La Espada de Fuego (26 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramórea 1

BOOK: La Espada de Fuego
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—Deja quieta la espada. Veo en la oscuridad.

Derguín se quedó seco. Aquella voz intentaba hablar en susurros, pero aún así retumbaba.

—¿Quién eres?

—Alguien que ha oído hablar de ti, Derguín.

—¿Cómo sabes mi nombre?

—Eso no importa. No quiero hacerte daño, pero te atravesaré el gaznate si intentas tu Yagartéi conmigo.

Derguín tragó saliva. Empezaba a sospechar de quién era aquella presencia que llenaba la oscuridad frente a él y que adivinaba gigantesca.

—¿Qué quieres de mí?

—Haz lo que te digo y te ayudaré en lo que más quieres.

—No entiendo...

—No es necesario que entiendas.

La punta de acero apretó un poco más. Derguín sintió cómo algo cálido le goteaba por el cuello hacia el pecho, y supo que no era sudor.

—¿Qué significa lo que estabas leyendo? Tradúceme esas palabras.

—No las comprendo...

—Cuando mientes tu rostro cambia de color. No lo hagas más.

La orden sonó casi a sugerencia, pero a Derguín no se le habría ocurrido desobedecerla. Invocó su memoria de Numerista clandestino y recitó con voz temblorosa:

El orbe de tres lunas muertas

posee la lanza de Prentadurt

la lanza negra que fue roja.

Pero Tarimán el dios herrero

en las llamas del terrible Prates

forjó la Espada de Fuego.

Dos hermanos medio hermanos

lucharán por la luz.

Cuando un medio hermano

posea de Tarimán el arma

entonces lanza negra y espada roja

entre sí chocarán en el terrible Prates

donde arden por siempre las llamas del gran fuego.

Entonces la sangre de la tierra y la sangre del cielo

entre sí lucharán

y será el momento del más fuerte.

—¡Un medio hermano! ¡Entonces es verdad!

Derguín captó temor en la voz. La espada dejó de pinchar su garganta y aquella enorme presencia se giró y salió a oscuras de la estancia. La espalda de Derguín resbaló por el escritorio y, casi sin darse cuenta, se encontró sentado en el suelo. Las piernas se habían negado a sostenerlo.

Había sobrevivido a su primer encuentro con Togul Barok.

16

Y en aquel reino montañoso [de Atagaira] son las mujeres y no los hombres quienes llevan los asuntos de la guerra. Pues es cierto que, de entre todos los pueblos del mundo, el de Atagaira es único por las siguientes peculiaridades: los hombres se encargan de la crianza de los hijos y de los trabajos manuales, mientras sus esposas se adiestran en el ejercicio de las armas y se gobiernan en una asamblea de mujeres que aconseja a la reina; en aquella raza, los niños nacen más pequeños y con menos peso que las niñas, y así se mantienen el resto de su vida, de modo que los hombres de Atagaira son equivalentes en corpulencia y vigor a las mujeres de otras razas, mientras que una mujer Atagaira es tan fuerte como un varón de cualquier otro país de Tramórea; y otra singularidad es que cuando se unen en coyunda un hombre de Atagaira y una mujer de otro pueblo, cosa que no ha sucedido sino raras veces, o una hembra Atagaira con un varón de otra raza, cosa más frecuente, pues a las Atagairas les gusta acostarse con quien a ellas place, en estos casos, como digo, la unión es siempre estéril. De modo que, si no fuera porque la raza de Atagaira es en todo lo demás similar al resto de las razas, uno creería que se trata de una especie tan distinta de la humana como los caballos lo son de los asnos.

Tarondas,
Geografía,
VII, 23

T
ras su entrevista con el Gran Maestre, Kratos tuvo que ocuparse de asuntos mundanos. Por más que le humillara pensar en lo pecuniario, tenía la talega vacía desde que huyó de Mígranz y no podía pasar el resto de su vida a costa de la bolsa de los demás. Un rapaz al que le prometió un as lo guió hasta el templo de Diazmom, en el distrito de Dámkar. Kratos atravesó la nave principal, saludó con una reverencia al dios protector de los injuriados y se encaminó a una capilla lateral protegida por una reja de bronce. Allí, un sacerdote con el cráneo tan rasurado como el suyo le atendió al otro lado de los barrotes.

—Soy Kratos May. Hice una ofrenda en uno de vuestros templos.

—En Mígranz, ya lo sé,
tah
Kratos. El dios nos ilumina...

O más bien las aves mensajeras, pensó Kratos. El sacerdote salió de la capilla por una estrecha puerta y volvió al cabo de unos minutos con una bolsa de tafetán que tintineaba prometedora.

—¿Quieres retirar toda tu ofrenda,
tah
Kratos?

—Excepto lo que con mucho gusto entrego al dios por los favores que me ha dispensado —contestó Kratos tal como exigía el rito.

El sacerdote rompió el sello de estaño fundido que cerraba los cordones de la bolsa, los aflojó y desparramó su contenido sobre un pequeño velador. Después lo contó a la vista de Kratos: había allí cuarenta y siete monedas de oro con la efigie del emperador Mihir Barok. Bien sabía Kratos que aquellos imbriales no eran los mismos que él había entregado en el templo de Diazmom de Mígranz, un día antes de la muerte de Hairón, pero confiaba en que fueran tan de buena ley como los que él había ahorrado.

Mientras contaba el dinero, el sacerdote le informó con voz untuosa:

—Tal vez sabrás,
tah
Kratos, que el noble Aperión visitó nuestro templo hace unas semanas y exigió que mis hermanos le entregaran tu ofrenda.

—Ah, ¿sí? ¿Con qué razón?

—Repetir lo que dijo sería ofensivo para ti. Pero mis hermanos se resistieron a todas sus amenazas, y al final el noble Aperión decidió que lo más sabio era no malquistarse con el santo Diazmom.

Kratos apartó cinco imbriales para el dios y dos para el sacerdote. Después cambió una moneda de oro en piezas pequeñas y salió. El niño le esperaba sentado en las escalinatas del templo. Kratos lo recompensó con dos ases en vez de uno. Después regresó a la posada. Ahora que no dependía del dinero de Derguín se sentía aliviado de un peso, pero aún le quedaba explicar a su alumno que no podía convertirse en Tahedorán.

Aunque el cuarto de Derguín era pequeño, el muchacho había puesto patas arriba el jergón, lo había arrimado contra una pared y estaba practicando con la espada. Pero en cuanto vio a Kratos enfundó el arma, le hizo pasar y cerró la puerta.

—He hecho averiguaciones sobre
Zemal —
le informó sin disimular su satisfacción-. Creo que sé por dónde tendremos que viajar.

Kratos frunció el ceño, escéptico. Pero Derguín ya había tumbado de nuevo la cama para extender sobre ella unos pergaminos. Kratos se acercó y vio que eran mapas.

—Mira —le señaló Derguín-: seguramente tendremos que ir directos hacia el oeste, cruzar la Sierra Virgen y bajar por el curso del río Haner. ¿Conoces esa zona?

Kratos examinó la primera carta. Había viajado al oeste de Koras cuando estudiaba en Uhdanfiún, y también más tarde, durante los años que sirvió en el ejército imperial, había luchado contra los Gaudabas, los rebeldes de la comarca conocida como las Kremnas. Aquel mapa era casi perfecto, al menos según sus recuerdos. Derguín le enseñó otro que cartografiaba todo el territorio de Áinar y, por último, un tercero que incluía la Sierra Virgen con sus principales picos y pasos y el nacimiento del río Haner.

—¿Qué te han dicho en Uhdanfiún? —le preguntó de pronto Derguín-. ¿Cuándo va a ser el examen?

Kratos se sentó al borde de la cama y le contó la conversación con el Gran Maestre. Le había dado largas, concluyó, y no le comunicaría su decisión hasta el último momento.

—¿Tú crees que me concederá el examen?

Kratos miró a los ojos anhelantes de Derguín y pensó en disfrazar la verdad con un poco de optimismo; pero no fue capaz.

—No.

Derguín agachó la mirada.

—Me lo temía. A los Ritiones ya ni el pan nos dan en Áinar.

—No es eso, Derguín. Es que...

El muchacho volvió a alzar la
cabeza
y le miró a los ojos. Para extrañeza de Kratos, no parecía ni sorprendido ni hundido por la noticia; aunque él no podía saber que la iluminación sobre el significado de una antigua profecía y su tenebroso encuentro con Togul Barok habían sembrado en la mente de Derguín una idea de predestinación que le hacía sentirse transportado por fuerzas ajenas e inexorables. Todo estaba ya escrito en el libro de la fortuna y nada de lo que Derguín, Kratos, el Gran Maestre de Uhdanfiún o el mismísimo emperador de Áinar pudieran hacer torcería tan siquiera el trazo de una letra.

Interpretando aquella serenidad como desánimo, Kratos invitó a Derguín a cenar. El muchacho soltó una carcajada y señaló que aún faltaba mucho para la hora de la cena, pero Kratos respondió que en ese caso le invitaba a todo lo que pudiera beber hasta entonces. Derguín frunció el ceño, intrigado, pero ni se le pasó por la cabeza preguntarle a Kratos de dónde había sacado el dinero. Los dos eran caballeros.

Era ya pasada la media tarde, pero las calles se veían aún más concurridas que por la mañana. En cada cruce, en cada plazuela, casi en cada recodo se organizaba un mercadillo, una asamblea improvisada, un teatro de mimos o marionetas. Las vestimentas de todos los lugares de Tramórea (túnicas, clámides, ciclatones, casacas, pantalones de montar, calzas de lana, tabardos de paño, mallas metálicas, gasas transparentes, pellizas, capotes, peplos, mantos, chales, quimonos, cogullas) tejían un abigarrado tapiz que mareaba la vista. Las lenguas se mezclaban en una algarabía incomprensible de Ritión y Trisio, Ainari y Abinio, Malabashar y Pashkriri; un coro de chasquidos guturales, erres vibrantes y rotundas, frufrú de fricativas, eses sinuosas y sugerentes, vocales abiertas y cerradas, claras y oscuras, acentos nasales, timbres palatales, tonos cantarines, graves, severos, acentos cadenciosos, ritmos sincopados, bisbíseos apresurados, exclamaciones tonantes, hiatos, sinéresis, diéresis, sinalefas. Cuando la gente no se entendía recurría al universal procedimiento de sonreír y palmearse las espaldas para hacer negocios o tan sólo para intentar charlar. En algunos tramos había que abrirse paso a codazos; los rateros y cortabolsas aprovechaban la aglomeración para sus negocios, y los más rijosos, para tocar carne con disimulo y sin tener que aflojar la bolsa en el prostíbulo. Las calles se estrechaban tanto que en algunos lugares los vecinos tenían que llamar a la puerta para salir de sus casas por temor a aplastarle la nariz a alguien.

Cansados de nadar contra el gentío, Kratos y Derguín entraron en una cantina. Allí, los ademanes de guerrero del Ainari les dejaron una mesa expedita. Mientras daban cuenta de sendas jarras de cerveza y de una salchicha blanca, gorda y brillante de grasa, entró a la taberna un grupo de ruidosos Ritiones. Iban armados, y algunos se cubrían con petos de cuero o cotas de placas metálicas. Los encabezaba un hombretón de anchas espaldas y barriga prominente, cuya barbaza brotaba fosca alrededor de una boca enorme que parecía hecha para engullir y reír a estruendosas carcajadas. Llevaba una espada a la izquierda y un diente de sable a la derecha del cinto, y su gruesa muñeca lucía un brazalete con marcas rojas.

—Ése es Krust, arconte de Narak —le explicó Kratos a Derguín-. Debe de haber venido a Koras por el certamen.

—¿Cuántas marcas tiene? —preguntó Derguín, estrechando los ojos para contarlas.

—Las suficientes —respondió Kratos, y enseguida se arrepintió al ver el gesto dolido de Derguín-. Siete.

Desde el mostrador, Krust reparó en Kratos y se acercó a él con una risotada.

—¡Viejo canalla!

Kratos desapareció entre las manos y los brazos de Krust, y Derguín observó divertido cómo los pies de su maestro se levantaban del suelo.

—¡Me dijeron que te habían reventado por el norte, pero no lo creí! En cuanto hueles que una espada va a mojar sangre, ya estás al acecho.

Por fin, el hombretón soltó a Kratos y le permitió apartarse un poco. Los dos se escudriñaron para comprobar los estragos que la edad había hecho en el otro y se sonrieron.

—¿Dónde te has dejado el pelo, Kratos? No, no me recuerdes el refrán...

—Estás cada vez más fondón, Krust. Apuesto a que si quieres sacar la espada de la vaina antes tendrás que podarle las raíces.

—¡Puedes jurarlo! Prefiero ejercitarme levantando jarras de cerveza, que en vez de hacer sudar te refrescan. ¡Ven con nosotros y tráete a tu amigo, viejo truhán!

Lo siguieron hasta el mostrador. Krust pidió a la tabernera cuatro codos de jarras de cerveza y los midió con su propio brazo para comprobar que no les había despachado ni una menos. Era como un enorme baúl puesto en pie, pero se movía con una agilidad compacta y engañosa en alguien tan pesado. Su voz era ronca y poderosa; el aire salía a chorros de sus pulmones y resultaba difícil no reírse con sus ocurrencias. Sus ojos de carbón brincaban de un lado a otro soltando chispas. Exudaba tanta vitalidad que quienes lo rodeaban parecían reflejos en un espejo deslustrado. Derguín comprendió que aquel hombre era un comediante que representaba su propia obra, pues bajo sus ojos se agazapaba una inteligencia fría y calculadora. Y sin embargo, aquel gigantón estentóreo y manipulador que interpretaba su propio papel le fue simpático, y supo que siempre se lo sería.

—Éste es Derguín, mi discípulo, de Zirna.

—Ah, un joven Ibtahán. Dame la mano como hacemos los Ritiones, que vea de qué estás hecho... Bueno, por lo menos no te han crujido los huesos. Muchacho, sigue practicando y conviértete en un Tahedorán como yo y como esa bola de cristal que tienes por instructor. Después, no hace falta que vuelvas a tocar una espada en tu vida: las mujeres se levantan las faldas hasta el cuello en cuanto ven un brazalete de gran maestro. Bebe, bebe... ¿Y qué haces tú aquí, Kratos? He oído que Aperión te estaba buscando para hacerte no sé qué regalo.

Kratos palideció.

—¿Qué sabes de él?

—Poca cosa. Aparte de que es un cretino, pero eso es de siempre, tengo entendido que lleva en Koras una semana. A ti te estaban esperando. Me han dicho que todavía andan mirando por las ventanas de Mígranz para saber cómo diantre te escapaste. Tienes que contármelo.

—Algún día... ¿Son éstos tus hombres?

—Sí. No saben una palabra de Ainari, así que puedes decir que son un hatajo de coruecos si te place.

Eran nueve los guerreros que acompañaban a Krust. Algunos de ellos llevaban espadas rectas, revelando que practicaban una variedad distinta de esgrima, mucho menos eficaz que el Tahedo. Ninguno llevaba brazalete de maestría, ya fuera menor o mayor. Sin embargo, había que decir a favor de los Narakíes que eran grandes marinos y aceptables arqueros, y si bien como combatientes individuales no tenían parangón con los Ainari, en grupo podían resultar peligrosos.

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