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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramórea 1

La Espada de Fuego (17 page)

BOOK: La Espada de Fuego
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Sin aviso, cayó sobre ellos una densa niebla que apenas dejaba distinguir las lindes de la calzada. Pronto tuvieron los cabellos chorreando sobre la frente y la cara. Dentro de aquella bruma pegajosa, los cascos de los caballos sonaban apagados, como envueltos en algodón, mientras que la llamada lejana se hacía más apremiante.

—¡Maldita sea! —gruñó Kratos-. Han empezado a perseguirnos.

—Los caballos refrenan el paso —advirtió Derguín-. Hay algo delante de nosotros.

Los animales se pararon en seco. Derguín hizo recular a su montura para refugiarse en el grupo.

—Si al menos esta niebla se levantara y nos dejara ver algo... —rezongó Kratos-. ¿De dónde habrá salido?

Linar desmontó y avanzó con cautela hacia las tinieblas. Cerró su único ojo, extendió su vara y por los ojos de la serpiente proyectó los zarcillos de su syfrõn, que podían captar el calor oculto de las cosas. En los márgenes de la calzada no había ya árboles, sólo matojos raquíticos y tierra que la lluvia había convertido en barrizal. Fue entonces cuando vio algo que jamás había presenciado, y eso era mucho decir tratándose de un Kalagorinor. A ambos lados del camino, el suelo estaba hinchándose en negras jorobas. De ellas brotaban unas excrecencias mucilaginosas que chapoteaban como lodo pisoteado y seguían creciendo, hasta convertirse en siluetas semihumanas que tendían un remedo de brazos hacia ellos. Linar captó en aquellas criaturas una estupidez ciega y vacía, pero también una determinación tan malévola como el canto que las había invocado. Se alzaban a los bordes de la calzada, pero no se movían del sitio, pues tenían los pies clavados en tierra; eran como monstruosas lombrices antropomorfas encadenadas al suelo del que habían germinado.

—¿Qué ocurre? —preguntó Kratos.

—Desmontad. Quedaos detrás de mí y no se os ocurra salir del camino.

Linar extendió de nuevo su syfrõn, esta vez para controlar a las monturas, pero el caballo de Mikhon Tiq se desbocó antes de que pudiera hacerse con él y huyó despavorido hacia la izquierda. No bien puso los cascos fuera de la calzada, cayó entre los brazos de aquellas criaturas. Entre relinchos de terror casi humanos y nauseabundos burbujeos de succión, el caballo fue rodeado por una capa de materia viscosa y engullido por la propia tierra sin dejar rastro.

—¿Qué ocurre? ¡Dínoslo de una maldita vez! —exigió el Tahedorán.

—Haced lo que os digo, Kratos —respondió Linar, sin perder la compostura-. Caminad detrás de mí. Hay sortilegios muy antiguos que protegen esta calzada, de modo que si no salís de ella no correréis peligro.

—Hay algo a los lados —susurró Derguín-. Si pudiéramos ver algo...

Linar casi había olvidado que sus compañeros no poseían su percepción. La niebla cuajaba como una gigantesca levadura en un tazón de leche. Era un fenómeno innatural, sacrilego, pero decirlo sólo habría inquietado más a los otros, mientras que iluminar los bordes de la calzada con su vara les habría hecho perder la cordura.

—Sí, hay algo a los lados, pero si os limitáis a caminar detrás de mí no os pasará nada —insistió, aunque no tenía por costumbre repetir sus palabras.

—¡Ni siquiera te veo! —protestó Mikhon Tiq, tanteando a su espalda-. Nos vamos a perder.

—Tomémonos de las manos. Yo me encargo de los caballos.

Sin dejar de andar, Linar tendió hacia atrás su brazo y tomó la mano callosa de Kratos; y a través del guerrero percibió la suave piel de Tríane, la inquietud de los largos dedos de Derguín y el sudor de la mano de Mikhon Tiq. Trató de transmitirles calma y confianza aunque él mismo estaba lejos de sentirlas. Por más que trataba de concentrar su atención en el pavimento que pisaba, no podía dejar de ver la negra procesión que brotaba del suelo a su paso. Aquellas figuras semihumanas no los seguían, sino que surgían de la tierra conforme ellos avanzaban. Si Linar detenía el paso, las sombras dejaban de brotar; si lo avivaba, germinaban por delante de él.

La llamada lejana cesó; pero fue sustituida por algo peor, pues las propias criaturas de barro empezaron a entonar un canto tan bajo que apenas se percibía, pero cuyo frío penetraba hasta la médula. Era un canto terrible y muerto, como el que podrían haber entonado las lápidas de un cementerio de tener voz. No había palabras en él, y sin embargo les hablaba de oscuridad, decepción, vacío, cenizas, olvido. Pero aunque encogía el estómago y erizaba la piel, tenía una cualidad magnética, como la hoguera mentirosa de los saqueadores que atraen al barco a estrellarse en los acantilados. Los primeros en desviarse hacia los bordes de la calzada fueron los animales, y Linar tuvo que aumentar su ligazón sobre ellos; pero pronto comprobó que no les ocurría sólo a ellos, pues Mikhon Tiq soltó la mano de Derguín y se dirigió hacia el margen derecho.

—¡Quieto, Mikhon! —gritó Linar.

Pero Derguín fue más rápido. Soltando a Tríane, corrió tras su amigo justo a tiempo de ver un brazo negro que surgía de la bruma para coger a Mikhon Tiq. Sin pensarlo un segundo, desenvainó la espada y descargó un tajo sobre la sombra. Aunque logró atravesar el brazo, la
hasha
se atascó durante una fracción de segundo en algo legamoso. La criatura se retiró con un alarido similar al de un cristal arañando una pizarra, y sobre las piedras quedó su oscura mano. Los dedos se separaron con vida propia y culebrearon para salir del camino, dejando tras de sí un rastro lodoso.

El susto hizo a Derguín caerse sentado. Kratos le ayudó a levantarse.

—¿Estás bien?

—¿Has oído eso?

—Ojalá no lo hubiera oído.

Linar tenía agarrado a Mikhon Tiq. El muchacho lo miraba sin verlo, como si la oscuridad fuera aún más espesa para él. Volvieron a tomarse de las manos, pero esta vez Linar se encargó de su aprendiz, quien caminaba tras él como un autómata. El lúgubre cántico seguía llamándolos. A través de los dedos de Mikhon, Linar sintió que era Kratos quien trataba de apartarse ahora.

—Kratos, sigue recto.

Pero no obtuvo respuesta. El guerrero había caído en un trance semejante al de Mikhon Tiq. Derguín se mantenía atento, mascullando contra sus compañeros porque no dejaban de moverse hacia los lados.

—No sirve de nada gruñir, Derguín. Ahora mismo no pueden oírte: no tienen voluntad propia.

—Debe de ser ese maldito canto. Enloquecería a las piedras.

—Aguanta firme detrás de mí. No puedo decirte por qué, pero si no salimos de la calzada no correremos peligro. Yo intentaré guiarlos para que sigan rectos.

Con cautela, Linar exploró la superficie de sus mentes. Ni Kratos ni Tríane estaban poseídos por ningún poder racional, pero la magia de la canción los había hipnotizado y los atraía, tan inexorable como una fuerza natural. Linar contrarrestó este efecto transmitiendo a sus debilitadas voluntades una sola orden: caminar, caminar siempre detrás de él.

Prosiguió su marcha, controlando en todo momento la pequeña caravana y vigilando la espeluznante procesión que los escoltaba. Mil veces suplicó para que llegara la luz del sol. Por fin, tras descrestar una suave loma, la niebla se levantó y las criaturas desaparecieron. Delante, tal vez a una media legua, había una pequeña aldea, cuya cercanía debía haber espantado a los seres de la tierra. Sin darse cuenta, Linar dobló el paso, y llegó a tal grado de excitación que sus pies acabaron por levantarse del suelo, y en su levitación arrastró a todos sus compañeros. Ante el asombro de los demás, que habían salido de sus trances, no los hizo descender al suelo hasta que entraron en el pueblo.

10

JALKEOS FORJÓ ESTA ESPADA,

LA MEJOR DE CUANTAS HA CREADO,

Y ESPERA QUE SEA DIGNA DEL MUY NOBLE

TAHEDORÁN TOGUL BAROK

T
ras releer la inscripción, el príncipe cubrió la espiga de la espada con la empuñadura y deslizó en su sitio las dos clavijas que la mantenían inmóvil. Aquella hoja le había costado trescientos imbriales; podría haberse fundido en oro puro y no le habría resultado más cara. Pero sin duda los valía. Durante todo un año había sido trabajada en el taller de Jalkeos, el espadista más prestigioso del presente, al que algunos parangonaban con el mítico Amintas; aunque él, modesto, se consideraba indigno de tal comparación. Un agente de Togul Barok se había introducido en la fragua para espiar sus secretos. Como el propio Jalkeos aseguraba, el núcleo de la espada había sido forjado en treinta y dos capas de acero que le daban a su alma la solidez de la roca junto con la flexibilidad del junco; pues el príncipe, que había quebrado muchas espadas, quería un arma que no desmereciera de su brazo. El filo, que debía ser de una dureza adamantina, había sido trabajado aún más a conciencia. Jalkeos había repetido una y otra vez la operación de calentar al rojo vivo el lingote originario, doblarlo y martillearlo, día tras día, semana tras semana, hasta conseguir más de treinta mil capas de forjado. Y una vez unidos filo y alma, su pulidor, Melipo, había afilado la espada durante un mes con lijas y esmeriles cada vez más finos. Ahora, Jalkeos aseguraba que una hoja de árbol que, arrancada por el viento, cayera sobre la
hasha
se partiría en dos por su propio peso.

Tengo que darle un nombre, pensó Togul Barok, que se había levantado nervioso, y sentía en la cabeza la presión del gemelo colérico que habitaba dentro de su cráneo.

Sí, tenía que darle un nombre. Pero antes, la hoja debía recibir el baño de consagración.

Su agudo oído le advirtió de que venía gente. Un instante después, Kirión apareció en la galería que cerraba el lado norte del patio y bajó la escalera de la columnata con sus curiosas zancadas de cigüeña. Las pupilas de Togul Barok, que veían colores invisibles (había tardado años en darse cuenta de que nadie más los veía), le informaron que el vientre de Kirión estaba más frío aún que de costumbre. Algún mal se escondía dentro de sus tripas desde hacía casi un año. Togul Barok estaba convencido de que su hombre no tardaría en morir; pero antes, tendría que exprimir sus servicios.

Tras él venían cuatro soldados, rodeando a una reata de cinco prisioneros. Venían vestidos tan sólo con taparrabos, y llevaban los brazos atados y retorcidos a la espalda. Togul Barok comprobó satisfecho que eran todos flacos y de la misma estatura, como había encargado. Se puso de pie, envainó la espada y se la ciñó a la cintura, y se acercó a ellos.

—¿Escoria del Eidostar?

—Esta vez no, Alteza —respondió Kirión-. Son campesinos, cortesía del gobernador de Gharrium. Al registrar su aldea, les encontraron armas en las casas y graneros.

Habían desobedecido, pues, la ley que desde hacía doce años prohibía a los campesinos tener cualquier arma más peligrosa que un azadón o una horca; una sugerencia directa del Primer Profesor de los Numeristas, para reforzar la autoridad central de Koras en todo Áinar. Togul Barok desenvainó unos centímetros la espada y les mostró a los labriegos el brillo de la hoja.

—¿Qué armas teníais? ¿Espadas como ésta?

Dos de ellos le miraron con opaca curiosidad. Los otros ni siquiera repararon en él. Todos venían drogados; caminaban arrastrando los pies y les goteaban hilillos de baba entre los labios. Togul Barok, seguro de que no había ningún peligro, despachó a los soldados y se quedó solo con ellos y con su esbirro. Kirión le tendió al príncipe un tintero y un pincel. Togul Barok se acercó al primer campesino, se inclinó sobre él (le sacaba casi dos cabezas) y, tratando de olvidar el hedor que desprendía, pintó alrededor de su cuello una línea azul.

—Sobre los nombres que nos dio ese engendro que se nos apareció la otra noche, Alteza, ya he hecho averiguaciones —dijo Kirión.

Mientras recibía los informes, Togul Barok siguió pintando líneas alrededor del cuello y la cintura de sus cautivos. Kirión le habló primero de Aperión. Después menciono a Krust.

—Es arconte de Narak. Según los registros de la Academia, tiene siete marcas de maestría. Goza de amistades en el consejo de la Anfictionía, así que si le pasa algo...

Togul Barok clavó en él sus pupilas inhumanas.

—Algo
tendrá que pasarle, como a todos. Yo también sé qué resortes debo pulsar en la Anfictionía para hacer que discutan un par de años. Luego ya no importará nada.

Kirión asintió con la barbilla. Dos años era el plazo que se había puesto Togul Barok para convertirse en emperador, terminar de someter a los señores de la guerra Ainari y empezar a devorar los pequeños estados Ritiones de norte a sur. Un ambicioso plan que dependía de un factor crucial: convertirse en el Zemalnit.

—Había otro Ritión entre esos nombres.

—Derguín Gorión. Pero debe de ser un error, Alteza. Después de mucho buscar, he encontrado su nombre registrado como Ibtahán de sexto grado. No puede competir por la Espada de Fuego.

Togul Barok chasqueó la lengua. Resultaba extraño que alguien tan poderoso como para apoderarse del cuerpo de un muerto cometiera un error así.

—Háblame de esa Tylse, Kirión. No esperaba encontrar a una mujer entre mis rivales.

—Es una amazona de Atagaira, ya sabes lo que eso significa.

—Espléndidas jacas para el jinete que sepa montarlas. ¿Vendrá acompañada por sus guerreras? Eso haría más emocionante el certamen.

—Ya está en Koras, pero ha venido sola. Es hija bastarda de la reina de Atagaira. Parece que ha tenido alguna discusión con ella y ha huido del país.

—Qué curioso lugar en que las mujeres tienen hijas bastardas. Un mundo al revés. Recuérdame que cuando sea emperador lo arrase. Es innatural.

—Señor, es un rincón montañoso en el que no se nos ha perdido nada.

—Oh, Kirión, siempre te tomas al pie de la letra todo lo que digo.

—Por supuesto que lo hago, Alteza. Por eso soy el más fiel de tus sirvientes.

—¿Qué hay del Austral? No recuerdo bien su nombre...

—Es un puñetero nombre Aifolu, Alteza. —Kirión consultó una tablilla y leyó-: Darnil-Muguni-Rhaimil. Consiguió el grado de Tahedorán hace dos años. Es hijo de Binarg-Ulisha-... —Kirión se trabó, pero logró terminar— Rhaimil.

—El general del Enviado —completó el príncipe, mientras terminaba de pintar una línea sobre la cintura del quinto campesino-. Fue él quien tomó la ciudad de Marabha.

—Así es, Alteza. Las cosas que hizo allí ponen los pelos de punta.

Togul Barok enarcó una ceja, irónico.

—No sabía que te hubieras vuelto tan sensible, Kirión.

—Sólo repito lo que me han dicho, Alteza.

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