mujeres y niños, fue la esposa de Pedro, María, que, por desayunarles, les proporcionó sendos cachos de pan mojados en aceite con una pizca de sal.

En un santiamén las familias rodearon la hoguera, agarrotadas por la humedad y el frío. Nadie quedaba en los carros ni en el cobertizo de los hombres y, mientras tostaba cada uno su pan en el fuego y lo hundía después en la jofaina con aceite, que Antonia Ortiz había colocado diligentemente, el capataz anunció las instrucciones del día: Nicolás Cerezo y Luis Molina permanecerían allí, encomendados de custodiar animales y enseres, dedicando su tiempo a perfeccionar las futuras vigas y a construir un par de escaleras, de medio codo más de la altura de un adulto, para cuando se acometieran los altos de los muros y los techados. Isabel Moreno tampoco iría con ellos. Le tocaba preparar la comida de todos. Los demás se encaminarían juntos al pueblo, previo aseo y adecentamiento, en lo posible, en donde, como cristianos ejemplares, cumplirían con el precepto de la misa.

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