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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramórea 1

La Espada de Fuego (22 page)

BOOK: La Espada de Fuego
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La Cacería Secreta... Como todos los estudiantes de Uhdanfiún, Derguín había oído hablar de aquel rumor que corría de cabaña en cabaña. Nadie sabía a ciencia cierta en qué consistía. Algunos aventuraban que podía tratarse de matar leones de dientes de sable o bestias aún más formidables; pero otros decían que en Áinar ya no quedaban tales fieras y que para encontrarlas había que cruzar la Sierra Virgen. Como fuere, Mikhon Tiq vio en aquella invitación una tregua con el grupo de Deilos, así que convenció a Derguín para que aceptaran. Con unos palos requemados de la hoguera se pintaron la cara como guerreros bárbaros, ahogando las risas para que los instructores no pudieran oírlos.

Caminaron durante más de una hora, guiados por Deilos, sin dejar de bajar por un terreno plagado de quebradas y breñales. Derguín, temiendo que los llevaran a un barranco para despeñarlos a oscuras, se mantenía a la cola de la comitiva. Pero durante todo el camino se mostraron amigables con ellos, sobre todo con Mikhon Tiq, al que palmeaban en la espalda, le pasaban la bota de vino y le prometían que aquella noche iba por fin a ser un hombre. Derguín sabía lo que para algunos alumnos significaba «hacer a alguien un hombre», pero llevaba la espada al cinto y sabía que los demás sabían que él era capaz de desenvainarla antes que nadie.

El monte se acabó por fin y llegaron a una vega sembrada de huertos. Un sendero rodeaba los cercados, pero ellos caminaron por sus bordes para pisar la hierba y no hacer ruido. Aunque eran ocho, les habían enseñado a moverse de noche como gatos, de suerte que quien se hubiese cruzado con aquellas figuras silenciosas habría pensado que se trataba de un cortejo de duendes o fantasmas. Uno de ellos, Merkar, llevaba un arco, pero había envuelto las flechas en trapos para que no chocaran en la aljaba. Deilos se detenía a veces y se chupaba un dedo para comprobar de dónde soplaba el aire y caminar de cara a él. «Es para que nuestra presa no pueda ventearnos», susurró, y sus amigos sofocaron las risas, mientras Derguín se preguntaba si los habrían llevado tan lejos sólo para cazar gamusinos.

Tras atravesar una cañada llegaron a un pequeño valle atravesado por un río. Allí había un humilde pago, no más de seis o siete chozas. Deilos se puso contra el viento y se acercó sigiloso, indicando a los demás que lo siguieran. Derguín pensó que iban a robar gallinas o tal vez un cerdo, y le corrió por el cuerpo el calorcillo de lo prohibido a la vez que se le hacía la boca agua. Había una cabaña un poco más apartada, y a ella se dirigieron tras pasar la barda de una tapia. Un perro dormitaba en la puerta; tal vez era muy viejo y estaba medio sordo, o ellos habían aprendido de verdad a moverse como sombras, porque el perro siguió roncando. Deilos desenvainó la espada y le cortó la cabeza. Al animal no le dio tiempo ni de soltar un gañido, pero el asesinato de su compañero despertó a los demás perros de la aldea, que desataron un coro de ladridos. Se oyeron algunas voces en las otras chozas que más parecían irritadas por los perros que alertadas por sus avisos. Taifos, que tenía un corpachón como dos de sus compañeros juntos, le dio una patada a la puerta de la cabaña y entró corriendo. Derguín se quedó paralizado unos segundos, sin entender ni qué estaba pasando ni qué demonios hacían allí.

Entonces entró a sacar a Taifos, algo de lo que se arrepentiría toda su vida. Allí hacía calor y reinaba un olor rancio a humo, sudor y ropa mojada. En el hogar quedaban unos rescoldos, a cuya luz se podían distinguir los bultos de muchas personas que dormían allí, tal vez ocho o nueve. Un hombre corpulento se levantó a la derecha de Derguín blandiendo una hoz. Derguín reaccionó por reflejo. Cuando se quiso dar cuenta, su espada ya estaba fuera de la vaina y el hombre se tambaleaba sin cabeza. Le pareció que su cuerpo tardaba una eternidad en desplomarse, y evocó la absurda imagen de un pino aguja cayendo en los bosques de su tierra. Entonces sonó un chillido, y luego muchos más, histéricos y agudos como cristal rayado, y todo se aceleró. Una mujer se arrojó sobre el cuerpo del campesino, se abrazó a él y se puso a llorar y a soltar alaridos junto a su cuello sin cabeza. Deilos, que había entrado después de Derguín, le tiró un tajo a la mujer y le hundió su espada de la clavícula al pecho. Derguín se volvió aturdido a los lados, esperando un ataque que no llegaba. Los chillidos le habían hecho sentirse amenazado, pero se dio cuenta de que allí no había más que crios berreando y salió corriendo de la cabaña.

—¿Qué pasa, qué pasa? —le preguntó Mikhon Tiq, agarrándole el brazo.

En las demás chozas ya se oían voces de alarma y empezaban a aparecer sombras.

Derguín tiró de Mikhon Tiq y echó a correr sin mirar atrás. Seguían llegándoles gritos, y entre ellos había alaridos de niños, pero en aquel momento no quiso darse cuenta.

—¡Corred, idiotas! —les gritó Deilos, mientras los adelantaba.

Al oírlo, Derguín apretó aún más la carrera. Los demás venían muertos de risa, y Mikhon, que no se había enterado de nada, también se reía. Derguín le abroncó para que se callara, pero no le explicó por qué. Corrieron y corrieron; estaban acostumbrados, porque desde hacía años todos los días tenían que trotar una hora antes de desayunar. Derguín no dejaba de pensar en cómo había decapitado a aquel campesino. Había entrenado la Yagartéi, desenvainar y tajar hacia la derecha a la altura de la cabeza, casi desde que tenía uso de razón, pero era la primera vez que se le interponía un cuello de verdad. Y lo curioso era que no pensaba en el hombre al que había matado ni en los chillidos de su mujer, sino en cómo había ejecutado la técnica. Una y otra vez veía la hoja de la espada trazando un arco delante de sus ojos, y sentía en su hombro y su muñeca la leve resistencia que le había ofrecido la carne humana; estaba embriagado por la facilidad con que lo había hecho.

Se detuvieron en una alameda junto al río. Sólo entonces reparó Derguín en que Taifos cargaba una especie de fardo al hombro. Cuando lo dejó caer al suelo, vio que el bulto era una muchacha. No tendría más de doce años, y daba unos sollozos tan quedos que hasta entonces no la había oído.

Deilos se acercó a Mikhon Tiq y le dio una palmada en la espalda.

—Ahora te vas a hacer hombre por fin. Pero nos toca primero a nosotros.

Taifos se puso detrás de la chica, le agarró los brazos y tiró de ellos hacia atrás. Grilo sacó un cuchillo y le rasgó la túnica, lo único que la pobre muchacha llevaba para dormir, y la dejó casi desnuda. Ella dejó de sollozar y empezó a chillar, pero Taifos le juntó las muñecas con una de sus manazas y con la otra le tapó la boca. Grilo se puso de rodillas, metió sus piernas entre los muslos de la chica para separarlos y empezó a sobarle los pechos. Derguín estaba paralizado. Mientras sus compañeros esperaban excitados a que les tocara el turno, él seguía viendo su espada segando una y otra vez el cuello del campesino.

Mikhon Tiq le apretó el hombro y susurró:

—No dejes que lo hagan, Derguín.

Lo que más recordaba era cómo le había sonado su nombre entonces,
Derguín,
como una campana de plata. La chica estaba agitándose y pataleando en vano contra Deilos, que la abofeteó y se bajó las calzas. Ni el propio Derguín se creyó lo que estaba haciendo cuando le puso la
hasha
en el cuello. Al notar el frío del metal, Deilos se quedó quieto. Después se volvió muy despacio y vio que era Derguín quien le amenazaba.

—Déjala en paz.

—¡Vete a la mierda!

Derguín tiró de la espada con suavidad, como si fuera una navaja de afeitar, y abrió un corte en el cuello de Deilos. Éste se puso en pie como si tuviera un resorte, tapándose la herida. Después trató a la vez de subirse las calzas y desenvainar su arma. En ese momento Derguín podría haberlo convertido en rodajas, pero no se atrevió. Cuando por fin tuvo la espada desnuda y el trasero cubierto, Deilos le amenazó.

—Lárgate ahora mismo con ese marica de amigo que tienes. Mañana os arreglaremos las cuentas.

Sus compañeros estaban detrás de él, pero nadie más desenfundó el acero. Mikhon Tiq sí lo hizo, y se plantó a la izquierda de Derguín con la espada en guardia.

—Ya habéis oído a Derguín. Dejad a la chica en paz.

—¡Por favor, no os pongáis nerviosos! —intervino Mandros, su compañero de vivac; no quería malquistarse con ellos, pero también se había excitado al ver el cuerpo de la muchacha y ansiaba recibir su parte.

—¡Sois imbéciles! —los insultó Deilos-. Sólo es una campesina. No hemos dejado con vida a nadie de su familia. ¿Qué más da pasárselo bien un rato con ella antes de matarla?

Derguín no sabía cómo salir de la situación, pero incluso en la oscuridad los ojos de la chica se veían muy blancos, y no dejaba de gemir bajo la implacable mordaza de Taifos.

—Tú has matado a su padre —dijo Deilos-, así que no nos digas ahora lo que tenemos que hacer.

Derguín le miró con odio. Tal vez fue entonces cuando se dio cuenta de que no había realizado una técnica de Yagartéi, sino que había asesinado a un hombre, a alguien que hasta hacía unos minutos había respirado, comido y bebido, y sin duda había amado. Sin argumentos que oponer, se limitó a repetir:

—Dejadla en paz. Que se vaya.

—¿Qué harás si no la dejamos?

El tono arrastrado y burlón de Deilos siempre había sacado de quicio a Derguín. Se hallaban ambos de frente, a distancia de combate y con las espadas terciadas a cuarenta y cinco grados. Deilos era un Ibtahán con cinco marcas, uno de ios mejores espadachines entre los alumnos. Aún así, Derguín se arriesgó, y en vez de tirar a matar probó una técnica más difícil. Dibujó un molinete con la espada, trabó la de su rival y la apartó, entró en su distancia y le golpeó bajo la barbilla con el pomo. Deilos cayó al suelo como un saco. Derguín se encaró con Taifos, que seguía sujetando a la muchacha.

—Suéltala ahora mismo.

Taifos miró a Derguín con sus ojillos de jabalí. Era mucho más fuerte que él, pero la espada estaba de por medio y era un argumento persuasivo. Merkar, que llevaba el arco, hizo ademán de sacar una flecha de la aljaba. Mikhon Tiq se precipitó hacia él y le plantó la punta de la espada a un palmo de la cara.

—Ni se te ocurra moverte.

Mikhon Tiq estaba más sereno que Derguín; sin duda, disfrutaba de aquella ocasión para vengarse de todas las humillaciones y, si Merkar hubiese movido tan sólo una pestaña, lo habría degollado.

Por fin, Taifos soltó a la muchacha. Ella se acurrucó un segundo, se recompuso la ropa como mejor pudo y salió corriendo. No volvieron a saber de ella. Habían aniquilado a su familia, así que tal vez murió de hambre; pero Derguín tenía la esperanza de que le quedara algún tío o primo que se hiciera cargo de ella o de que algún aldeano la tomara por esposa.

Taifos recogió a Deilos del suelo, lo reanimó con unas palmadas y miró a Derguín con cara de asesino.

—Ya te pillaré sin la espada y te romperé todos los huesos. Y a ti, mariquita —añadió, dirigiéndose a Mikha-, te vamos a hacer lo que no nos has dejado hacer con esa zorra.

—De momento lo mejor que podéis hacer es largaros de aquí —respondió Derguín. Ahora que la muchacha a la que había dejado huérfana ya no estaba, se sentía más tranquilo-. Merkar, deja el arco en el suelo.

—Y una...

Derguín se acercó a él y le puso la espada aún más cerca que la de Mikhon Tiq.

—¡Déjalo, te digo! Mañana te lo devolveremos.

—Por fin se fueron, no sin antes amenazarnos con todos los sapos del infierno, y Mandros se fue con ellos. Mikha y yo nos quedamos solos, y fue entonces cuando vomité —prosiguió Derguín-. Cuando llegamos al campamento ya nos estaban esperando. Los instructores nos obligaron a entregarles las espadas y nos ataron a un árbol. A los dos días regresamos todos a Koras, pero Mikha y yo lo hicimos encadenados. Nuestra falta era haber desenvainado las espadas contra unos compañeros; los instructores no quisieron escucharnos para saber quién tenía la culpa, y les importó un comino cuando les conté que todo había sido por culpa de una razia contra los campesinos.

»Luego descubrí que la matanza que habíamos llevado a cabo en aquella aldea no era nada insólito; que la Cacería Secreta, en realidad, consistía en eso. El procedimiento siempre es parecido. En alguna comarca los campesinos se muestran levantiscos, o no entregan suficiente grano o lo hacen en malas condiciones. Los informes llegan a Uhdanfiún y, qué casualidad, se organiza un vivac en esa comarca. Los instructores hablan con los cabecillas de los alumnos, y éstos organizan, como si actuaran por su cuenta, una extraña expedición nocturna. Así los guerreros reciben su primer baño de sangre y, de paso, se siembra el terror entre los campesinos, que no saben de dónde les viene el ataque.

»Yo recibí mi baño de sangre, también: decapité a aquel hombre con una Yagartéi perfecta. Ni siquiera tenía que sentir remordimientos por haber dejado viuda a su mujer y huérfanos a sus hijos, ya que los matamos a todos y no tuvieron que pasar hambre. ¡Ah, se me olvidaba la muchacha! —añadió Derguín con sarcasmo, mientras se enjugaba las lágrimas que desde hacía un rato bañaban sus mejillas-. Supongo que hice mal en respetar su vida. Supongo que por eso atenté contra el honor Ainari, y que por eso cuando llegamos de vuelta a Uhdanfiún a Mikha y a mí nos sometieron a una corte marcial, rompieron en público nuestras espadas, nos flagelaron y nos enviaron de vuelta a casa, deshonrados.

»Es verdad que nosotros los Ritiones nunca podremos competir con los Ainari en honor. No concebimos la gran gloria de atacar a nuestros propios campesinos, indefensos en la noche, para ejercitar nuestras armas. Esas muestras de valor las dejamos para los Ainari...

Derguín se calló por fin y vació el resto de su copa de un trago. Kratos le miraba, con un nudo en la garganta.

—Espero que me creas cuando te aseguro que mientras estuve en Uhdanfiún nunca participé en la Cacería Secreta, aunque sospechaba en qué consistía. —Kratos suspiró y añadió-: Albergaba dudas sobre ti, Derguín. Temía que te hubieran echado de la academia por indisciplina, o por falta de temple. Pero obraste bien. Yo habría hecho lo mismo.

—Asesiné a un campesino.

—Actuaste por reflejo, como te habían enseñado. Cuando tuviste ocasión de obrar voluntariamente, tomaste la decisión correcta.

—Sí, actué por reflejo... ¿En qué clase de amenaza nos convierten, Kratos, que podemos decapitar a un hombre sólo por reflejo, como otros aplastan a un mosquito?

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