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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramórea 1

La Espada de Fuego (15 page)

BOOK: La Espada de Fuego
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—Me está entrando hambre de verte entrenar con tantas ganas,
ib
Derguín. Creo que deberíamos comer.

Derguín no encontró fuerzas para contestarle.

Después de comer, Kratos se recostó contra un cancho mientras Linar y Derguín jugaban al ajedrez. Mikhon Tiq se alejó unos pasos y se sentó a la orilla de un riachuelo. Había en el agua unos insectos que se movían agitando innumerables patitas, como los remos de una diminuta galera. Mientras los observaba, meditó en la conversación que había tenido la noche anterior con Derguín, tras escuchar el relato de Linar.

—Linar te aprecia más a ti que a mí —se quejó con la sinceridad que le prestaba la segunda jarra de cerveza-. Pero su aprendiz soy yo, y no tú.

—Dale la vuelta a tu razonamiento. Mira cómo me trata a mí Kratos, y sin embargo a ti te ríe las gracias. Son los gajes que debemos sufrir los aprendices.

Pero ¿de verdad era él aprendiz de Linar? En el tiempo que llevaban juntos, el Kalagorinor apenas le había enseñado un par de habilidades, poco más que magia de feria, migajas del festín de maravillas que Mikhon Tiq esperaba recibir. Dentro de él se ocultaba la syfrõn de Yatom, un inmenso castillo de sabiduría y poder, pero las llaves las guardaba Linar.

—Me raciona el conocimiento como si fuera un usurero. ¿De qué tiene miedo?

—Yo podría quejarme igual de Kratos.

—Pero tú no tendrías razón. Kratos se toma en serio tu adiestramiento. Gracias a él has mejorado mucho. No te había visto manejar la espada así ni siquiera en la Academia.

—¿De veras? —La esperanza iluminó el rostro de Derguín.

—Te lo puedo jurar. —Pero Mikhon no tenía ganas de cantar las alabanzas de su amigo, sino de dar rienda suelta a su propio despecho-. Cuando entrenabas he visto las cicatrices de tu espalda. Son profundas. Las mías apenas se notan.

—Fui yo quien se peleó con Deilos. Así que el flagelador se empleó más a fondo conmigo.

—¿No tienes ganas de vengarte? ¿De restregarles a todos esos malditos Ainari un triunfo?

Derguín agachó la cabeza y susurró:

—Precisamente estamos rodeados de Ainari, así que baja un poco la voz. Y no, no tengo ganas de vengarme. No creo que eso sirva para nada.

Derguín lo había dicho desviando la mirada, y se había tapado los labios sin darse cuenta, como si quisiera evitar que de ellos saliera aquella mentira.

—¡Y yo no te creo a ti! —estalló Mikhon-. Nos la jugaron, Derguín, y es justo que queramos resarcirnos. Ha llegado nuestro momento. Tú y yo somos jóvenes, mientras que Linar y Kratos están tan caducos como sus ideas.

—Son nuestros maestros. Podemos aprender mucho de ellos.

—No digo que no, pero ahora es tiempo de inventar nuevas formas. Si no ves que el mundo cambia, es que estás ciego.

—No se debe despreciar la tradición.

—¡No me hables como una vieja! Lo que yo propongo es tomar del pasado tan sólo aquello que nos convenga. No soy como Linar, que está convencido de que todo tiempo pasado fue mejor. ¿No has oído su historia? Primero fue la Edad de Oro, cuando los hombres eran muy felices. Luego llegó la de Plata, en que aún eran felices, pero ya menos. ¿Qué vendrá luego, la Edad de la Mierda?

—Si hay algo cierto, es que todo puede empeorar.

—Puede, pero no debe. La crónica de Tramórea no tiene que ser la historia de la corrupción de un cadáver. ¡No pienses como un anciano!

—Yo no intento ser lo que tú quieres ser. Me limito al arte del Tahedo.

—¡No me vengas con ésas! Tú no eres un guerrero ignorante y sin seso. Te conozco bien y sé que buscas lo mismo que yo.

—¿Y qué buscas tú?

—¡La verdad! ¡El conocimiento!

Derguín levantó su jarra y propuso que brindaran por aquellas dos metas tan nobles y ambiciosas. Pero después añadió, susurrante:

—¿Y el poder? ¿Me vas a negar que anhelas el poder, Mikha?

—No, no voy a negarlo. Pero en eso soy igual que tú. ¿Acaso no quieres convertirte en el Zemalnit para tener poder?

Derguín se encogió de hombros.

—No sé muy bien en qué consiste el poder.

—Entonces, ¿para qué diantre estás aquí?

—Quiero convertirme en Tahedorán. Luego, intentaré conseguir la Espada de Fuego. Son metas arduas. No puedo pensar más allá, Mikha. Me ayudarás mejor si no distraes mi concentración con otros pensamientos. Cuando llegue el futuro, lo iremos afrontando.

Derguín le tendió la mano, y ambos se la estrecharon por encima de la mesa. En aquel momento, Mikhon sintió que nada podía desatar el nudo que los unía a su amigo y a él. Ahora, a la luz del día, se preguntó si sería así, si sus intereses no tardarían en separarlos.

Pero como era joven, le bastó tirar una piedra al agua y espantar a los insectos-galera para imaginarse que con ellos había ahuyentado todas las sombras del futuro.

Durante la tarde se acumularon en el norte nubarrones como yunques de hierro y el aire empezó a oler a ozono. El cielo se cerró tanto que no llegaron a ver la puesta de sol, y la lluvia arreciaba ya cuando llegaron a Grata, un pueblo escondido entre colinas. En la calle principal, un cartelón con un cuervo pintado en negro anunciaba la presencia de la única posada, un edificio de madera de dos pisos. Los viajeros ataron a los caballos bajo un porche de chamiza y tejas y pasaron a la posada.

Como ya se habían imaginado, no quedaban habitaciones, y menos en una noche de perros como aquélla, pero el hospedero les ofreció un rincón del salón no muy lejos de la chimenea. Mikhon regateó el precio, y al final llegaron a un acuerdo. Para cenar, se acomodaron en un rincón, en una pequeña mesa de madera encerada donde los viajeros habían grabado sus nombres a punta de cuchillo. Pidieron un guiso de carne con puerros y patatas, un queso de cabra, una hogaza de pan y una jarra de vino. Los atendió una muchacha guapa y rolliza, que lo mismo regalaba sonrisas que arreaba pescozones cuando alguno de los clientes se atrevía a pellizcarle el trasero. La posada estaba muy animada. En el centro, sentados sobre una mesa cuadrada, había dos juglares vestidos con los vivos colores de su gremio. Uno de ellos tocaba la gaita, mientras que el otro cantaba y rasgueaba un laúd, y entre estrofa y estrofa tomaba una púa de cuerno que llevaba detrás de la oreja y con ella arrancaba rapidísimos punteos y trémolos que provocaban aplausos entre la concurrencia.

Al cabo de un rato, el gaitero se acercó a ellos, se quitó la gorra e hizo una graciosa reverencia.

—Os saludo, nobles guerreros. Por un par de cobres, mi amigo el sin par Oíos y vuestro humilde servidor, Brumos de Tíshipan, podemos interpretar alguna pieza que sin duda será de vuestro agrado.

El vino y la música los habían animado, salvo a Linar, que sin apenas probar bocado había apartado un poco el taburete para recostar la espalda contra la pared, al abrigo de las sombras. Mikhon Tiq rebuscó bajo su manga, donde guardaba monedas sueltas en una bolsa atada a la muñeca, y sacó tres ases de cobre.

—Uno por cada guerrero —dijo, pues también él llevaba una espada colgada a la cintura-. Tocad algo que nos anime.

Brumos tomó las monedas, las hizo saltar en el aire, dio un gracioso giro sobre los talones y las recogió en la gorra antes de que llegaran al suelo, lo que provocó un nuevo aplauso. Después volvió con su compañero, intercambió unas palabras con él, y empezó a interpretar una melodía lenta y arrastrada. Oíos le acompañó primero con un suave arpegio y luego con un trémolo que poco a poco fue acelerándose. El ritmo, aún cansino, era sin embargo tan marcado que los parroquianos empezaron a acompañarlo con palmadas. Kratos y Derguín se miraron con un gesto de inteligencia.

—Una Jipurna...

Sus dedos empezaron a tabalear sobre la mesa y sus cabezas se balancearon al compás mientras tarareaban la pegadiza melodía. De pronto, como si se hubieran leído la mente, se levantaron, acudieron al centro de la sala, junto a los músicos, y empezaron a bailar. Los clientes apartaron las mesas para hacer hueco, expectantes y a la vez temerosos de lo que pudieran hacer aquellos guerreros.

—¿Se han vuelto locos? —bufó Linar-. Lo que menos necesitamos es llamar la atención.

—No lo entiendes, maese Linar —respondió Mikhon Tiq, regodeándose en alumbrar la ignorancia de su maestro en los asuntos mundanos-. Es una Jipurna, un baile guerrero creado para los que practican el arte de la espada. Para ellos es una llamada irresistible: si hubiera aquí quince espadachines, los quince habrían salido a bailarla.

—¿Y tú?

—No es lo mismo. Yo sólo soy un Iniciado; no llegué a Ibtahán —explicó Mikhon, aunque él mismo daba palmadas y marcaba el compás con el talón derecho.

La danza se animaba. Laúd y gaita intercambiaban frases cada vez más rápidas, las palmadas resonaban por toda la sala, las jarras golpeaban las mesas siguiendo el ritmo, que se hacía frenético. Derguín y Kratos se agacharon uno frente al otro y, en cuclillas y con los brazos cruzados, empezaron a lanzar las piernas hacia delante, primero una y luego la otra, siempre al compás. Después se pusieron en pie y, agarrándose el uno al otro por la punta de los dedos, empezaron a competir en cabriolas y volteretas cada vez más arriesgadas, ante el rugido de los clientes.

Linar miraba fijamente a los juglares. Le pareció advertir entre ellos una mirada de conspiración.

—Aquí hay algún tipo de trampa. Diles que paren.

—Es imposible. Ya que han empezado tienen que acabar.

Y en verdad, Derguín y Kratos habían entrado en una especie de trance, poseídos tal vez por Anfiún, el dios de la guerra; por Terpe, la patrona de la danza, o por ambos a la vez. Sin previo aviso, desenvainaron sus espadas y se acometieron con ellas. Hubo un gemido de consternación general y Linar se incorporó para intervenir, pero Mikhon le agarró por un brazo para calmarlo. Aquello era también parte de la danza. Derguín y Kratos saltaban sobre sus espadas, se agachaban, hacían giros espectaculares, pero las hojas nunca llegaban a acercarse a los cuerpos. Mientras el trémolo del laúd llegaba al paroxismo, ambos entrechocaron sus aceros de frente, una y otra vez, contorsionándose sobre la cintura entre golpe y golpe y acompañando el ritmo con el clangor de los metales hasta el climax final. La danza terminó con ambos pegados, espalda contra espalda, apuntando con sus armas a un enemigo imaginario.

Hubo un segundo de silencio, y después una ovación como no se había oído en toda la noche. Derguín y Kratos, sudorosos, besaron sus espadas, las envainaron y volvieron a la mesa. Por primera vez, el maestro le pasó el brazo por el hombro al discípulo.

—¡Hacía años que no bailaba una Jipurna! He sudado toda la mala sangre que tenía guardada.

—¡Pídenos cerveza, Mikha! —reclamó Derguín-. El vino solo no puede quitarme la sed que me ha entrado.

Como si hubieran vuelto a intercambiar los pensamientos, Derguín y Kratos cantaron el estribillo de una vieja canción de los estudiantes de Uhdanfiún.

¡Ni hambre, ni mujer vieja,

ni dolores de cabeza!

¡Ni vino, sólo cerveza!

Mikhon se volvió hacia la cantinera para reclamar una jarra. En ese momento, se abrió la puerta de la posada y alguien entró a la carrera.

—¡Os han robado un caballo!

Tardaron un instante en darse cuenta de que se lo decía a ellos. Kratos, sin llegar a sentarse, corrió hacia la puerta, seguido por Derguín. Salieron al exterior a tiempo de ver cómo el caballo de Mikhon Tiq, azuzado por un jinete que no se distinguía entre las sombras, se alejaba en dirección oeste.

—¡Maldita sea! —gruñó Kratos-. ¡Vamos por él, rápido!

Desataron a los caballos y montaron a toda prisa. Kratos tomó la delantera y los dos jóvenes, compartiendo la montura de Derguín, se apresuraron a seguirle, mientras Linar aguijaba a la mula que llevaba su bagaje.

Ya no llovía, pero soplaba un viento gélido que penetraba hasta los huesos. Aunque el empedrado estaba sembrado de charcos y los cascos de los caballos resbalaban en él, Kratos animó al soberbio
Amauro
a que cabalgara sin temor. Al dejar atrás las últimas casas del pueblo, no tardaron en ver al ladrón; galopaba por una larga recta de la calzada y les llevaba unos doscientos pasos de ventaja. En la oscuridad era difícil distinguir sus movimientos, pero de cuando en cuando parecía refrenarse y se daba la vuelta para mirarlos como si jugara con ellos. La persecución se demoró durante unos minutos. Después, cuando menos lo esperaban, el ladrón hizo parar al caballo, desmontó y, sin tomar nada de las alforjas, salió del camino. Las nubes dejaron pasar un rayo de luna azulado, y durante una fracción de segundo vislumbraron a un hombre barbudo que corría desnudo y se perdía entre la vegetación que rodeaba la calzada.

Alcanzaron el caballo y comprobaron que en las alforjas no faltaba nada. Un extraño enigma por resolver.

—Estas cosas no deberían ocurrir en Ainar —masculló Kratos, indignado-. Si atrapo al ladrón, yo mismo lo colgaré de un árbol.

Emprendieron el regreso con un ligero trote. A ratos, la luz de Rimom se abría paso entre las nubes y las teñía con un fantasmal baño azul, pero no tardaba en ocultarse de nuevo. Aquella oscuridad no invitaba a hablar. Sólo un insensato dejaría que su voz llegara más allá de donde alcanzaba la vista, a parajes en los que los oídos de la noche recogen hasta los susurros de las hojas y la tenue caída del rocío. A veces un hostigo del viento sacudía las ramas y los azotaba con agua helada, y al alejarse dejaba por unos segundos su fría voz entre las ramas. Una de esas rachas trajo con ella un eco lejano y prolongado, tal vez un canto. Se detuvieron.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Derguín.

Linar le pidió silencio con un gesto y giró la cabeza para oír mejor.

—Es un ritual —dijo al cabo de un rato-. No entiendo las palabras desde aquí, pero sin duda es una invocación.

—¡Valiente noche para invocar a nadie! —dijo Mikhon Tiq, frotándose los hombros para entrar en calor-. Por mi parte, preferiría seguir con el ritual de la cena.

—¡Secundo la propuesta! —se apuntó Derguín.

—Primero iremos a investigar —dijo Linar, recordando las palabras de Yatom, que había hablado de «rituales espantosos».

Los demás protestaron, pero Linar fue categórico. Dejaron los caballos y la mula al lado del camino, atados tras unos robles. El Kalagorinor adormeció a las bestias con un sencillo conjuro; después ordenó silencio y abrió la marcha.

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