Don Arsenio y yo vigilábamos el calzado de quienes parecían regresar del aseo pues, en realidad, podrían venir del cuarto de al lado. Con Carmen no hubo que aguzar la mirada; la tinta casi le alcanzaba el tobillo. Había intentado limpiarse con un trapo, mas fue inútil. Sólo le quedaba la esperanza de que no nos fijáramos, pero estábamos prevenidos.
El dramático espectáculo que se produjo a seguido, con los trabajadores al completo, fue tan vergonzoso que prefiero omitirlo. En resumen, una vez cazada, fue despedida sin miramiento alguno.
Me deshacía de una irrazonable adversaria, hostil y peligrosamente husmeadora, si bien la sentencia que purgó me pareció alta; pero tan severa decisión no dependía de mí.
Alborada, a quien había informado de cada paso, era de la misma opinión; mas también me indicó que si don Arsenio disfrutaba de unos empleados efectivos y fieles, que convenían al buen cartel de que la sastrería gozaba, lo acontecido le ofrecía la posibilidad de apartar la manzana podrida y daba oportunidades a otra persona que se las mereciera, quizá más necesitada.
Acaso la consoladora naturaleza de sus palabras, que me sosegaban, fueron suficientes para encontrar el valor por decidirme a entrar en la catedral, en su compañía, naturalmente. Fue el inicio de un día clave, tal vez embrujado, de seguro delirante de lucidez o de locura.
Habíamos bajado desde la calle del Comercio, citados frente al escaparate de La Favorita, cuyas cintas de colores, encajes, botones de metal y otras chucherías tentaban su femenino gusto. Desde ahí, abstraídos en el asunto de Carmen, contorneamos la catedral por la calle de Sixto Ramón Parro hasta la de Puerta Llana. Era temprano, no más allá de las diez menos veinte de aquel último domingo, rutilante, de noviembre. Pensé que iríamos al Pozo Amargo, pero se detuvo en la puerta del templo.
—¿Aún no te has atrevido a entrar en la catedral? —me cuestionó, hermoseada con la sonrisa de sus ojos.
—Todavía no —confesé, avergonzado de mi aprensión.
—Ven conmigo —exclamó, y echó a andar resuelta, hacia el interior, convencida de que yo la seguía, como así fue.
Giró a la derecha por la nave más externa de las cinco, junto a San Martín, directa a la capilla Mayor. La magnitud y la ostentosa riqueza del templo empequeñecían a devotos y visitantes; unos, sentados en los bancos o arrodillados en las capillas de su preferencia, y los otros, igualmente diseminados, deambulaban con las cabezas levantadas para ver las nervaduras de las bóvedas, con el paso trabado por la abrumadora suntuosidad de la catedral. Ceremoniosos canónigos, racioneros y capellanes, se cruzaban imperturbables, casi hieráticos, con los fieles. Los sesudos prebendados llevaban impregnadas las vestiduras talares con el aroma del incienso, que se acunaba suspendido en el ambiente.
Aunque fuera una visita apresurada, la muchacha se paró en la girola para que apreciase el Transparente. La luz bañaba la cascada de ángeles, santos y áureos rayos descendentes, que componían una polifonía barroca solidificada en bronce, mármol y jaspe. La sensación de movimiento se hacía tan palpable que parecía que los personajes se paralizaran, advertidos de nuestra presencia y que, al volvernos, saldrían de esa voluntaria inmovilidad para reanudar sus beatíficas actividades.
Ella, que percibía en mi rostro la admiración, me hizo continuar, orgullosa y satisfecha. Rodeamos el coro, del que me dio tiempo a observar el prolijo tallado de la sillería, labradas hasta las misericordias, y, dispuestos a salir por la misma puerta que entramos, me señaló la capilla Mozárabe, a la derecha, encarada desde el interior.
—En esta capilla no se oficia la misa según el rito al que estamos habituados —me comunicó—, sino otro, muy antiguo, que se llama mozárabe.
—Pero cuando está aceptado por la Iglesia, será que no se desvía demasiado del canónico —repuse.
—No sabría detallarte en qué consisten las diferencias. Estoy tan acostumbrada a ver la capilla que, la verdad, nunca he entrado a oír misa en ella —en ese punto, se volvió con un giro de su delicado cuello hacia mí—. En cuanto a los mozárabes, eran los cristianos en territorio musulmán, lo opuesto a los mudéjares.
Ella no estaba informada de más pero, andando el tiempo, supe que fue el mismo cardenal Cisneros quien restableció el rito, pues a pesar de que, tras la imposición del romano por el papa Gregorio VII, había sido respetado con autorización eclesiástica en varias parroquias, y que el ministerio de Arzobispo de Toledo conllevaba, como actualmente, el cargo de Superior del Rito, éste tendió a desaparecer.
Por lo que interpreté, no hay desigualdades sobresalientes entre ambas formas de celebrar la misa. Quizá la que más destaque sea la fracción del pan, que el sacerdote divide en nueve trozos y forma con ellos una cruz sobre la patena. Una cruz que no cuadra en modo alguno, ya que las dos últimas porciones son posteriores y fueron utilizadas como réplica a la herejía del «adopcionismo», por la que se supone a Cristo hijo adoptivo del Padre. Cada una de las siete originales representa un acontecimiento de la vida de Jesús: Encarnación, Nacimiento, Circuncisión, Aparición, Pasión, Muerte y Resurrección. Las añadidas se refieren a Gloria y Reino y son situadas en la patena debajo del brazo izquierdo de la cruz, verticalmente.
Siglo XX
El secreto de la ciudad
S
IGLO XX
Se nubló la tarde, sin embargo la luminosa mañana, cuando, solo, me fui del monasterio para distraerme con un agradable paseo por el centro. No disponía materialmente de nada, razonaba, pero tampoco nada me mortificaba. Dormía caliente, tranquilo, bajo un techo y junto a personas que me amparaban. Me alimentaba a placer; el hambre había quedado atrás, reducida al recuerdo. Hechos éstos que habían influido en mi físico y por los que ahora era fuerte, proporcionado con el metro setenta que ya medía. Me abastecían de ropa los franciscanos y disfrutaba de algún dinero para mis gastillos. Ellos, mis benditos frailes, se habían encargado de rescatarme de las garras del analfabetismo y de cultivarme. A todo lo dicho debía añadirle la doble felicidad que significaba tener a Alborada, porque ella representaba mi amor y el propio alborear de mi vida, abierto a una existencia más plena de expectativas, con más contenido y menos ignorancia; encaminado al descubrimiento consciente de mis raíces, de las de mi aldea y de bastante más de media España. Un inefable calorcillo, consecuencia de estos pensamientos, irradió desde el estómago y se propagó por todo mi cuerpo.
—¡Eh! ¿Tú no eres el mandadero de la sastrería? —gritó un muchacho desde el umbral de la taberna «de la abuela»—. Ven con nosotros a tomar un vino, que somos todos recaderos.
El chico que me invitaba a unirme al grupo dijo llamarse Felipe, botones de un banco, y me presentó a los otros cuatro, que se apretaban junto a la barra de zinc. Sebastián, o Sebas, también prestaba sus servicios en un banco, mientras que Cristino, Manolo y Miguelón hacían méritos en el bufete de un abogado, en el Ayuntamiento y en una compañía de seguros respectivamente. Cristino encendió un cigarro, dándoselas de hombre, en tanto procuraba la atención de la dueña para que me sirviera.
La buena mujer, con su moño de pelo blanco, había dado nombre al local de la calle Martín Gamero, suplantando el que se leía en el rótulo, Ambos Mundos, pues la gente lo conocía por el más familiar de «la abuela». El nombre oficial me desconcertaba, porque ignoraba su sentido, pero me traía el recuerdo de la frase de la vieja partera de la alquería, Clementina, al referirse a las plantas como seres «vivos entre ambos mundos».
Después del primer vaso ocupamos una mesa, todas de mármol blanco limpísimo, pero mate y áspero de tantas friegas, más gastado que las bonitas baldosas de dibujos geométricos con que estaba cubierto el suelo. A la mortecina luz de la tasca pasamos toda la tarde, bebiendo, fumando y contando chistes, aventuras y pillerías de recaderos.
¿Qué podía esperarse?, no bebía vino. Los otros chicos sí, pero no quise ser menos y me las di de hombre yo también.
Advertía cierto desconsuelo en las tripas, y las voces de la conversación parecían venir de lejos, pero fue soportable hasta que me levanté. La taberna giró sobre sí misma con la abuela dentro, y algo se agolpó con resquemor en el estómago. No obstante, salí de allí por mi propio pie. Tambaleante, pero salí.
Me daba cuenta de que en ese estado no podía regresar al monasterio y me dediqué a andar, por airearme, mientras declinaba la tarde. Sé que di un desmesurado rodeo para retornar al convento, y que, apoyado en la pared, en una calle que no recuerdo, vomité y escuché las imprecaciones con que alguien me obsequiaba desde una ventana.
Fatigado y tembloroso, me senté en un portal de la Travesía de Carmelitas. La oscuridad ya era total. Encogí las piernas y, abrazadas, apoyé la cabeza en las rodillas.
Comenzó como el crujido de un peñasco que empezara a rodar. Levanté la mirada y no distinguí movimiento a mi alrededor, pero el ruido se fue haciendo inteligible y, entre el sordo rechinar de un coloso que despertara, entendí con dificultad:
—¿Quién… eres?
Las ideas se atropellaron unas a otras y, por un segundo, creí que era el Hombre de Palo, aquel autómata que fabricó Juanelo Turriano, que volvía a la vida después de cientos de años.
—¿Quién eres tú? —repitió la voz perentoriamente, ahora con más claridad.
—Soy… Ángel —dije, turbado, al interrogador invisible.
—¡No me basta! —rugió—. ¿Quién eres, que levantas mi piel para escudriñar debajo? ¿Qué me miras?, ¿qué acechas? ¿Con qué licencia curioseas esquinas, casas, templos, artesonados y escaleras? Responde, loco audaz… ¡o te ahogaré en mi seno!
—Soy… soy… —farfullé, deseando dar con el discurso acertado que me salvara de la terrible potencia que percibía, seguro de que llevaría a efecto su amenaza. Pero yo, ¿quién era? ¡Pobre huérfano de padres vivos! Un exiliado de tierras de nadie, un heredero de expulsados, un…—. Soy… ¡hijo de un reino! —repliqué altanero, si bien persuadido de que éstas serían mis últimas palabras.
—No del mío —tronó, como me temía.
—Tampoco Turriano y El Greco nacieron aquí. ¿Y acaso no fueron amados hijos tuyos? —pregunté con el ciego valor que confiere la desesperación.
Más que silencio, se produjo tensión o, aún más que ésta, ese vacío que causa la tormenta en la atmósfera cuando, tras un rayo, se repliega con olor a ozono y augura otro. Como el mar absorbe interminable arena, piedras y agua, al encogerse para enarcar la ola, así parecía aspirar el aire, el oxígeno, incluso el espacio que me rodeaba.
Al cabo, pareció calmarse y dijo:
—Minúsculo e insolente humano, yo soy la Toledo imperecedera. Femenina, como todas las bellas, mas acorazada y guerrera. Escucha e imprégnate del saber milenario:
»Córdoba es califal; es la razón y el poder… Yo soy un don al que se venera. Verde es el color de la ciudad llana, y su elemento, Tierra. Granada es reina, el Fuego es su principio, y rojo real es el tinte de su alma. En Córdoba se estudió la Cábala… Yo soy la Cábala. Ni reina ni califal, soy soberana. No obedezco a un color, a nadie obedecí jamás, porque todos los poseo. La luz, cómplice de la piedra, cambia mi rostro a mi antojo. Cual tea resplandezco, o nieblas, por que me velen, hago ascender de mi líquida estola… Aire, Tierra, Fuego y Agua me pertenecen, porque bajo mí se agrupan, fundidos en la Quintaesencia que me torna Olimpo terrenal y ciudad, en el sagrado Éter, elevada.
»Paladéalos, pero no transijas con el hechizo de mis torres o palacios, que te encandilarán cerrando tus ojos al conjunto, al develamiento del ser vivo que soy. Cruza el Tajo, vete al sur y sube hasta el último otero. ¡Ah, si pudieras volar!, descubrirías una completa masa cerebral, cuyos sinuosos surcos, anfractuosidades, son mis vías, mis plazas, mis calles, en donde sentidos y facultades tienen sus correspondencias. Así, la humana capacidad de hablar se ubica en la judería, entre las dos sinagogas, y la del movimiento voluntario y actividad mental, en Bellas Artes. El sentido de la vista se distribuye por el Paseo de Cabestreros y el Museo de Santa Cruz; el sabor tiene su centro en la Catedral, y el de la audición, en el Ayuntamiento. El hipocampo, donde se guardan fundamentos de mi memoria, se concentra en el núcleo de Santo Tomé, el Palacio de Fuensalida, el Callejón del Alarife y el Taller del Moro.
Ni aun endeble por el vino encajaba en mi discurrir que Toledo se comunicara conmigo. Debía de ser, por tanto, obra de alguna fiebre que aparejara el alcohol, ingerido en abundancia. Me toqué la frente, por constatarlo, y la sentí sudorosa, mas de un sudor helado, frío de escarcha.
—Joven mortal —prosiguió la inveterada pero hercúlea urbe—, si en tu quimérico vuelo me observaras desde el oeste, aparecería ante ti mi antiguo casco transfigurado en el corazón que asimismo soy.
»Por la tradicional entrada a mi interior, el puente de Alcántara, recibo en torrente la muchedumbre de gentes en desconcierto, cosas desordenadas, pensamientos confusos y pobres energías. Ésa es mi sangre venosa, que pasa por la aurícula y ventrículo derechos y sale por la Puerta del Cambrón, bombeada a mis cavernosos pulmones para ser depurada, y regresar, como sangre arterial, energía rica y purificada, por el Paseo de la Candelaria, atravesar aurícula y ventrículo izquierdos, hipertrofiados de siglos de entrega, y fluir por el puente de San Martín, impulsada a todo mi organismo con la fuerza y celeridad del solícito Tajo.
»El latido de mi corazón marca ritmo de vida a edificios, calles y ciudadanos. El cerebro, en cambio, guarda celosamente, en la maraña de travesías, las pisadas y los ecos de los hombres, grandes y pequeños, que han tejido aquí sus vidas a lo largo de la mía. Yo soy la ciudad viva, el ser que hará de guía imperceptible a aquel que, bien despierto, aspire a descubrirme.
»Piérdete, pues, hijo de hermana, en mi laberinto de callejas, adarves, jardines escondidos y herméticas plazuelas. Contémplame con la sobrenatural mirada de Dominico, ámame como lo hiciera Garcilaso y suéñame prodigiosa, como Giannello.
Dicho esto, enmudeció y se impuso la tensión de minutos antes. Quedó paralizado todo género de sonidos, incluso aquellos en los que no reparamos hasta que cesan. Acaso se detuvo el tiempo, el movimiento, suspendido entre la sístole y la diástole, originando un crispante sofoco, cristalizado el aire que, de súbito, se reagrupó con un remolino, golpeó mi boca abierta y penetró por ella con tal fuerza que cabeceé hacia atrás. Instantáneamente me acarició la brisa y desaparecieron ensalmo y borrachera.