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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramórea 1

La Espada de Fuego (16 page)

BOOK: La Espada de Fuego
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Avanzaban con precaución, apoyando primero con los talones y reconociendo el terreno para no pisar cascajo ni ramas secas. Linar buscaba trochas entre la maleza, pero a menudo no tenían más remedio que atravesar macizos de arbustos espinosos, intentando que las ramas no crujieran ni azotaran sus rostros. Durante casi media hora anduvieron entre una espesura que se tupía conforme avanzaban. Los espinos arañaban sus ropas y sus carnes y las hojas los empapaban con la humedad que habían retenido tras la lluvia. Linar podría haber abierto un sendero más cómodo con su vara serpentígera, pero la inquietud que sentía, más intensa a cada paso, le disuadió de recurrir a su poder. Había allí una presencia, aún confusa, que lo impregnaba todo. La última ocasión en que recordaba haber percibido algo tan intenso fue en el asedio de Ghim. Pero allí conocía bien de dónde emanaba aquella sensación: de los magos del Rey Gris, que tomaban el poder de su amo mientras éste velaba por ellos desde su fortaleza en Iyam, a más de mil leguas. Desde entonces, el señor de los Inhumanos no había vuelto a manifestarse, pero muchas de las criaturas sombrías que poblaban el mundo estaban relacionadas con él.

Linar sabía que aún existía otra posibilidad, pero ésa le llevaba a un dios que soñaba encerrado en roca, y era demasiado aterradora para pensar en ella.

Su camino los llevó a un claro surcado de torrenteras que caía en un suave declive. El viento les trajo un rumor ya cercano, un canto persistente, casi una única nota de machacona invocación. Linar apretó el paso. Bajo ellos partía una vaguada. Descuidando las precauciones, se apresuró a cruzarla, pues era difícil que los cantores pudieran oírlos y temía que si llegaban más tarde acabaran encontrando algo que ninguno de ellos querría ver. Como si obedeciese a la invocación, el viento en las alturas rompía a jirones las nubes y despejaba el cielo. Bañada en la luz cobalto de Rimom, la vaguada dejó de serpentear y desembocó en un nuevo claro. El canto era ya tan cercano que no se atrevieron a cruzar bajo la luz, sino que rodearon el calvero agazapándose entre los árboles.

Un montículo era, al parecer, todo lo que los separaba de su destino. Treparon por él casi reptando. En lo más alto asomaban unas rocas en forma de muelas. Se acurrucaron tras ellas y Linar aventuró una mirada.

Por la otra ladera, la colina caía casi a pico hasta un anfiteatro natural que se abría diez metros más abajo. En su centro se erguía un oscuro monolito, a cuyo pie una profunda sombra revelaba la existencia de una sima. Alrededor ardía un círculo de antorchas. Más allá se abrían varios anillos concéntricos de celebrantes de ambos sexos, vestidos con jirones y harapos. Al ritmo del obstinado canto, las mujeres se retorcían, agitaban los brazos como serpientes, hacían gestos procaces y barrían el suelo con sus cabellos. Mientras, los hombres brincaban con grandes saltos y movían la cabeza en un vaivén que seguía el ritmo de la invocación.

—Asomaos sin hacer ruido —susurró Linar.

La escena los asombró tanto como había asombrado al mago.

—Fijaos allí.

Dos figuras se acercaron al monolito, un hombre que ocultaba el rostro bajo una máscara demoníaca y una mujer. Ésta, sin interrumpir su frenética danza, se arrancó las ropas a tirones hasta quedar desnuda. Su piel lechosa contrastaba con el negro de los tatuajes que le cubrían la espalda, el vientre y los pechos. En su baile se aproximó al enmascarado y le despojó de la túnica, aunque no descubrió el rostro. Después escenificaron una rabiosa cópula, jaleados por los concurrentes en un tono cada vez más agudo y obsesivo. Cuando parecía que la pareja iba a llegar al paroxismo y que todo estallaría en una explosión de gritos, se oyó una voz más estridente, y se hizo un silencio en el que Linar pudo oír los latidos de sus compañeros.

La danza había cesado. Los concurrentes esperaban, tan quietos como el monolito que se alzaba sobre la sima. De entre las sombras que había al pie de las rocas en que se apoyaban Linar y sus compañeros salió un hombre muy alto, vestido de pieles y tocado con una enorme cornamenta de ciervo. Le seguían cuatro encapuchados que llevaban a rastras a una mujer vestida con una túnica blanca. A su paso, la gente que rodeaba el monolito abrió un corredor. La danzarina tatuada se acercó y plantó sus manos sobre la frente de la otra mujer, susurrando unas palabras que Linar no alcanzó a escuchar. Los circundantes comenzaron a ejecutar un movimiento pendular: se inclinaban a un lado, levantaban el pie contrario y lo dejaban caer con todo el peso del cuerpo, marcando un lento compás.

El hombre-ciervo alzó los brazos. Los encapuchados despojaron a la mujer de su túnica y la llevaron hasta el monolito. Allí la sujetaron a unas argollas, obligándola a cruzar los brazos por encima de la cabeza de modo que su desnudez quedaba expuesta a todas las miradas. La mujer se debatió unos segundos, hasta que comprendió que no lograría arrancar aquellos grilletes y se quedó inmóvil. El hombre-ciervo entonó con voz potente un canto que los asistentes respondieron a coro, repitiendo un estribillo en sílabas guturales que ni siquiera Linar llegó a entender. Los anillos de danzantes se abrieron para separarse del monolito, y el hombre-ciervo, los encapuchados y la pareja que había escenificado la cópula retrocedieron también más allá del círculo de antorchas.

—¿Qué va a ocurrir, Linar? —susurró Mikhon Tiq.

—Invocan a algo que hay en la sima. Creo que vamos a presenciar una hierogamia.

—¿Qué quieres decir?

—Una unión sagrada. No sé qué saldrá de ese boquete. Si tiene forma humana, se unirá con la mujer. Si no es así... tal vez ocurra algo peor.

—Ella no está ahí por su voluntad —intervino Derguín-. Tiene miedo. Hay que hacer algo.

Linar se volvió hacia el muchacho, sorprendido por su decisión. Hasta ese momento su temor había sido tan intenso que podía olerse a varios metros.

—Somos muy pocos —objetó Kratos-. Ahí abajo hay más de doscientas personas. Lo mejor es que nos alejemos antes de que reparen en nosotros.

—¡No! —insistió Derguín-. Tiene que haber algo que podamos hacer.

—Lo vamos a hacer. No presenciaré esto sin más —dijo Linar, en un tono que no admitía duda.

Los concurrentes, sin abandonar aquella machacona cantinela capaz de despertar a las piedras, se apartaron unos treinta o cuarenta pasos del monolito central. La mujer había dejado de moverse, resignada a su suerte o acaso desmayada. Linar señaló a la izquierda del anfiteatro.

—Kratos y Derguín, iréis por allí, entre esa maleza. Mikhon me ayudará en una maniobra de distracción para que podáis acercaros al monolito sin ser molestados. Cuando tengáis a la muchacha, volved al sitio donde hemos dejado los caballos.

Kratos iba a objetar algo, pero su disciplina innata le hizo morderse la lengua. Linar les ordenó a él y a Derguín que desenvainaran las espadas, y pasó los dedos por ambas
hashas,
mientras salmodiaba algún sortilegio ininteligible. Las espadas vibraron como diapasones.

—No las envainéis. Ahora, acercaos hasta allí, al borde del claro, y esperad a mi señal. Cuando la oigáis, debéis cerrar los ojos, protegerlos con las manos y cubriros con los capotes. Luego, contaréis hasta diez, os destaparéis y correréis hasta el monolito. Nadie os saldrá al paso. Tan sólo tendréis que acercar la
hasha
a los grilletes, y éstos se abrirán. —Derguín y Kratos cruzaron una mirada de desconfianza-. ¿A qué esperáis? ¡No tenemos toda la noche!

Sin pronunciar palabra alguna, Derguín y Kratos se alejaron furtivos. Linar ordenó a Mikhon Tiq que reuniera piedras del tamaño de un puño, y él mismo se puso a la tarea. En pocos minutos habían apilado un buen montón, con las que formaron un círculo. Los cantos sonaban histéricos y las pisadas retemblaban en el suelo como un corazón a punto de estallar. No se distinguían palabras en la invocación, sólo un grito único que taladraba las tinieblas. Mikhon Tiq percibió un cambio, un penetrante olor a miasmas que sin duda emanaba de la sima, y miró a Linar.

—Ya lo sé. Lo que sea, está a punto de salir. ¡Entra al círculo!

Mikhon Tiq se escondió tras su maestro, que le sacaba una cabeza, y aguardó. El Kalagorinor levantó los brazos cuarenta y cinco grados, y de sus dedos brotó un chisporroteo de centellas azules que cayeron sobre las piedras y saltaron entre ellas como pulgas incandescentes.

—Ya estamos protegidos. Prepárate.

Linar dio una fortísima voz, que Mikhon sintió retumbar a través de sus costillas, alzó su vara hasta el cielo y un trueno restallo sobre sus cabezas. El canto se interrumpió. Doscientas cabezas se giraron y vieron a Linar, una altísima figura erguida sobre las rocas, como un dios orgulloso y terrible. El hombre-ciervo le señaló con el dedo y gritó:

—¡Muerte al sacrílego!

Algunos hombres rompieron el círculo y empezaron a trepar para llegar a donde se encontraba Linar. El mago ordenó a Mikhon Tiq que cerrara los ojos y se apretara contra su espalda. El joven le obedeció, y en ese momento estalló un trueno mucho más fuerte que el primero y hubo un destello cegador que percibió incluso a través de los párpados cerrados.

—¡Abre los ojos ya!

Pese a las precauciones, cuando Mikhon trató de fijar la mirada en el monolito para ver qué ocurría con la mujer, no pudo distinguir más que un borrón grisáceo en el foco de su visión. Los celebrantes habían corrido peor suerte; algunos se revolcaban por el suelo frotándose los ojos entre gritos de ira y dolor, mientras otros trataban de caminar a ciegas, tentando el aire con las manos.

Linar cogió a Mikhon Tiq de la mano y lo arrastró a una enloquecida carrera por la misma vaguada que habían seguido al ir. El joven sólo distinguía delante de él la espalda de su maestro, y procuraba saltar cuando él lo hacía para esquivar los troncos, las raíces y las piedras más grandes. Linar se movía con zancadas de una longitud imposible, y sus pies apenas habían rozado el suelo cuando ya de nuevo se levantaban. Tras ellos, los gritos de rabia se perdían en la distancia. No había señales de persecución. Sin embargo, Linar no aflojó su paso hasta que Mikhon Tiq no pudo más y cayó de bruces sobre un matorral.

—Está bien —cedió el mago-. Iremos más despacio para dar tiempo a Kratos y Derguín.

El muchacho se levantó, acezante y con el cuerpo empapado de sudor por debajo de las gruesas ropas. Las ramas del matorral le habían arañado el rostro y las manos, el pecho le ardía y la boca le sabía a sangre. En cambio, Linar respiraba pausadamente, como si hubiera estado meditando en vez de huir como una liebre en la noche.

Siguieron a un paso más tranquilo. Poco a poco, Mikhon Tiq recobró el resuello y el foco de su visión volvió a aclararse. No recordaba el camino que habían seguido, y de ahí su sorpresa cuando llegaron al lugar donde habían dejado los caballos. Kratos y Derguín no tardaron en aparecer por otro lugar, junto con la mujer, que iba cubierta con la capa de Derguín. Linar se acercó a ella, le posó la mano en el hombro para tranquilizarla y le bajó la capucha.

Era una muchacha que no debía llegar a los veinte años, e incluso en la oscuridad su belleza cortaba el aliento. Lo natural habría sido verla posando para un escultor en Narak, o representando a Pothine, la diosa del deseo, en las fiestas de la recolección. El cabello negrísimo le caía sobre los hombros y sus ojos rasgados miraban más allá de ellos, sin verlos.

—Aún está cegada —explicó Derguín, que no se separaba de ella.

—Se le pasará. Dadle algo de ropa.

Mikhon, que era el más delgado, deshizo su fardo y sacó un lío de ropas atado con correas. Eligió unas calzas de lana, una camisa y una chaqueta de piel de ternero. La muchacha se vistió por debajo de la capa, sin alejarse de ellos. Sus ademanes eran rápidos, pero no nerviosos; parecía que saliera del baño y no de un ritual sangriento. Cuando terminó de vestirse, se aferró al brazo de Derguín. Éste la ayudó a montar en su caballo y se sentó tras ella, rodeándola con los brazos para evitar que cayera.

Subieron a sus monturas y salieron de nuevo a la calzada. Mikhon Tiq sugirió volver a Grata.

—Seguiremos camino —respondió Linar-, No quiero volver por aquí, aunque sea mañana y a la luz del día.

La noche estaba avanzada, y Rimom ya había pasado de largo su cénit. El viento seguía soplando frío. Soltaron riendas, para alejarse cuanto antes de la amenaza que dejaban detrás. Derguín relevó a Linar en la cabeza y apresuró el trote. El mago se acercó a Kratos y le preguntó qué tal les había ido.

—Todo resultó como habías dicho. No sé qué hiciste, pero sentí la luz a través del capote y de las manos, y cuando abrí los ojos vi que los habías cegado a todos, así que pasamos entre ellos tranquilamente. Cuando nos acercamos al foso, me llegó un olor nauseabundo.

—Ya lo noté.

—También sonaba un borboteo, pero no me asomé. Las argollas se abrieron solas y recogimos a la chica. Nos hemos ido turnando para llevarla en brazos e ir más rápido, pero creo que no habría hecho falta. Nadie nos ha perseguido.

—Cuando recobren la vista, espero que estemos lo bastante lejos. ¿Qué os ha contado la muchacha?

—No hemos tenido tiempo de hablar con ella. De todos modos, no sabemos si nos entiende. No tiene rasgos Ainari.

—Sí os entiendo.

La intervención de la muchacha los sobresaltó a todos. Su voz, clara y algo grave, no delataba temor alguno. A Derguín le pareció que armonizaba con su rostro y con el resto de su cuerpo; aún recordaba sus formas desnudas, tal como las había visto y como las había sentido al tomarla en brazos, y aquel recuerdo le turbaba. Ella parecía cómoda sentada delante de él, y Derguín no la habría soltado por nada del mundo.

—¿Cómo te llamas?

—Tríane. —Y añadió en voz alta-: Ojalá las llamas de vuestros hogares ardan eternamente por lo que habéis hecho. No quiero pensar qué habría ocurrido si...

—No lo pienses, pues —dijo Linar-. Nosotros vamos hacia el oeste. ¿Dónde está tu hogar?

—También hacia el oeste.

—Esta noche vendrás con nosotros. Mañana ya decidiremos.

Derguín se acercó a su oído y susurró:

—No tengas miedo. Mientras estés con nosotros, no te ocurrirá nada malo.

Ella se volvió un instante y le sonrió, aunque aún estaba deslumbrada y no podía verle. Pese al frío de la noche, Derguín sintió una calidez que se deshacía en su vientre.

Linar reclamó silencio, pues había oído algo que pronto fue perceptible para los demás: una nota lejana, una invocación irritada y persistente, muy parecida a la que habían escuchado junto al monolito. Avivaron el trote. Nadie dijo nada durante unos minutos. El temor formaba un aura invisible que los unía sin necesidad de palabras.

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