La esclava de Gor (27 page)

Read La esclava de Gor Online

Authors: John Norman

BOOK: La esclava de Gor
11.54Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Sí, amo —musité, siguiendo mi camino.

Además de la Curla, la Chatka y el Kalmak, llevaba un collar, y campanas que pendían de una anilla negra en el tobillo; cinco anillas de pequeñas campanas doradas, y un collar turiano de esmalte negro, que también tenía cinco campanas pendidas de cinco cadenitas de oro. Mi pelo comenzaba a crecer después de que me afeitaran la cabeza en el barco de esclavas, pero todavía lo llevaba muy corto. Llevaba una ancha Koora que, como un pañuelo, me cubría la cabeza. Cuando Narla y yo llegamos al Chatka y Curla, nos asearon escrupulosamente, para limpiarnos de todo residuo de parásitos o suciedad acumulada en el viaje. Nos bañaron en agua saturada de productos químicos tóxicos para los parásitos; tuvimos que cerrar los ojos y la boca bajo el agua mientras las chicas nos lavaban. Nos tenían presas por un aro enganchado al lóbulo de la oreja derecha. Más tarde se nos permitió bañarnos nosotras mismas. De pocos baños había disfrutado yo tanto en toda mi vida.

—¡Paga! —gritó un hombre.

—Llamaré a una esclava, amo —le dije al pasar junto a él en la primera balconada mientras me dirigía hacia la segunda, que era el cuarto piso de la taberna.

En la rampa de la balconada alta pasé junto a Narla que volvía de allí.

—El hombre de la mesa seis de la primera balconada quiere Paga, esclava —le dije.

—Sírvesela tú, esclava —respondió.

—Estoy ocupada, esclava.

—Pues peor, esclava.

—Tiene un látigo, esclava.

Palideció su rostro. Algunos parroquianos traen látigos o fustas a la taberna. Si no se sienten complacidos, se lo hacen saber a las chicas; en cada mesa hay una anilla de esclava con correas, así que todas las chicas nos esforzábamos por servir bien. Sonreí para mis adentros al ver a Narla apresurarse por la rampa para servir el Paga.

—¿Desean los amos algo más de Yata, su esclava? —pregunté, tras servir en la mesa de la segunda balconada.

—Márchate, esclava —dijo una voz de mujer. Era una mujer libre, ataviada con túnicas y velos, arrodillada a la mesa con su escolta, que se sentaban detrás de la mesa con las piernas cruzadas. A veces vienen al Chatka y Curla mujeres libres con su escolta. Su voz no había sido muy agradable.

—Sí, ama —musité recogiendo la bandeja y marchándome con la cabeza baja. Tal vez, de no haber estado ella presente, pensé, los hombres habrían deseado algo más de Yata, su esclava. A menudo, para irritación de otros parroquianos, me retenían a su mesa, atándome las muñecas a la anilla de esclava para reservarme para más tarde.

Fui a la baranda de la balconada y miré hacia abajo. Estaba a unos ocho metros sobre el suelo de madera. Hay varias bailarinas en el Chatka y Curla, y en este momento estaban entre las mesas. A veces, si una bailarina es buena, se exhibe ella sola en el centro del suelo de madera escarlata, dentro del anillo de esclava pintado en amarillo.

Los hombres entraban y salían. Yo me quedé allí, en la balconada alta, con la bandeja bajo el brazo.

Todavía no habían establecido ningún contacto conmigo. De momento, no era más que otra esclava de Paga. Servía igual que las otras, exactamente igual.

En ese momento acababa de estallar una pelea abajo en la que empezaron a enzarzarse varios hombres.

Sentí un tirón en la correa de cuero que tenía anudada en la muñeca.

—Amo —dije.

Era el hombre que antes me había abierto el Kalmak besándome. A mí no me disgustaba verle, ni tampoco que me tuviera atada.

—Ven a la alcoba —me dijo.

Dejé sobre un estante la bandeja que llevaba. El hombre tiraba de la correa atada a mi muñeca izquierda, llevándome a una alcoba en el piso de la balconada superior.

—Ésta —dijo el hombre indicando una alcoba.

Me quitó la correa de la muñeca y me hizo pasar primero. Subí los cinco escalones y entré en la alcoba.

De pronto se me ocurrió que nadie había visto cómo me traía a la alcoba. Todos los ojos estaban fijos en la pelea que había estallado abajo.

Me arrastré hasta el fondo de la habitación, y desde allí me volví para mirar al hombre al que ahora debería complacer, puesto que él me había elegido.

Él me daba la espalda mientras corría las cortinas de cuero, para que no nos molestaran desde el exterior.

Me indicó que me quitara las ropas y yo le obedecí, despojándome incluso de la Koora roja que llevaba en la cabeza. Me hizo entonces un gesto para que me acercara y me arrodillara ante él sin mirarle. Cuando hice esto, me ató las muñecas a la espalda.

—No te vuelvas a mirarme —me dijo.

—Sí, amo.

Oí cómo sacaba, entre un revuelo de pieles, algo de su túnica. De repente, sentí en la boca la mordaza de un capuchón de esclava, con el que me cubrió rápidamente. No podía emitir ni un sonido. Estaba amordazada. Luego me cubrió toda la cabeza con el capuchón, que ató bajo mi barbilla. Me arrojó hacia delante y yo caí sobre las pieles con el hombro derecho. Me ató los tobillos. Sentí cómo retiraba algunas pieles. Luego me hizo doblarme y metió mis pies en un saco de esclava. Me senté y me empujó la cabeza hacia abajo. Entonces cerró el saco sobre mi cabeza y lo ató.

Luego, y para mi curiosidad, le oí abrir una puerta. Debía estar detrás del perchero al fondo de la alcoba. Metió el saco por la abertura y luego lo arrastró por el suelo de madera de un pasillo. Se lo echó al hombro y comenzó a descender cortos tramos de escalera.

Yo me agité en el saco, pero no pude hacer nada. Él era muy fuerte.

19. HAGO UN COLLAR DE CUENTAS

Estaba de rodillas.

Sentí que me desataban el cordel de las muñecas y de los tobillos.

Me quitaron el capuchón de esclava. ¡Podía ver! El cuero de la capucha caía sobre mis pechos, atado a la mordaza. Me desataron las correas de la mordaza y una mano me sacó de la boca la densa estopa, poniéndola en el suelo para que se secara. Casi vomité al verme libre de ella. Eché la cabeza hacia atrás y respiré profundamente. Me quitaron del todo el capuchón y la mordaza. Uno de los hombres se los puso al cinto. Dos hombres se agacharon junto a mí y otros dos se quedaron de pie a mi lado. El hombre de mi izquierda cogió mi muñeca con las dos manos; el hombre de mi derecha cogió mi muñeca derecha también con las dos manos. Tirando los dos de mis brazos me hicieron ponerme en pie entre ellos.

Estaba desnuda, salvo por el collar de esmalte negro, igual que había estado en la alcoba del Chatka y Curla. Tenía la cara enrojecida por el capuchón de esclava y el cuerpo sofocado por la humedad y el calor del saco de esclava.

Me encontraba en un enorme antro iluminado por antorchas. Una gran alfombra roja y estrecha, de unos cuarenta metros de longitud, llevaba hasta una gigantesca puerta blanca, guardada por dos soldados con cascos y espadas. A cada lado de la puerta había escudos y espadas cruzadas.

Retrocedí mirando las altas puertas.

Sentí una presión en las muñecas.

—Vamos, animal —dijo uno de los hombres.

Me llevaron hacia la gran puerta. Yo tenía mucho miedo, porque sabía que éstos debían ser los hombres asociados con mi ama, Lady Elicia de Ar, y creerían que llevaba un mensaje para ellos. Pero no lo llevaba.

Los guardias abrieron las puertas. Me empujaron de rodillas al suelo.

—Besa el suelo, esclava —dijo uno de los hombres.

Besé el suelo mientras ellos me obligaban a inclinarme sosteniéndome el brazo a la espalda. Luego me obligaron con rudeza a levantarme y me metieron en la sala.

Era una sala grande y hermosa, como la de un palacio. El suelo era de brillantes azulejos púrpura. Había brillantes columnas blancas y esbeltas y cortinas de oro. Me llevaron hasta un estrado en el que se sentaba un hombre enorme y corpulento, reclinado sobre unos cojines. Sus ropas blancas, bordadas en oro, estaban manchadas de vino y grasa. Su rostro era pesado, grueso, lleno de motas allí donde los pelos, uno a uno, habían sido arrancados con pinzas. Era calvo, y llevaba sobre la cabeza una corona de hojas de parra. Sentí en él inteligencia, vanidad, riqueza, crueldad y poder.

Ante mí, a los pies del estrado, justo delante de donde yo ahora me arrodillaba, los hombres que me trajeron habían puesto una mesa. Era una mesa baja, y sobre ella había hilos y cuentas metidas en unas pequeñas copas, cuentas de madera, cuentas de esclava, cuentas de colores, de muchos colores.

Yo miré la mesa de madera, las cuentas en las pequeñas copas. Y me eché a temblar. Me parecía que ya había estado allí antes, o en un lugar parecido, en un sueño que me atormentó una vez en el Fuerte de Tabuk. Me pregunté si ya habría estado antes en un lugar así, o si no era más que el fragmento del sueño de una esclava. El sueño había sido muy real. Me pregunté si su significado era un recuerdo o una anticipación. Pero borré esas tonterías de mi cabeza. Sin embargo, la similitud de este lugar con la habitación del sueño era extraña y daba miedo.

Uno de los hombres levantó sobre mí un látigo de esclava. Entonces me asusté de verdad, porque también esto lo había soñado.

—¿Qué es esto? —sabía que preguntaría una voz.

—¿Qué es esto? —preguntó el hombre.

—Un látigo de esclava, amo —dije, sabiendo que era eso lo que iba a decir.

—¿Y tú qué eres? —preguntó la voz.

—Una esclava, amo —dije. Quería gritar que no sabía nada de sus mensajes ni de cualquier cosa que estuvieran buscando. Quería gritarles que sólo era una pobre esclava y que no sabía nada. Sólo quería piedad.

—¿Vas a obedecer? —dijo la voz.

—Sí, amo.

Yo temblaba. También en el sueño había sucedido esto. Pero yo no pensaba que el sueño fuera profético. Más bien entendía que el sueño me había traído a la memoria un ritual en el que yo había participado.

Eché hacia atrás la cabeza, esperando la presión del látigo de esclava en mis labios.

Esto asombró al hombre, pero representó su parte poniéndome el látigo en los labios. Aunque lo hizo con enfado, no le gustó que me anticipara a sus intenciones. El grueso cuero del látigo azotó mis labios, sentí en la boca una gota de sangre. Luego sentí el latigazo en los dientes.

—Besa el látigo, esclava —dijo el hombre.

Besé el látigo.

Se hizo el silencio.

—¿Quién me lo ordena? —pregunté. Sentía un repentino respeto por quienquiera que hubiera sido el creador del ritual en el que participábamos. La última pregunta que hice no es una pregunta propia de una esclava. Si el hombre no quiere informarla, no lo hace. Todo lo que necesita saber la chica es que es una esclava y ha de obedecer. Pero de todas formas, la pregunta tampoco estaba totalmente fuera de contexto. Cualquiera hubiera entendido que la chica no estaba acostumbrada a la esclavitud y no sabía que una cuestión así la puede hacer merecedora del látigo. Otra sutileza es que después de la pregunta no había incluido la expresión “amo”.

El hombre corpulento miró a uno de sus tenientes. Intercambiaron miradas.

Mi pregunta me había identificado ante ellos. La identificación quedaría confirmada por las respuestas siguientes.

El hombre corpulento levantó su enorme, rotundo, inmenso peso de los cojines.

—Te lo ordena Belisarius, esclava —me dijo. Yo no sabía si “Belisarius” era su auténtico nombre o un nombre en clave.

Sin embargo, sabía a ciencia cierta que éste era el contacto, éste era el individuo a quien debía comunicarle el mensaje que se suponía que llevaba.

Quería gritar que no sabía nada. Los pequeños ojos, enterrados en los pliegues de aquel rostro enorme, me miraron.

—¿Cuál es la orden de Belisarius? —Apenas pude oír mis propias palabras.

—Es muy simple.

—Sí, amo.

—Haz un collar, esclava.

—Sí, amo.

De pronto pareció invadirme un extraño estado de consciencia. Era consciente de lo que estaba haciendo, y a pesar de todo me parecía actuar según un patrón preestablecido.

Me sentía como en un sueño.

Acerqué la mano hacia los hilos sobre la mesa y las copas de pequeñas cuentas.

No sé por qué elegí en primer lugar una cuenta amarilla. Luego una azul y una roja. Después otra amarilla. Comencé a trenzar un collar.

Anudé el hilo al final del collar.

Lo alcé hacia Belisarius. Uno de sus hombres lo cogió cuidadosamente y se lo entregó. Él lo puso en el estrado ante él.

Sacudí la cabeza. Tan pronto como el collar estuvo terminado, retornó mi habitual estado de consciencia. Me sentí despertar de un sueño.

Vi a Belisarius mirar con atención las cuentas que había ante mí. Para hacer el collar había repetido más de una vez el mismo orden de colores. El collar era largo y suelto, podría dar al menos dos vueltas en torno al cuello de una chica. Parecía no distinguirse de los miles de collares que yo había visto en otras esclavas.

Belisarius no estuvo mucho tiempo mirándolo.

De pronto golpeó complacido el estrado con su enorme puño.

—¡Por fin! —dijo—. ¡Por fin!

Los hombres no preguntaron el mensaje que había leído en el collar, y Belisarius tampoco explicó lo que había visto en la disposición de las cuentas.

Sentí un cuchillo en la garganta.

—¿La matamos? —preguntó un hombre a mi espalda.

—No —dijo Belisarius—. El mensaje ya ha sido entregado.

—¿Y si cae en malas manos? —preguntó un hombre.

—No importa —dijo Belisarius mirándome—. Teje un collar igual, esclava —me dijo.

Yo temblaba. De repente supe que no podría. No me acordaba del orden de las cuentas.

—No puedo, amo —dije—. ¡Por favor, no me mates!

—Incluso aunque pudiera rehacer el collar —dijo Belisarius—, nadie comprendería el mensaje, no tiene significado para ningún otro. —Rió—. Y aunque pudieran entender su significado, sería demasiado tarde para que el enemigo pudiera hacer nada. Tan sólo conocerían el peligro que les amenaza.

Retiraron el cuchillo de mi garganta. Casi me desmayo.

Belisarius me miró.

—Además —dijo—, Lady Elicia quiere a esta pequeña belleza como esclava de servicio.

—Lady Elicia —dijo uno de los hombres— estaría muy bien desnuda y con un collar.

Todos rieron.

—Tal vez más tarde —dijo Belisarius—, cuando haya cumplido su parte.

Los hombres rieron.

Me ataron las manos a la espalda. Me metieron en la boca la estopa de la mordaza del capuchón de esclava, y me ataron la mordaza con fuerza entre los dientes.

Other books

The Captain's Wicked Wager by Marguerite Kaye
A Wicked Snow by Gregg Olsen
The Good Spy by Jeffrey Layton
Her Only Desire by Delilah Devlin
Neighbours by Colin Thompson
Fire on the Mountain by Edward Abbey
His Kind of Trouble by Samantha Hunter