Authors: John Norman
Y me miró.
Empezó a acercárseme lentamente. Estaba aterrorizada.
Se detuvo ante mí.
Jamás me había sentido tan asustada. Incliné mi cabeza a sus pies. Permanecía de pie, sin moverse. Yo era terriblemente consciente, indefensa, de su presencia. Esperaba que hablase, que me dijera algo. ¡Tenía que comprender mi terror! ¿Es que no se daba cuenta, ante mi cuerpo desnudo y atado, de mi total vulnerabilidad? Yo esperaba que dijera alguna palabra amable, algo que me tranquilizase. Temblaba. No dijo nada.
Yo no alzaba la cabeza. ¿Por qué no hablaba? Cualquier hombre bien educado, tras advertir mi belleza, hubiera tratado de consolarme, de sacarme del trance en el que me encontraba.
Se quitó el yelmo, lo dejó a un lado sobre la hierba. Sentí su mano en mi cabello, sin crueldad, pero con firmeza. Luego sentí como me echaba hacia atrás la cabeza, con la mano sobre mi rodilla, hasta hacerme tocar el suelo con ella; quedé con la espalda arqueada, mirando hacia el cielo asustada. Estaba examinando toda mi belleza. Siempre me había sentido orgullosa de ella. Luego me tendió, de costado, para examinar mi perfil. Yacía sobre el lado derecho. Dio unos pasos a mi alrededor, observándome. Me enderezó los pies, para así poder verme completamente extendida. Entonces se agachó a mi lado. Sentí su mano en mi cuello. Con su pulgar recorrió la marca que el collar me había dejado. Me escocía. Pero no era una herida profunda. Me palpó el brazo, el antebrazo y los dedos, moviéndolos. Pasaba sus manos firmemente por mi cuerpo, siguiendo sus curvaturas. Me colocó una mano en la espalda y la otra en el tórax para sentir mi respiración. Luego sobre mi muslo; me hizo flexionar la pierna. No era precisamente lo que un caballero hubiera hecho. Nunca anteriormente un hombre me había tocado como él lo hacía; ningún hombre en la Tierra, estaba segura, hubiera actuado de este modo. Me sentía examinada como un animal. En un momento determinado me hizo abrir la boca introduciéndome en ella dos dedos de cada mano; me examinaba la dentadura. Tengo los dientes bonitos, pequeños y bien alineados, aunque con dos empastes ya que había tenido caries. Se fijó en ello, pues, como más tarde pude saber, era uno de los rasgos para determinar el origen terráqueo. También supe que no era la primera mujer terrestre que veía. Y aprendí también que los goreanos no padecían de caries; seguramente debido a una dieta más adecuada, sin azúcares, y a su cultura. Una cultura en la que el concepto de edad no iba unido al de deterioro. Después me recostó sobre el otro lado para seguir examinándome.
Me horrorizaba la franqueza, la simplicidad con la que me trataba.
¿Es que me tomaba por un animal? ¿Se creía que era únicamente de su propiedad?
Me dijo algo. Noté su aliento sobre mi cara. Temblé.
—No le entiendo —dije—. Por favor, desáteme.
Pareció satisfecho, o más bien resignado, con mi reacción. Entendió que no podía comunicarse conmigo, que no podíamos hablarnos. Se alzó sin mirarme. Evidentemente, no estaba contento. Yo me encogí de hombros, enojada. ¡No era culpa mía si no nos entendíamos! Pero agaché la cabeza, humillada, mientras él recorrió el campo, el círculo, la roca con su mirada. Me sentí tan pequeña, sola en la hierba…
Al rato, tras haber examinado el terreno, tal vez buscando la clave de mi presencia allí, el desconocido me miró otra vez.
Levanté la vista hacia él, temblando.
Me agarró por el pelo y me dobló sobre el vientre a sus pies. Le oí desenvainar la espada.
—¡No me mate! —grité llorando—. ¡No me mate, se lo ruego!
Aterrorizada, escuché como su espada cortaba con toda facilidad el cuero que me ataba los tobillos.
Luego me dejó, cargó con sus cosas y se marchó sin mirarme.
Observé su partida; desentumecí los pies, con las manos aún firmemente atadas a mi espalda. El cielo se oscurecía. Me sobresalté al ver tres lunas aparecer en el horizonte. El hombre estaba ya lejos.
Corrí tras él.
—¡Deténgase, por favor! ¡Espéreme! —grité.
Jadeando, le seguí; tropecé, me caí varias veces.
Se volvió. Me detuve sin aliento, a unos doscientos metros de él. Mas dióme la espalda para continuar su marcha. Empecé a correr otra vez. De nuevo se volvió, al tiempo que yo, instintivamente, agachaba la cabeza. Continuó su camino, y por dos veces repetimos la misma operación; yo bajaba siempre la cabeza, hasta que, finalmente, se me acercó, deteniéndose a un metro de mí.
Me contempló durante unos minutos; tras esto se quitó el yelmo, cogió su zurrón y su cantimplora y me los colgó al cuello. Después, ajustando las correas, me colocó el escudo en la espalda. Vacilé bajo su peso. Luego, con el yelmo en la mano, prosiguió la marcha.
Durante cuatro horas caminamos sobre la hierba.
De vez en cuando me caía, no podía soportar la incesante marcha bajo el peso del escudo. Hasta que me desplomé exhausta. Se me acercó. Me miró furiosamente, al tiempo que se desabrochaba el cinturón. ¡Iba a azotarme! Me levanté de un salto. Se colocó de nuevo el cinturón y prosiguió su camino. Volví a andar tras él.
Hacia el amanecer cruzamos varios riachuelos; algunos árboles aislados, de copa plana, iban apareciendo en el paisaje. Nos paramos bajo un grupo de ellos, junto a un pequeño arroyo. Me quitó la carga. Me desplomé, inconsciente. Debió de durar unos segundos; me despertó con una sacudida. Luego me dio de comer unos pedazos de carne seca; me di cuenta de cuán hambrienta estaba. Me incorporó, haciéndome sentar sobre la hierba. Me dio de beber. Bebí con delirio. Luego me recosté, él me levantó en sus brazos y me colocó junto a un arbusto, al cual me amarró por el tobillo. Al instante me quedé dormida.
Me pareció que estaba en mi propia cama, cálida y placentera.
Cuando desperté, vi que me encontraba en el bosquecillo, en un mundo extraño. Hacía calor, el sol estaba alto, filtrándose entre las ramas. Mis muñecas estaban libres, aunque seguía desnuda, atada por el tobillo al arbusto. Sentada, observé al hombre. Estaba absorto en la tarea de engrasar, con un fino aceite, la hoja de su espada. No me miró. Me enojé; yo no era tan insignificante como para ser ignorada así, especialmente por un hombre. ¡Ellos que siempre se habían mostrado solícitos a mi menor capricho!
No me daba cuenta de que, en este mundo, éramos nosotras quienes debíamos obedecerles, complacerles, cumplir exactamente cualquier orden que de ellos proviniera.
Le miraba.
Era atractivo. Me pregunté si sería posible establecer algún tipo de relación significativa con él. Para esto debía aprender por supuesto, a respetarme como mujer.
Al finalizar su tarea, dirigió su mirada hacia mí.
Yo le sonreí. Quería que fuéramos amigos. Él se palmeó el tobillo, señalándoselo con el dedo, ordenándome que acudiera.
Me dispuse a desatarme el lazo que me sujetaba el pie. Con una áspera orden, me indicó que debía deshacer primero el nudo que me unía al arbusto. Sin duda me tomaba por una estúpida, como si no supiera que la última atadura que debía ser desechada era la de mi propio cuerpo. Pero yo venía de la Tierra y no conocía estos asuntos. Me costó, y tuve miedo de estarme retrasando demasiado. Mas él esperó paciente; sabía que sus nudos no eran nada fáciles.
Me ordenó situarme ante él, a su derecha. Le sonreí, pero él me respondió con dureza. Inmediatamente me coloqué en la postura que tan dramáticamente aprendí el día anterior, es decir, la espalda bien derecha sobre los talones, manos sobre los muslos, cabeza alta, y rodillas bien abiertas. Entonces me miró satisfecho.
¿Cómo podía yo entablar amistad con él, arrodillada de aquel modo? ¿Cómo podía hacer que me respetase como persona, que me considerase su igual?
Me tuve que inclinar para recoger con la boca el pedazo de carne que me ofrecía; no me permitió cogerla con la mano.
¡Qué miserable me sentía, en un mundo en el que no se me permitía alimentarme por mí misma!
Luego me dio a beber de la cantimplora.
Atardecía. Se tendió a dormir. Yo no dejé mi postura. No tenía permiso. Quizás me mantenía así para disciplinarme. No lo sabía. Tenía miedo a romper la posición, él podía despertar y darse cuenta; o tal vez me estaba observando con los ojos entrecerrados. Pero, en mi corazón, yo sabía que si no rompía la posición era porque no tenía permiso para ello. Le temía. Temía romper la posición. Le obedecía.
Debí de mantenerme así, en esta postura tan simbólica de la subyugación femenina por más de dos horas. Se despertó. Me miró, pero no me ordenó descansar. Le vi prepararse para la marcha, cargando él mismo con el escudo, la cantimplora y el zurrón. ¿Es que no me iba a permitir que se los llevase?
Tras eso, con un chasquido de dedos, me permitió relajarme. Moví mis miembros, agradecida, me desentumecí. Vi que me observaba. Avergonzada, me detuve. Pero, a una orden suya, continué. Él me miraba mientras yo estiraba lujuriosamente mi cuerpo, mientras me frotaba las piernas para restablecer la circulación. Y me di cuenta de que no estaba realizando todos estos movimientos del mismo modo que los haría si hubiese estado sola, sino que me estaba comportando como una hembra ante él. Me miró, risueño. Me ruboricé. Enojada, me tumbé sobre la hierba.
Miré al cielo; había oscurecido. El hombre al que yo pertenecía se alejaba. No tuve miedo de que no regresara, sabía que no estaba enfadado conmigo; lo había visto en su mirada y en su sonrisa.
Percibí su regreso. Me recosté sobre mi codo. Estaba en pie junto a mí.
Alcé mi mirada hacia él.
Pero no me ordenó arrodillarme; no me obligó a separar las rodillas.
Con un gesto, me indicó que me levantase. Así lo hice.
Después hizo desaparecer las pocas señales que dejamos en el lugar. No habíamos encendido fuego.
Luego se quedó inmóvil, apoyándose en su lanza, sin prestarme atención. Yo estaba allí, simplemente, a la espera.
Mi mente caviló con rapidez. Contrariamente a ayer, que viajamos a la luz del día para pasar la noche bajo ese bosquecillo, hoy partíamos a oscuras sin dejar rastro. Esto me hizo pensar que tal vez nos encontráramos en una región hostil. Me estremecí; miré con temor a mi alrededor, a las sombras de los árboles. ¿Habría enemigos al acecho? ¿Seríamos objeto de algún ataque, de alguna emboscada? Se oyó un crujido que le hizo ponerse en guardia. Estuve a punto de chillar de horror; intenté agarrarme a su pierna izquierda, pero él me apartó con la base de su lanza. Caí de espaldas sobre la hierba. Retrocedí, aterrorizada. El empujón no fue nada suave. Luego me acurruqué detrás suyo. Si hubiera tenido algún arma civilizada, un pequeño revólver, por ejemplo, me hubiera sentido menos asustada; pero sólo le tenía a él y a su acero, entre mí y el tenebroso crujido. Me llevé la mano a la boca. Lo vi emerger del arbusto en la oscuridad. Pensé, primero, debido a su sinuoso movimiento, que se trataba de una enorme serpiente; pero no lo era. Luego pensé en un gran reptil. Pero, cuando la luna cayó sobre él, vi, en lugar de escamas, un grueso y largo pelo rizado. Sus ojos brillaban como centellas. Gruñía y resoplaba. Tenía patas. Se acercaba sinuosamente, emitiendo silbidos. El hombre le habló con suavidad, su lanza encarándole. Giró a nuestro alrededor; el hombre también le seguía, siempre apuntándole con la lanza. Después la bestia desapareció en las sombras. Yo me desplomé a sus pies, temblando. Él no me amonestó; no fui castigada. Él actuó sin temor ante el monstruo; y no porque fuera simplemente valiente, o tuviera experiencia en la caza de semejantes animales, sino porque, como más tarde comprendí, conocía bien sus hábitos. La bestia no quería convertimos en su presa; en realidad, andaba tras otro animal, algún tipo de antílope, y nosotros no habíamos sido más que un estorbo en su camino. Estos animales son unos cazadores obstinados, y a menudo se les utiliza como rastreadores. Una vez tras un rastro, lo seguían infatigablemente. Su tenacidad, aparentemente era la causa de su supervivencia. Afortunadamente, no fuimos lo que primero olfateó en su cacería; de haber sido así, la situación hubiera sido muy distinta. Eslín era el nombre de aquel animal.
El hombre levantó la cabeza y miró a lo lejos, a través de los árboles.
Se dio la vuelta y emprendió la marcha. Le seguí sin demora.
No caminamos mucho.
Se giró hacia mí, indicándome que permaneciera inmóvil y en silencio.
En la oscuridad se nos aproximaban unas veinte antorchas. Estaba asustada, sin saber con qué tipo de gente íbamos a encontrarnos.
Era un cortejo de unos setenta u ochenta individuos. Su línea de marcha era de unos cuarenta o cincuenta metros de longitud, por unos diez de anchura, flanqueada por unos diez hombres armados a cada lado. Éstos llevaban las antorchas. Otros cinco, también armados, lo precedían; y unos diez o doce más ocupaban posiciones en el centro. Dos plataformas eran llevadas a hombros por unos diez hombres, y, más atrás, avanzaba un carromato tirado por dos extraños animales, como bueyes, que a su vez eran conducidos por otros dos hombres. Tanto los hombres que cargaban las plataformas como los que guiaban los animales, no iban vestidos de un modo distinto a los guerreros.
El cortejo se acercaba. Nos escondimos entre unos árboles. No parecía sorprendido con el encuentro, más bien era como si ya lo supiera, como si lo estuviera esperando.
Iban a pasar muy cerca de nosotros, de nuestro escondite, en el que nos agazapábamos en silencio.
Cuando estaban junto a los árboles, pude distinguir unas cinco figuras de mujer en la primera de las plataformas. En la segunda había algunos cofres y cajas cubiertos con un material brillante; en el carro otras cajas de apariencia más tosca junto a objetos de acampada, armas y bidones.
Retrocedimos algo más hacia el interior del bosquecillo.
Mi guardián dejó a un lado sus armas y se colocó detrás mío, con sus manos sobre mis hombros. A la luz de las antorchas, contemplamos el paso del cortejo.
Me estremecí ante la visión.
La vanguardia de la procesión se nos acercaba. Me di cuenta de cuán distintos a los humanos eran estos seres.
Pude ver sus armas. Sus túnicas escarlatas, cascos y escudos no tenían la misma forma, ni estaban decorados del mismo modo que los del hombre al que yo pertenecía, el bárbaro que me sujetaba por los hombros.
Parecía que quería evitar ser visto.
De repente, quise chillar. Me quedé congelada. Su mano izquierda me cubría la boca, mientras sentía en mi garganta la fría hoja de su cuchillo. No podía emitir un sonido ni moverme en lo más mínimo.