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Authors: José Manuel García Marín

Tags: #Histórico

La escalera del agua (4 page)

BOOK: La escalera del agua
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Ocho años de paz conseguidos con el esfuerzo de los dos grandes personajes que, quizás idealistas o en exceso crédulos en la palabra de los reyes, trabajaron con denuedo por una armonía que en verdad no interesaba. Ocho años de labor desperdiciada en cuanto irrumpió Cisneros. Junto a él se establecieron el desprecio y la intolerancia, definidas como «eficacia». Pronto, muy pronto, expuso su postura y en la plaza de Bib Rambla quemó miles de libros. Ésa fue la primera hoguera. La gente se amotinó y fue sofocado el tumulto gracias al conde de Tendilla y a Hernando de Talavera, lo que valió a éste las sospechas de la Santa Inquisición. Era el comienzo del ultraje, hasta que se desató desde las Alpujarras, transcurridos muchos años, afrentas y paciencia, la reacción de los moriscos. Entonces se anunciaron otras hogueras, pero de humanos y en la plaza de la Chancillería. La sangre tintó el río Darro, atónitos los puentes.

De ahí a la expulsión ya sólo hubo un paso. Granada vio otra vez a sus hijos forzados a expatriarse, unos ochenta mil en diversas oleadas, en desdichado peregrinaje a tierras de ambas Castillas, Extremadura y la Mancha. La muralla bermeja de la Alhambra, las almenas, los adarves, contemplaron, turbados, cómo era arrancado lo mejor de sus parterres; cómo, de sus patios, desertaban los más firmes capiteles; cómo los hombros abatidos de sus tiernas criaturas, las que daban sentido a su presencia, se desvanecían en la distancia, sin esperanza de retorno. Los ajimeces pretendieron, tal vez, cegarse, por no padecer la terrible aflicción; los muros, estremecerse, por si, con la convulsión, aflorara la vibrante llamada del almuédano, grabados siglos de ecos en la piedra, y los convocara en un intento desesperado de retenerlos.

Hambrientos, entre innumerables apuros y amenazas y con el cansancio que resulta de ignorar adónde nos conducen nuestros pasos, empujados a un futuro incierto, nuestra familia hizo el largo camino hasta Talavera de la Reina, donde se avecindó finalmente. Allí se figuraron que podrían emprender una vida pacífica, pero sólo se sostendría unos años, pues los cristianos nunca creyeron que fueran otra cosa que musulmanes que simulaban acatar las doctrinas de la Iglesia.

Todo esto nos era relatado por el abuelo poco a poco, noche tras noche, durante meses y con omisiones que yo, más adelante, aprendí a completar y que ahora resumo. Mas, aun así, con lagunas, asimilamos que aquellos moros, seres fingidores y perversos, proclives a la herejía, éramos nosotros, los descendientes de los que, en franca huida, se ocultaron en El Gasco. Llevaban razón, era imprescindible que algo tan delicado y peligroso se conservara en el más absoluto silencio.

Conforme el más pequeño de la última generación de cada casa crecía y se le consideraba apto para entender, y especialmente para mantener los labios cerrados, se hacía partícipes a los hijos, no individualmente, sino congregados a la vez, de la procedencia común. De manera que, como en los antiguos clanes, la transmisión oral de la historia era un rito que nos tornaba iniciados, pero que no tenía relación directa con la edad, puesto que estaba basada en la del menor de los hermanos. Desde ese momento perdíamos la denominación de muchachos y éramos designados mozos. Pese a ello, la genealogía, en cuanto a los verdaderos apellidos y no los que adoptaron en la conversión, fue borrada de la memoria, por descuido o a conciencia, que nunca lo sabré, pero irrecuperables por esa vía.

De Eusebio, por ser mayor que yo y benjamín de los Ortiz, deduje que había pasado a la categoría de mozo, es decir, de conocedor de la tragedia. Pero eso no obligaba más que a comunicarlo, como un legado, a los descendientes y a no contravenir el precepto de hermetismo que se nos imponía. No estábamos sujetos a ninguna otra regla, ni estorbó para que el muchacho consumara su propósito de fuga a comienzos del verano.

La voz de que había desaparecido corrió a media mañana, entre huertos y bancales. A la madre, Agapita, le había extrañado no encontrarlo en la choza al despertar, pero lo achacó a que habría salido a hacer sus necesidades. El padre, que no lo vio en el campo, como suponía, decidió buscarlo en las inmediaciones, después en la alquería y, por último, casa por casa. Las mujeres se juntaron y lo llamaban a voces; los hombres, al escuchar el griterío, se presentaron en el poblado para enterarse de qué lo provocaba. Se dispararon los nervios y la alarma. Nadie lo había visto desde la noche anterior. Los viejos hablaron y se organizaron cuadrillas de rastreo a un lado y otro del río. Cualquiera era capaz de seguir huellas, pero Eusebio también y había evitado dejarlas. Además, el terreno pedregoso se lo facilitaba.

Para evitar a Agapita, que lloraba temiendo que lo hubieran matado las alimañas, me fui con el grupo que debía batir por la otra ribera del Malvellido, hacia el sur, en el viejo volcán de El Gasco, y luego hasta la cascada del Chorro de la Miacera. Como éramos tres partidas, la segunda recorrió el camino de la sierra de la Corredera, al norte, comprendidas las faldas del monte Fragosa y la última cubrió las poblaciones de La Fragosa, Martilandrán, Cerezal y Nuñomoral, haciendo indagaciones entre la gente, por si lo habían visto o tenían alguna razón que darnos. Igualmente, preguntaron en el Cottolengo, una institución de monjas, las Hermanas Servidoras de Jesús, que acoge, todavía hoy, a los enfermos más pobres, y que se había instalado dos años antes, en 1952, cerca de La Fragosa, ante la posibilidad de que, herido, acudiera a ellas, o alguien que lo auxiliara lo acarreara hasta allí con la ayuda de una bestia.

Yo ascendía por la senda del volcán sumido en la incertidumbre y la indecisión que me causaba un dilema: si revelaba que, simplemente, se había fugado, se abandonaría la búsqueda, pero ¿y si no era éste el motivo de su desaparición? En ese caso, sus restos serían encontrados cualquier día por algún pastor, mientras yo lo imaginaba fuera de Las Hurdes. ¿Con qué caras me mirarían entonces Carmelo y Agapita cuando, por mi culpa, el cuerpo de su hijo habría quedado insepulto? Pero ¿cómo podía dejarles en la amargura de pensar que había muerto, devorado por los animales, sabiendo que estaba en Plasencia? Había empeñado mi palabra…

A la hora fijada, ya oscurecido, nos reunimos las tres cuadrillas en la plazuela, donde los viejos alimentaban una hoguera que serviría para alumbrarnos. Cada una confiaba en que las otras supieran algo, pero los rastreos y las preguntas resultaron infructuosos. Allí estábamos todos, de vacío, sin nada que pudiera dar la más leve luz sobre el paradero de Eusebio, como si se hubiera evaporado. Eso, sin embargo, me confirmó que estaba a salvo. Carmelo y Agapita iban de un grupo a otro, requiriendo, angustiados los ojos, una noticia, un mínimo indicio. Los hombres, aún sudorosos, cansados y envueltos en el desánimo, agachaban la cabeza y trasteaban en los bolsillos, sin saber qué hacer con las manos, incapaces de haber agarrado con ellas al muchacho y traerlo de vuelta a casa. El padre estaba hundido. La madre, sujeta por las mujeres, lloraba sin consuelo al filo del desmayo. Los ancianos opinaron que, aunque no fuera de nuestro agrado, pues nos gustaba arreglar las cosas entre nosotros, debíamos recurrir a la guardia civil. Ellos tenían más medios y en pocos días darían con él o… con su cadáver, dijo el que hablaba, evitando la mirada del abatimiento, que era la de toda la aldea. Agapita no pudo más. Yo vi cómo una extraña fuerza se apoderaba de ella y entraba por su boca, con las mandíbulas desencajadas, una bocanada de aire interminable que absorbía con insaciable voracidad, como si quisiera aunar los alientos de los vecinos en su garganta, para poder gritar; porque gritó, gritó con un desgarro que atemorizó el aire y amedrentó el fuego, que se encogió por un instante, y con el que reclamaba a la tierra el fruto de sus entrañas:

—¡Mi hijo!, ¡quiero a mi hijo!

El silencio que sucedió al alarido de la madre fue completo. Ni una palabra, ni un ruido, ni el crepitar de los leños… ni un ladrido. La alquería entera permanecía paralizada, agarrotada en la inmovilidad del estupor. Sólo yo luchaba con mi dilema, con el aprieto de romper, o no, un juramento. ¿Qué valía más, mi compromiso o aquel dolor humano? Me sentía torturado, me superaba la prueba a que se me sometía. Miré a mi madre. Lágrimas densas, plomizas, venían a caer a sus pies. Supe que había tomado una decisión por más que me espinara, mientras adiviné una sombra que se desplazaba inaudible desde un rincón. Se abrieron mis labios para anunciar:

—Eusebio está vivo. ¡Dejad en paz al chico! —sonó una voz autoritaria a mi espalda. Una voz seca, agostada, que parecía producida por un organismo marchito, rasgó la doliente quietud.

Clementina, la vieja partera que había ayudado a traer al mundo a nuestros padres, avanzó despacio hasta el centro de la reunión, abriéndose paso, sin miramientos, con la nudosa garrota que usaba para apoyarse. Aunque por un sólo segundo, no quebranté el voto convenido; le debía agradecimiento.

Carmelo se acercó a la anciana. Si estaba allí, era seguro que sabía algo, de lo contrario no habría salido de la choza en la que vivía, apartada en lo más alto de una lomilla, rodeada de cachivaches, cazuelas, hierbas y pucheros en constante hervor. No dio tiempo a preguntarle. De nuevo chirrió aquel sonido de metales oxidados.

—El chico se ha ido porque le ha dado la gana. Está en un pueblo, lejos de aquí. No diré cuál, pero él me lo contó y yo misma le he visto irse esta madrugada. Cuando él quiera… sabréis más —y dicho esto, la vieja, magra y huesuda, movió garrota y andrajos camino de su altozano.

Agapita cayó desfallecida, sobrepasada por las emociones. Las mujeres, una vez que consiguieron reanimarla, la llevaron hasta la casa, aún sostenida por los brazos, para confortarla.

Sin proponérmelo, eché a andar detrás de la vieja partera, meditabundo. Para mis adentros hice una nueva promesa: en adelante, cuando pretendieran de mí un juramento, recordaría los acontecimientos de este día, que habían hecho sufrir a tanta gente, y me lo pensaría dos veces antes de aceptar; no porque me preocupara el pecado de faltar a él, sino por las fortuitas derivaciones que pueden desprenderse de ello.

—¡Eh, tú! ¿Qué quieres? ¿Te vas a escapar tú también? —escuché de repente.

Clementina me sacó de golpe de mis pensamientos. Me paré asustado. Frente a mí, había enderezado la joroba y me miraba desafiante. No era más alta que yo, quizá dos dedos o quizá menos, pero me impresionaba.

—¡No! Si yo… —balbucí.

—¡Ven con la vieja Clementina! —me ordenó—. Otro que tiene miedo. ¡Estos muchachos sólo sirven para matar lagartijas! —Y entró en la choza conmigo detrás.

Subía la escalera lentamente. En cada escalón emitía un suave gemido, como para sí. De ir tan despacio, perdí el equilibrio y le rocé la espalda.

—¿Qué haces? ¿Piensas tirarme, inútil impaciente? ¡Baja y cierra la puerta, que te la has dejado abierta! —casi bramó.

Obedecí con la mansedumbre de un cordero. Todos los chicos la creíamos loca, pero el influjo que ejercía sobre nosotros la libraba de travesuras y moliendas. Se decía que se enteraba de todo, por no sé qué sortilegios, y que podía quitar el mal de ojo. Me constaba, en efecto, que se recurría a esta mujer por cualquier dolencia, desde una infección a la reparación de un hueso roto o dislocado, que sólo ella acertaba a recolocar; mas su ciencia abarcaba materias más sutiles que atañían a la luna y que encandilaban a la aldea, pues aseguraban que leía cosas en las estrellas.

Cerré la puerta y la alcancé en el último escalón. Del fuego quedaban las ascuas. Se quitó la toquilla más que remendada y se fue a sentar sobre algo que alguna vez fue una silla y que se sostenía por las cuerdas que tenía atadas y la suciedad que, como soldada, había hecho cuerpo con ellas. A mí me señaló un escabel. Tampoco había más. Me miró con una chispa pícara mientras se desataba el pañuelo y dejaba escapar el pelo suelto y desgreñado, que no era del todo blanco, sino que se alternaba con jirones de tonos amarillentos; puso unas trébedes en la candela y sobre aquéllas uno de los pucheros y me tendió un soplillo para que la avivara. Una vez que apoyó los antebrazos en las rodillas, para acercárseme más, me contempló a placer, sin disimulo.

—Bueno, mi ayudante se fue. Pareces más vivo que los otros, ahora tendré que prepararte a ti, veremos si me equivoco. ¿Eres ya mozo? —me preguntó.

—Sí —me atreví a responder mirándola a la cara, por demostrar un arrojo que no tenía.

—Bien, mozo. Salvé tu palabra y eso me debes. Vendrás, como venía Eusebio, cada tres días, por la mañana, temprano —apostilló—, para lo que te mande.

Y acomodándose en el respaldo de la silla, me indicó que me fuera. Todavía, antes de bajar la escalera, añadió:

—Tráete hojas de lentisco, que del miedo te va a dar diarrea. —Y las punzantes aristas de su risa agrietada me acompañaron hasta la puerta.

Volví a mi casa sin apremio, en tanto hacía especulaciones sobre cómo sabría la anciana de mi pacto con Eusebio, ¿se lo diría él? Y, de cualquier modo, ¿cómo supo lo a punto que estuve de hacerlo trizas, y ser tan oportuna como para librarme del apuro, con su providencial intervención?

Mi padre prescindió de mi ayuda en los días en que debía atender a Clementina. He de suponer que él conocía los deseos de ésta, porque no desaprobó la pérdida esporádica de mis brazos en la huerta. Contaba con mis hermanos pero el mayor, Anastasio, con diecinueve años, era un hombre que pronto compondría su propio hogar. Ya había elegido mujer y en cuestión de meses, a lo sumo un año, comenzaría la construcción de su choza. Por edad y la recién adquirida condición de mozo, como yo, una noche el abuelo le ofreció papel y picadura. Él miró a nuestro padre en busca de su autorización, como estaba mandado, y éste se la dio brindándole fuego con su mechero de yesca. De esta manera se desligaba, definitivamente, de las últimas partículas que le unieran a la infancia, mientras a mi madre se le humedecían los ojos y yo, noblemente, le envidiaba. Y sigo, sigo; porque él pudo traspasar naturalmente las etapas en las que estaba ordenada entonces la vida, y a mí me las vedaron las circunstancias. Pero no estoy siendo justo, también tuve oportunidades que ninguno de mis hermanos soñaría.

En mi primera jornada, lo que recibí de Clementina fue un coscorrón por aparecer sin el lentisco. No sabía distinguirlo entre los demás arbustos. Todavía me frotaba el lugar de la cabeza que me había castigado cuando la anciana me sentó en el escabel, abrió una talega y me mostró sus hojas. Después quiso que las observara en mi mano y me fijara en su flexibilidad, en el brillo, el color, en el tacto duro, en la forma de lanza y en los nervios. Sacó hojas de otras plantas, de un cestillo, y me las hizo comparar y olerlas. Me pidió que cerrara los ojos y que sólo por el tacto encontrara y separara las del lentisco. Lo conseguí y soltó un gruñido de aprobación que era más para ella que para mí. Se adelantó y me retiró las hojas, entretanto me decía:

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