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Authors: John Norman

La esclava de Gor (13 page)

BOOK: La esclava de Gor
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Yo oía los gritos provenientes del círculo de antorchas, donde los jóvenes campesinos jugaban cruelmente con sus bellezas capturadas.

Pero yo estaba en brazos de mi amo. Gemí de placer.

—¿Me vas a entregar a los jóvenes campesinos? —le pregunté en la oscuridad con aprensión.

—No —respondió en las tinieblas.

—Entonces —dije respirando con más tranquilidad—, me he escapado de ellos.

—Pero no te has escapado de mí.

—No, amo —me estreché contra él—. No he escapado de ti.

—Corres muy bien. Y eres valiente. Hace falta mucha valentía para esconderte entre las pieles de tu propio amo. Esta esclava debería ser azotada por tal valentía.

—Sí, amo.

—Pero no me disgusta la valentía en una esclava. Una chica valiente es capaz de idear maravillas de placer para su amo que una chica tímida ni siquiera se atrevería a contemplar.

—Sí, amo —dije asustada.

—Y además, el lugar donde te has refugiado indica una gran inteligencia.

Entonces grité y me estreché contra él, abiertos los labios, porque me había tocado.

—Saltas como una hembra de tark —me dijo. Yo me mordí el labio—. Eso es porque eres inteligente. Supongo que eso no lo sabías ya que eres de la Tierra.

Me quedé sin aliento. La sensación que comenzaba a invadirme no me dejaba hablar.

—Los cuerpos inteligentes —continuó él— son más sensibles. Tu inteligencia te convierte en esclava. —Le abracé—. Me complace poseer chicas inteligentes como tú. Las chicas inteligentes son excelentes esclavas —observó.

—Cada vez que me miras o me tocas —dije yo—, me conquistas de nuevo. —Sentía su pecho en la mejilla. Le abracé en la oscuridad—. Me has conquistado por completo, amo. Soy tu esclava.

—Tal vez mi esclava debería tener un nombre.

—Como mi amo desee.

Me cogió por los hombros y me dio la vuelta, poniéndose encima de mí. Sentí en mi espalda el contacto de las pieles, y sus brazos ciñéndose alrededor de mí cuerpo. Gemí y le agarré con fuerza mientras me penetraba.

—No te muevas —me dijo.

—Sí, amo. —Quería gritar.

—Te daré un nombre.

Me quedé tumbada en la oscuridad, prisionera de la fuerza de sus brazos, esperando a saber quién sería yo.

—Puesto que eres una chica corriente sin importancia —continuó—, tu nombre será un nombre sin importancia, un nombre corriente y simple, el nombre apropiado para una chica sin valor, para una ignorante esclava como tú.

—Sí, amo.

—Además, eres una chica bárbara.

—Sí, amo.

—A mí en particular me encanta poner a prueba a cualquier chica, bárbara o civilizada.

—Sí, amo.

—¿Sabías que en las convulsiones del orgasmo de una esclava no hay diferencias entre una chica civilizada y una chica bárbara?

—No, amo.

—Es muy interesante. En los espasmos del orgasmo todas son idénticas.

—Somos mujeres. Sólo mujeres —dije—, en brazos de nuestros amos.

—Sin duda es así —musitó.

—¡Déjame entregarme! —supliqué.

—No te muevas —respondió.

—Sí, amo —dije apretando los dientes. Era totalmente suya. ¿Por qué no me poseía?

—Hablas el goreano con acento —me dijo.

—Sí, amo. Perdóname, amo —rogué.

—No cambies. El acento te hace ser tú. Te hace diferente y más interesante.

—Tal vez por eso mi amo encuentra interesante a esta esclava.

—Tal vez. Pero ya he tenido otras muchachas bárbaras.

—¿Otras chicas de la Tierra? —susurré.

—Claro. No te muevas.

—No, amo —dije. De repente odiaba a todas las otras chicas en el fondo de mi corazón. ¡Qué enfadada y qué celosa me sentía!

—La pequeña esclava está enfadada —observó—. No te muevas.

—No, amo.

Allí yacía yo, tumbada en la oscuridad intentando no moverme.

—¿Qué fue de las otras chicas de la Tierra que has poseído antes, amo? —pregunté.

—¿Se le ha dado a la esclava permiso para hablar?

—Perdóname, amo. ¿Puedo decir algo?

—Sí.

—Has poseído a otras chicas de la Tierra —dije—. ¿Dónde están?

—No lo sé —respondió.

—¿Qué hiciste con ellas?

—He tenido cinco mujeres terrícolas, sin contarte a ti, querida. Dos las he regalado y tres las he vendido.

—¿Y a mí vas a venderme o a regalarme? —pregunté.

—Quizás.

—¿Ellas te amaban?

—No lo sé. Tal vez, tal vez no.

—¿Expresaron su amor por ti?

—Claro —dijo él—. Esas cosas son corrientes entre las esclavas.

—¿Y aun así las regalaste o las vendiste?

—Sí.

—¿Cómo pudiste hacer eso, amo? —pregunté.

—No eran más que esclavas —dijo por toda explicación.

Yo ahogué un grito de angustia. También de mí podría desembarazarse del mismo modo.

—Fuiste muy cruel, amo.

—¿Cómo se puede ser cruel con una esclava?

—Sí —exclamé—. ¿Cómo se puede ser cruel con una esclava?

—Estás gritando.

—Perdóname, amo.

Yacíamos juntos en la oscuridad. Yo no tenía permiso para moverme. Oí cómo los jóvenes campesinos terminaban con mis hermanas de esclavitud. Después les pondrían los arneses de esclavas.

—¿Cuál era tu nombre bárbaro?

—Judy Thornton, amo.

—Los bárbaros tienen unos nombres muy complicados.

—Son dos nombres, amo —señalé—. Mi primer nombre era Judy, mi segundo nombre, Thornton.

—No me gustan esos nombres. Así que no serán los tuyos.

—Sí, amo. —Supuse que aquellos nombres sonarían extraños y bárbaros a oídos goreanos.

Me había hecho llegar hasta un punto en el cual con un solo movimiento más me habría precipitado en la experiencia sexual más increíble y fantástica que puede sentir una mujer, en la cual ella se sabe física y emocionalmente sometida por completo a un amo, el momento del arrebato del espasmo de sumisión, el orgasmo de esclava.

—Debo alejarte de mi mente —me dijo. Yo gemí—. ¿Cuál es tu marca? —me preguntó.

—La Flor de la Esclava, la Dina —grité.

Yo era la única Dina entre las chicas. Era una marca común. Generalmente las esclavas que llevaban tal marca eran llamadas Dina. Era un nombre apropiado para una chica corriente que no se distinguía de las demás.

—No olvides tu nombre.

—¡Tengo que entregarme, amo! ¡No puedo evitarlo! ¡No puedo hacer nada más que rendirme!

—¿Te entregarías aunque eso significara la muerte?

—¡Sí, amo! —grité.

—Pues ríndete, esclava.

Y yo me entregué a él con un suspiro.

—Eres Dina —me dijo riendo con voz gutural—. Eres la esclava Dina, a quien yo poseo. —Rió de placer por su triunfo sobre su esclava.

—¡Sí, amo! —exclamé yo—. ¡Soy Dina! ¡Soy Dina! —Me abracé a él, me aferré a él completamente rendida—. ¡Dina ama a su amo! —suspiré—. ¡Dina ama a su amo!

Más tarde yacía a su lado, una esclava feliz junto al poderío de su señor.

¡Cómo le amaba!

—Qué extraño —dijo él mirando las estrellas goreanas.

—¿Sí…? —pregunté.

—Es evidente que no eres más que una chica común.

—Sí amo. —Comencé a besarle con ternura en el hombro. Era verdad. Él era Clitus Vitellius, un capitán de la ciudad de Ar. Yo sólo era Dina.

—Temo empezar a interesarme por ti —me dijo.

—Si Dina ha encontrado el favor de su amo, se siente muy contenta.

—Debo luchar contra esta debilidad.

—Azótame —le dije.

—No.

—No eres tú el débil, amo. Es Dina quien pierde la fuerza en tus brazos. —Le besé.

—Debo ser fuerte.

—A mí no me pareces débil, amo, cuando ríes y cuando me tomas y me llamas Dina. Pareces magnífico en tu orgullo y en tu poder.

—Me inquietas —dijo él con enfado.

—Perdóname, amo.

—Debería librarme de ti.

—Amo —le dije.

—Sí…

—¿Te ha complacido Dina esta noche?

—Sí.

—Quiero llevar tu collar.

Hubo un prolongado silencio. Luego dijo:

—Eres una chica de la Tierra, y aun así me suplicas que te ponga un collar.

—Dina quiere el collar de su amo —susurré besándole. El collar me haría igual a Eta.

—Yo decido qué esclavas llevarán mi collar —dijo él.

—Sí, amo —contesté obediente. Si veía apropiado ponerme su collar, así lo haría.

—¿Son míos tus sentimientos, estás totalmente a mi merced sin que te quede rastro de orgullo o dignidad?

—Sí, amo —susurré.

—¿Reconoces que eres una esclava desesperadamente enamorada de mí?

—Sí, amo.

—Es curioso —dijo él.

—¿El qué, amo?

—Yo y los hombres y las otras chicas abandonaremos el Fuerte de Tabuk por la mañana. Tú te quedarás atrás. Voy a entregarte a Thurnus.

8. LA VOLUNTAD DE LA MUJER NO CUENTA

Corrí hacia la jaula. ¡Debía alcanzarla!

Me arrojé dentro de rodillas. Me volví rápidamente, vi la barra y la cerré tras de mí. El hocico de la bestia se metió entre las rejas. Yo me estremecía y temblaba y siseaba. Me encogí en la pequeña jaula. Al otro lado de los barrotes de la puerta de la jaula me observaban unos ojos de eslín. Grité de desesperación. Si hubiera corrido más despacio me habría atrapado y me habría despedazado. El animal volvió la cabeza y mordió los barrotes con su doble fila de colmillos. Oí cómo los dientes rechinaban en el metal. El eslín empujó la jaula y la agitó hasta que quedó atrapada entre la cadena y el poste. Luego se puso a dar vueltas alrededor, con sus seis patas, frotando con enfado su enorme cuerpo contra los barrotes. Intentó alcanzarme desde otro ángulo. Yo me arrodillé bajando la cabeza, tapándomela con las manos, temblando en el centro de la pequeña jaula. En una ocasión su hocico me rozó y di un respingo. Podía oler su aliento, sentía su calor en la piel. Los barrotes estaban mojados allí donde los había mordido, también el suelo estaba mojado donde había caído la saliva de aquella bestia en su furor, en su ansia de matar.

—¡Atrás! —dijo Thurnus acercándose al eslín y poniéndole una cuerda al cuello. Lo apartó de la jaula—. ¡Calma, calma, fiera! —Acercó la cabeza a su hocico sin dejar de arrullarle con las manos en la cuerda que rodeaba su cuello. Le susurró palabras al oído. La bestia se tranquilizó. Thurnus cogió un gran pedazo de carne y lo lanzó al animal que empezó a devorarlo.

—Excelente —dijo Clitus Vitellius.

Yo estaba de rodillas en la jaula de esclavas con las manos en los barrotes.

Yo misma me había encerrado en aquella jaula. Al cerrar la puerta tras de mí, dos travesaños unidos a un barrote al final de la puerta se habían deslizado en sendos pestillos de hierro asegurando la puerta. Era imposible que yo abriera esos pestillos, que sólo respondían a una llave que llevaba Thurnus al cuello. Era forzoso cerrar la puerta no sólo porque el animal me seguía muy cerca, sino porque si los pestillos no están echados la bestia puede deslizar el hocico por debajo de la puerta y luego levantar la cabeza abriendo la jaula. En esta situación la chica no tiene elección. O se encierra en la jaula quedando prisionera de su dueño o el animal la despedaza.

Observé asustada como el eslín desgarraba el trozo de carne.

Estaba arrodillada en la jaula aferrada a los barrotes. La jaula era diminuta, pero sólida. Podía estar de rodillas o sentada con las piernas encogidas. Tiene la altura de la cintura de un hombre. Está construida de forma que pueda ser unida a otras jaulas. Aunque el suelo es de madera, bajo él también hay barrotes. Así pues toda la jaula está rodeada de pesados barrotes. La jaula en la que estaba encerrada no sólo podía retener a una chica, sino que también hubiera servido para un hombre fuerte. Era, desde luego, una jaula de esclava.

Miré hacia arriba a través de los barrotes. Clitus Vitellius no me prestaba atención. Me había entregado a Thurnus.

La jaula estaba dentro de un corral de eslines rodeado por una valla de madera y sembrado de arena. Dentro del corral había varias personas; mis hermanas de esclavitud, aquellas que todavía pertenecían a Clitus Vitellius y otra chica enjaulada como yo, Chanda, que estaba sentada en su prisión vendándose la pierna sangrante con un trozo de tela. También estaba Thurnus, y Clitus Vitellius y alguno de sus hombres. Había varios eslines dentro del corral atados a sus postes por correas de cuero, y varios trozos de carne y cuerdas y látigos utilizados para entrenar a los animales. Al otro lado de la valla varias personas observaban el entrenamiento: los hombres de Clitus Vitellius, algunos ciudadanos y jóvenes campesinos, y Melina, la gruesa compañera de Thurnus.

Melina me miraba. Bajé la vista.

Yo era una bonita esclava que había sido entregada a su compañero. No me hubiera importado mirarla a los ojos. Esperaba que no fuera muy cruel conmigo. Pero ella era de la Casta de los Campesinos, y yo no era más que una esclava.

Miré a Chanda al otro lado de la arena. Ella también estaba prisionera en una pequeña jaula. Estaba sentada con las piernas encogidas y se vendaba muy despacio la pantorrilla. La sangre salía a través de la tela. La escasa túnica que llevaba también había sido rasgada por la bestia que la había perseguido, y a la que también habían premiado con un trozo de carne. Los hombres discutían acerca de los animales y sus méritos.

Me aferré con las manos a los barrotes bajando la cabeza y cerrando los ojos. Apoyé la cabeza. ¿Qué esperanzas tenía una chica de escapar en un mundo en que vivían los eslines?

Chanda y yo habíamos sido utilizadas para hacer una demostración.

Nos habían acercado al eslín para que conociera nuestro olor. Un hombre nos agarraba mientras el eslín nos olía. Luego habían soltado a Chanda, que echó a correr. Poco después me soltaron a mí, y corrí tras ella.

Después de que Clitus Vitellius me entregara a Thurnus yo había echado a correr con todas mis fuerzas. En mi histeria había tomado la seria determinación de escaparme. ¡Qué esclava más estúpida era!

Había corrido hasta el límite. Ya estaba casi desfallecida cuando una figura oscura me pasó a toda velocidad.

Vi cómo se volvía hacia Chanda y comenzó el ataque. Ella volvió a toda prisa al corral de entrenamiento. Tropezó una vez y la bestia le cogió la pierna. Chanda gritó y al instante estaba de nuevo en pie corriendo con las manos extendidas ante ella. Yo seguí corriendo. Di un grito. Allí estaba, justo delante de mí, con la cabeza levantada. Di un paso hacia atrás con la mano en la cara. El animal dio un espantoso gruñido. Distraída con el primer eslín que había perseguido a Chanda ni siquiera había visto a éste, que tenía mi olor en el cerebro. El eslín había trazado un círculo a mi alrededor y ahora se acercaba.

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