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Authors: José Manuel García Marín

Tags: #Histórico

La escalera del agua (27 page)

BOOK: La escalera del agua
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En esa incontinencia de caricias demoradas que fue la noche, descubrí, fascinado, en su espalda, en sus pechos, en su cuello y en su vientre, que no existían sargas ni rasos comparables a la sensación, insólita, del contacto de su piel. Únicamente la suavidad de las sedas orientales era equiparable; aquellas que, desplegadas al caer, el aire las detiene, vaporosas; que en la nada parecen resbalar entre voluptuosos juegos ondulantes. Y es que tenía para mí que la piel de las mujeres era más fina, pero semejante en todas ellas. Es cierto, mas hay criaturas excepcionales, creadas, tal vez, de otra sustancia más liviana, por voluntad de Aquél que todo lo puede. Mi Alborada.

Tenía concedidos unos días de vacaciones, pero como no disponíamos de dinero para hacer un viaje de novios, nos quedamos en Toledo con la ilusión de efectuarlo en un futuro próximo. Al día siguiente, lunes por la tarde, nos informaron de que el padre Luis había tenido un pequeño percance y fuimos a verlo. Tenía una gasa sujeta con esparadrapo en la sien izquierda. Nos contó que en tanto trabajaba en su celda, con la ventana de par en par, un pájaro equivocó su vuelo y entró por ella. Él escuchó el ruido del pajarillo, que aleteó desesperado por contenerse o desviar su rumbo, pero la velocidad y seguramente el aturdimiento se lo impidieron, yendo a estrellarse contra la cabeza del fraile, a quien hirió con el pico, y de resultas del impacto se partió el cuello. La avecilla aún movió las alas, en un último movimiento espasmódico, cuando el monje derramó una gota de su propia sangre sobre el pecho de ella, al recogerla del suelo.

—Ha sido un aviso del cielo —nos comunicó, todavía impresionado.

—¿Un aviso? Un aviso… ¿de qué, padre? —le solicité que me aclarara.

—De que me queda poco tiempo aquí. Debo disponerme a morir —declaró seriamente, pero sin asomo de tristeza.

—¿Qué tonterías está diciendo? ¡El golpe en la cabeza le ha trastornado, padre! El pájaro sí que ha recibido el aviso, y no usted —manifesté indignado—. De verdad me admira que crea esas bobadas.

En gran manera consideraba una estupidez interpretar el suceso como una señal divina; pero, de otro lado, quizá sugestionado por el franciscano, me producía un íntimo malestar próximo a la pesadumbre. La incógnita quedó despejada, para pasmo de todos, cuando un mes más tarde visitó al médico, aquejado de una leve dolencia en el abdomen y de un cansancio demasiado prolongado, y éste, después de numerosas pruebas, le diagnosticó una grave enfermedad, incurable en esos años, y en estado muy avanzado.

Un hombre de temperamento tan enérgico vencería aquel siniestro mal, me decía a mí mismo, no haría mella en él. Lo resistiría para, a la postre, imponerse, victorioso. El padre Zaragüeta podía con cualquier cosa. Tendría una larga vida, el médico exageraba. No quería darme cuenta de cómo se consumía, de cómo la enfermedad lo iba debilitando semana tras semana. Conseguía engañarme hallándole justificación a su extrema delgadez, a su fatiga —«trabaja demasiado»—, a su rostro demacrado —«no habrá dormido bien»—, a la atemperación de su mal genio —«la edad lo estará moderando»—. No era más que eso, un cándido engaño del que no participaban el guardián, el padre Abad ni fray Baltasar, quienes me prevenían del luctuoso final para que me preparara, pero yo rechazaba sus consejos como si se tratara simplemente de malos agüeros, propios de viejos en plena chochez.

En casa habíamos instalado un teléfono. Terminada mi labor, recorría el centro de la ciudad en la que me hallara, por despejarme, solo o acompañado del representante de turno, cenaba y llamaba desde la habitación del hotel a Alborada. Nos contábamos lo que habíamos hecho durante el día, me daba noticias de fray Luis, si las tenía, y nos declarábamos nuestro amor repetidamente, antes de despedirnos, deseándonos felices sueños del uno con el otro. Eran conversaciones demasiado rápidas para nuestro gusto, pero las conferencias costaban mucho y las manteníamos a diario.

Una noche de mediados de enero, en el hotel de Málaga me estaba esperando el recepcionista. En cuanto me vio cruzar la puerta, me dio el aviso:

—Don Ángel, su mujer ha dejado recado para que la llame —dijo, y añadió con gravedad—: es muy urgente.

Dejé a un lado el ascensor y subí las escaleras a toda velocidad. Un negro presentimiento se abría paso. Alborada debía estar sentada junto al teléfono, porque respondió enseguida a la telefonista.

—Cariño, me han llamado del monasterio. El médico dice que el padre Zaragüeta no pasará de mañana. Está en las últimas. ¿Podrás venir?

Lo que no quería ni siquiera imaginar estaba sucediendo. Tardé en responder, congelado por la noticia, pero prometí que llegaría como fuera.

Entre autobuses y trenes me pasé toda la noche y parte de la mañana, pero sobre las doce entraba en el convento; desaliñado, sin afeitar y con la cara de quien no ha dormido un instante. Cuatro o cinco teólogos oraban en la puerta del fraile. Sentí que algo frío ascendía por cada una de mis venas y entré en la celda. Yacía en su camastro, enflaquecido, pálido como de cera, y desvalido ante la muerte. El guardián y los otros frailes lo rodeaban, rezando también.

—Padre, ha venido Ángel —dijo en voz baja el superior.

Abrió los ojos y señaló sus gafas, para que fray Antonio se las pusiera. Entretanto me sentaba en su lecho, los monjes salieron prudentemente.

—Padre… ¿Cómo se encuentra? —pude expresar a duras penas.

—Ya ves… me muero… —me decía con esfuerzo—. Pero no sufras, tuve el privilegio de saberlo de antemano, como ahora el de despedirme del hijo que eres para mí y que nunca me ha decepcionado.

—No esté tan orgulloso, padre —agaché la cabeza y vomité, por fin, el secreto—. Yo maté a un hombre, por eso me encontró, porque huía. Usted me ha salvado.

Cerró los párpados un momento, mas los volvió a abrir para mirarme.

—Siempre supe que ocultabas algo. ¿Por qué lo mataste?

—Por defender a mi hermana. Él quería violarla y yo lo maté, aunque no quise hacerlo, pero en el atolondramiento lo herí mortalmente.

—Volveré a salvarte, hijo mío. Arrodíllate. —Y me bendijo mientras, desbordadas e irreprimibles, me corrían lágrimas por las mejillas y él recitaba en latín—: Et ego te absolvo a peccatis tuis in nómine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Amén.

Tomé la mano que me bendecía y la besé, pero él acababa de expirar.

Le retiré las gafas y obedecí al pensamiento que con tan buen sentido se alzó en mi conciencia. Me desabroché el cordón y colgué de su cuello el talismán.

Un buen fraile sería enterrado con los símbolos familiares de un morisco.

—¡Funesto pájaro…! —exclamé iracundo, de repente enloquecido de dolor.

El ímpetu del lamento hizo que los monjes acudieran a serenarme.

Preferí salir de la celda. Afuera me esperaba Alborada. Ambos, bañados los ojos y en silencio, paseamos del brazo por el claustro bajo. La campana entonaba su son lastimero.

Mi cometido se desarrollaba a entera satisfacción de la Fabril Sedera, que se plegó a concederme un préstamo, a descontar de la nómina, para comprarme un vehículo que me permitiera independencia de la esclavitud de los horarios de trenes y autobuses que, por demás, era rara la ocasión en que partían o llegaban puntuales.

Con el automóvil se hacía más dinámica mi labor, si bien casi vivía en la carretera, pero rentabilizaba la inversión. En los diferentes hoteles hice amistad con otros viajantes que, igualmente, usaban el coche como herramienta de trabajo. De ellos aprendí tácticas comerciales muy buenas y otras menos buenas que, por lo general, afectaban a sus fábricas, pero que nunca puse en práctica. Me interesaba mantener la imagen de honradez y eficacia que me había ganado y responder así a la confianza que me tenían. De los mejores tomaba nota instintivamente, por si los necesitara en el futuro.

Los resultados de los métodos que paulatinamente impuse fueron excelentes. Reunía periódicamente a los representantes para resaltar las posibilidades de venta de nuestros productos sobre los otros géneros, a los que también se dedicaban; congregaba en hoteles a grupos de almacenistas, de propietarios de tiendas de tejidos, a sastres y a modistas de cada provincia y los invitaba generosamente a vinos con abundantes platos de jamón, mientras les metía por los ojos mi muestrario.

Con veintiséis años compré la casa que alquilamos en la plaza de la Cruz. A los treinta, adquirí un almacén cuyo dueño estaba en bancarrota y creé mi propia distribuidora, a la que denominé con el nombre de mi mujer, independizándome de la fábrica, pero sin dejar de vender sus artículos. El secreto comprendí que estaba en la calidad y en el material humano, y me procuré la colaboración de aquellos representantes que había considerado los mejores. Me entrevisté con los fabricantes de confección y los convencí de la importancia de su imagen de marca, que debía aparecer incluso en los forros de las chaquetas, y que la Fabril Sedera estamparía gustosa, siempre que los pedidos superaran los mil metros.

Con treinta y cinco años logré que Alborada, S.A. tuviera sucursales en toda Andalucía. A pesar del éxito y de los beneficios obtenidos, mi actividad continuó siendo febril durante más de una década, y mi corazón decidió darme un aviso, en forma de amago de infarto de miocardio, en 1990, a los cuarenta y ocho.

Recapacité y regresé a mí. Desde que falleciera el padre Zaragüeta me había cegado, dejándome llevar por el ansia de ganar dinero. Ya no reparaba en el color de las ciudades, ni me refrescaba la música de los arroyos o las fuentes. No tenía tiempo. Visitaba el monasterio de tarde en tarde y por compromiso, aunque fray Baltasar, en su cocina, me dirigiera miradas de reconvención que, para mis adentros, sabía que estaban más referidas a lo que estaba haciendo con mi vida que al distanciamiento con San Juan de los Reyes. Es verdad que iba a verlos si me necesitaban, y que transigía con cualquier petición del padre Antonio Abad, que sabía sacarme los cuartos para aumentar la biblioteca, pero no es menos cierto que con ello tranquilizaba la conciencia. Sólo mantenía un istmo con el aspecto sentimental y tierno de mi existencia: Alborada, que me seguía enamorando con su sonrisa y su ternura.

Gradualmente delegué funciones y reduje los viajes. A muchos, ahora, venía ella, con lo que adquirían doble contenido, el de negocios y el de placer, pues acabada la gestión por la que me desplazaba, cogíamos el coche para hacer excursiones por los alrededores, caminábamos por las travesías y plazas más populares y antiguas o aprovechábamos para conocer a fondo los monumentos andaluces.

La Alhambra, que recorría en todas las oportunidades que se me presentaban, se hizo asimismo familiar para Alborada. Como homenaje al amor, nos habíamos besado en el Patio de la Sultana, junto al añoso ciprés, detrás del que se escondieran Morayma y su abencerraje para ocultar el prohibido romance. Sin embargo, por una combinación de factores, realicé solo el último viaje a Granada.

Invariablemente comenzaba por la fortaleza, después entraba en los palacios y terminaba en el Generalife; mas, porque me apetecía andar o porque así lo mandaba el destino, empecé al contrario. Subí a los jardines altos para bajar por la Escalera del Agua. Había más personas, pocas, pero no presté atención. En el segundo tramo me incliné por observar más de cerca el agua, que se precipita apasionada por las tejas, colocadas del revés, de las barandas; o que, adormecida en razón del menor desnivel, se desliza con mansedumbre.

El leve toque que noté en la espalda me sacó de la abstracción.

—Buenas tardes. Perdone mi atrevimiento, pero hemos coincidido en este edén en otras ocasiones y me he sentido autorizado a abordarle. —E inmediatamente me alargó la diestra, en tanto se presentaba—. Me llamo Aurelio Huadique.

—Yo, Ángel Castaño Crespo —respondí, estrechando la suya—. Y, ¿qué desea? —le pregunté, desconfiado a pesar de la afable sonrisa que mostraba.

—Pues sólo precisarle que, si en los jardines la vista es importante, en esta escalera el oído es lo primordial.

Correctamente vestido con un traje claro, del que no había despreciado el chaleco, conservaba un aire romántico de otros tiempos. Su figura, su porte, la canosa barba, a caballo entre cuidada y salvaje, declaraban una personalidad consolidada y firme, y de otra parte el humilde deseo de pasar desapercibido. De la misma forma que la redondeada punta de su nariz contradecía, entibiando, lo afilado de su mirada, tras las gafas circulares, libres de armadura.

—¿Cómo está tan convencido? —le pregunté, por forzarle a hablar.

—¡Es cosa de comprobarlo! —dijo, como quien responde a una simpleza—. Vuelva a inclinarse sobre el canalillo pero, ahora, acerque la oreja al agua y atienda, con la otra, el murmullo de la fuente del descansillo. Escuche ambas, a fin de conjugarlas.

—¡Es un concierto! —exclamé.

—En efecto… ¡En efecto! —confirmó—. Un concierto del agua, con distintas notas en cada tramo de la escalera. Esto supieron hacer nuestros antepasados.

—¿Se considera usted un morisco? —inquirí, sorprendido por una afirmación tan categórica.

—Morisco, judío… ¿Quién, de aquí, no tiene sangre de ellos? Dígame, si no le incomoda, ¿de dónde es usted, don Ángel?

A la vez que preguntaba hizo un gesto con la mano izquierda abierta, señalándome, la única en la que exhibía un anillo, un sello, en el anular. Sus modales eran exquisitos pero muy comedidos, por evitar el extremo de provocar azoramiento en su interlocutor; no obstante, algo me decía que podía servirse de ellos, indistintamente, para acoger, que como arma para mantener distancias.

—Nací en Las Hurdes, pero también mis ancestros fueron granadinos.

Se acarició la barba y encaró a los míos sus escrutadores ojillos, que parecían pedir disculpas por su extraordinaria agudeza.

—Su apellido… ¡Sin duda es usted descendiente de moriscos!

Por toda réplica le enseñé la copia que mandé hacer del talismán años después de la muerte del padre Luis. La observó detenidamente.

—¡Qué curioso!, ¡qué curioso! Una granada en el centro de tres estrellas de ocho puntas. No puedo tener la absoluta certeza —expuso, a continuación de meditarlo brevemente—, pero yo diría que son los distintivos de la familia de los al–Harrás, de donde toma su nombre la Alpujarra. ¿Más tarde adoptan el apellido «Castaño»?

—Lo ignoro, don Aurelio. Quienes fueran se protegieron con este apellido, aunque bien poco les ayudó. Tuvieron que huir de todas maneras.

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