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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramórea 1

La Espada de Fuego (30 page)

BOOK: La Espada de Fuego
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—Déjame a mí, por favor. —En tono conciliador, se dirigió a Linar-. El resultado es claro. Debes acatar la decisión de la mayoría. Ahora como nunca hemos de actuar unidos. Olvida tus temores, hermano.

Linar se puso en pie.

—Cierto es que en el pasado siempre hemos acatado lo que la mayoría ha decidido, pero esta noche se han quebrantado muchas normas. Trápedsa ha sido profanada por un impostor y nada hay que pueda deshonrarla aún más.

Las palabras de Linar provocaron un estallido de cólera en sus compañeros. Mikhon Tiq nunca hubiera esperado algo semejante de la Mesa a la que había soñado pertenecer. La razón y la lógica habían desaparecido. Koemyos prácticamente echaba espuma por la boca cuando amenazó a Linar con graves represalias si se obstinaba en su actitud sediciosa. Pero Linar, con una dignidad que silenció a los demás, repuso:

—No me declaro en rebeldía contra el Kalagor, puesto que sigo fiel a él. Pero vosotros, ignoro si engañados o por propia malicia, lo habéis traicionado. Tiempo llegará en que todos lamentemos este día que sera origen de males innumerables.

Y se volvió, tirando de Mikhon Tik para salir de la estancia. Lwetor, en un último gesto conciliador, lo llamó:

—¡Hermano Linar!

Pero Linar aguardó sólo para decirles: «La Hermandad se ha roto». Y levantó su vara y entonó una sola nota de poder, tan grave y vibrante que Mikhon Tiq sintió removerse sus huesos. Una profunda grieta atravesó Trápedsa de parte a parte. Era una mesa de corindón azul, una obra anterior a los Años Oscuros, reliquia del mundo de los Arcanos que ni siquiera ellos habían conocido, y como tantas cosas de aquel mundo se perdió para siempre.

Las aguas del lago hervían bajo el viento y la lluvia. En pie a popa, Linar dirigía con el poder de su caduceo la vela cangreja, luchando contra los elementos tras los que adivinaba la hostilidad de sus antiguos hermanos. El pequeño batel de pesca daba patéticas panzadas entre una ola y otra y en cada golpe una cortina de agua gélida barría la cubierta y los empapaba de pies a cabeza.

—¿Quién era ese hombre? ¿De qué lo conocías? —chilló Mikhon Tiq bajo el fragor de aquella tormenta innatural.

Linar siguió como una estatua de madera, la vara alzada hacia el frente; tan sólo su larga trenza blanca parecía rendirse al viento. Mikhon Tiq le miró a los pies descalzos y vio que flotaban a unos centímetros de la tablazón del fondo.

—¡Maese Linar, tienes que confiar en mí! ¡No hay nadie más!

Por fin, Linar se dignó mirarle, aunque no dejó de apuntar a la vela con el caduceo.

—¡Conocí hace más de doscientos años a Ulma Tor, en Zenorta! ¡Se hacía llamar Rothmal y era discípulo de Kalitres!

—¿De Kalitres? ¿Tu compañero perdido?

—¡Así es! —gritó Linar-. ¡Está igual, aunque entonces no era tuerto!

Mikhon Tiq miró a Linar como si quisiera taladrar aquel parche negro y ver qué se ocultaba detrás.

—¿Es sólo casualidad lo de su ojo?

—¡Claro que sí! —respondió Linar, casi enojado.

Mikhon Tiq supo al momento que Linar no estaba diciendo la verdad, pero también se dio cuenta de que por ese camino no iba a averiguar nada más.

—¿Por qué has dicho que Trápedsa ha sido profanada por un impostor?

—¡Ha jugado con todos nosotros! ¡Estaba escuchándonos desde la sombra, burlándose de nuestro poder! ¡No es un Numerista, sino algo mucho peor!

—¿El qué?

Una ola furiosa barrió la barca. Mikhon Tiq se quedó unos segundos con medio cuerpo por fuera de la borda; hizo fuerza con los pies, que tenía enganchados en las tablas, y su peso inclinó la embarcación, que amenazó con zozobrar. Pero una mano invisible, como un empujón de aire sólido en su espalda, la enderezó de golpe.

—¡Ten cuidado! ¡No puedo ocuparme de ti y de la vela a la vez!

—¿Qué es Ulma Tor?

—¡Algo para lo que no tengo nombre! ¡Ahora, déjame atender a la barca!

En vez de volver al embarcadero de la aldea donde habían arrendado el batel, Linar lo llevó más al oeste, hacia un promontorio cercano que avanzaba como una sombra aún más oscura sobre las aguas. Mikhon Tiq temió que se estrellaran contra la roca, pero tras pasar a unos metros de un amenazador espigón se abrió una pequeña cala y allí dirigió Linar la barca. Cuando pusieron pie en tierra y vararon el bote, la ira del viento se acalló de golpe, y tan sólo quedó el repiqueteo de la lluvia para acompañarlos.

—Es una señal de mis hermanos —dijo Linar, y a Mikhon Tiq le extrañó que le hablara por propia iniciativa-. Ahora estamos solos.

Linar empezó a subir por un resbaladizo sendero que rodeaba el promontorio. Mientras le seguía a zancadas, Mikhon le preguntó cómo podían haberse separado así después de tanto tiempo.

—Tiempo... Tal vez el tiempo no favorezca la comprensión y la amistad. Quizá sólo encallezca los rencores, las pequeñas ofensas del pasado. Pero la verdad es que nunca esperé esto. Ha sido tan grotesco como una pesadilla.

Llegaron a lo alto del peñón y se detuvieron un momento para mirar atrás. Al este, las nubes empezaban a despejar el cielo. El resplandor del Cinturón de Zenort se reflejaba en las aguas del lago como un camino de plata, justo al pie del islote donde se alzaba solitaria la atalaya de Ulpirgos.

—No lo entiendo —prosiguió Linar, extrañamente locuaz-. Mis compañeros estaban dominados por Ulma Tor. Manipular a cuatro de nosotros de esa forma requiere un poder que desconozco. ¿Por qué tú y yo nos hemos librado, por que nos hemos dado cuenta de todo?

Por un momento, Mikhon Tiq creyó que Linar buscaba en él una respuesta.

—No lo sé.

—Me temo que tan sólo ha sido así porque él lo ha querido. Ahora estamos solos —repitió Linar-. Ellos cuatro combinarán sus fuerzas con las de Ulma Tor, o él los manejará como a títeres. Se avecina una lucha muy desigual.

A Mikhon Tiq le pareció que los dos metros de Linar se encorvaban por primera vez. La lluvia le había calado el sombrero de viaje, y un chorro de agua le goteaba delante de la nariz. La trenza le caía sobre el pecho como lana retorcida y empapada. Por un instante lo vio sólo como un hombre más, viejo, doblegado y rendido.

—No todo está en nuestras manos —le animó-. Confía en Kratos y en Derguín.

Linar esbozó una triste sonrisa.

—Tienes razón, Mikhon. A veces los brujos nos enfrascamos en nuestras luchas, para darnos cuenta al final de que los guerreros nos lo han solucionado todo. Confiemos en Derguín y en nuestro veterano Kratos. Confiemos... porque no tenemos otro remedio. Tal vez los pocos puedan prevalecer sobre los muchos.

No dijo nada más, pero enderezó la espalda y se puso en camino hacia el oeste.

18

«El secreto de la espada es que no hay secretos.

Deja que el acero piense por ti.»

CUIBERGUÍN GORIÓN,

El arte del Ibtahán
(obra inacabada)

K
lang, klang, klang, klang...» La espada aporreaba el escudo de Derguín, que reculaba y trataba de cubrirse con un patético escudo de latón dorado que apenas le cubría el antebrazo. Los golpes de Togul Barok llovían como pedrisca y sus ojos dobles escupían chispas multicolores. «¡Traduce, traduce!», le ordenaba, y Derguín recitaba una y otra vez: «Dos hermanos medio hermanos lucharán por la luz, dos hermanos medio hermanos lucharán por la luz, dos hermanos por la luz medio hermanos, hermanomediohermano, manomediormanoporlaluz, mediormano, mediormano...».

«Pam, pam, pam...» Los golpes ya no resonaban a metal sino a madera sorda. Derguín botó en el lecho. Alguien aporreaba su puerta. Trató de levantarse, pero el pie se le enredó en la manta y cayó de bruces al suelo. Se preguntó cómo había sido capaz de echar el pestillo cuando había llegado a la posada tan borracho que se había acostado con las botas puestas.

El pasador y las armellas que lo sujetaban saltaron por los aires, la puerta se abrió y chocó contra la pared y tras ella apareció el pie de Kratos.

—¿Es que no me oías, demonios?

Derguín se incorporó y se apoyó en la pared para no caerse. Tenía un clavo al rojo vivo en las sienes que se removía con cada ruido.

—No des voces, por favor...

—¡Nos vamos a Uhdanfiún ahora mismo! ¡Te han concedido el examen!

—¿Cuándo?

—¡Ya!

Derguín abrió unos ojos como platos. No podía haber un día peor para examinarse de Tahedo. Kratos, que trataba de sobrevivir a una respetable resaca, se percató de que su discípulo estaba aún medio borracho, tiró de él y se lo llevó escaleras abajo. Después de encargar un desayuno sólido, lo arrastró hasta los baños y, vestido como estaba, lo arrojó a la pileta de agua fría. Derguín resopló, braceó, insultó a toda la parentela de Kratos y trató de salir. El Ainari le puso el pie en el pecho y volvió a empujarlo al agua.

—¿Te espabilas?

—¡Me estoy ahogando!

Por fin, Kratos se compadeció y lo ayudó a salir del agua.

—Eres demasiado joven para juntarte a beber con héroes, muchacho.

—¡No me hables de beber, por favor!

Kratos le reveló un truco para despejarse. Derguín pronunció entre dientes la fórmula de la Protahitéi y al momento experimentó la familiar sensación de que sus riñones se partían en dos. Pero esta vez fue diferente, pues una virulenta batalla se libró en sus venas, como si un ácido corrosivo luchara contra un veneno. Derguín se arrugó sobre sí mismo y corrió a un rincón a arrojar todo lo que tenía en el estómago. Una sirvienta entraba en ese momento a la sala de baños para cambiar paños y toallas, y frunció el ceño cuando vio la vomitona. Kratos le dio un par de ases y le dijo que esperara fuera.

Derguín se incorporó, ya desacelerado. Tenía los ojos surcados de venillas rojas y se apretaba las sienes.

—¿Se te ha pasado la borrachera?

—Creo que sí... Pero me duele mucho la cabeza.

—¿Y eso a quién le importa? ¿Es que piensas derribar a cabezazos a tus rivales? ¡Es tu gran día, Derguín, alégrate!

Desayunaron pan con queso y aceitunas y subieron a la habitación de Derguín. El muchacho, después de ponerse ropas secas, se arrodilló junto a su equipaje y sacó de él un objeto alargado y envuelto en trapos que empezó a desliar. En cuanto vio la empuñadura, Kratos comprendió que se trataba de una espada muy valiosa y se acuclilló junto a Derguín.

—Era de mi padre. La he reservado para este día.

Derguín le tendió la espada. Kratos la desenvainó con el debido respeto y admiró el brillo de la hoja, el meticuloso oleaje de la línea de templado y la agudísima
kisha.
No había tiempo para quitarle la empuñadura y examinar las firmas. Envainó de nuevo la espada, sin besarla, pues no era suya, y la dejó en el suelo entre él y Derguín.

—Es obra de Amintas. Se llama
Brauna.

—¡Brauna! —
exclamó Kratos-. He oído hablar de ella.

Ante la extrañeza de Derguín, Kratos le explicó que existía un registro de las treinta y siete espadas que el gran maestro Amintas había forjado a lo largo de su vida. En Mígranz existía una copia de ese registro, que él mismo había podido leer. De las armas de Amintas, veintitrés estaban localizadas y catorce se habían perdido, destruidas o extraviadas.
Brauna
era una de estas últimas.

—Esta espada pertenecía al hermano gemelo del emperador.

—¿El hermano gemelo? ¿A qué emperador te refieres?

—Al que reina ahora. Mihir Barok.

Derguín recogió la espada y la acunó entre ambos brazos como si alguien quisiera quitársela.

—No sabía que el emperador tuviera un hermano gemelo.

—Pues lo tuvo.

—¿Qué fue de él? —preguntó Derguín, inquieto.

—Sólo he oído rumores contados por personas que a su vez los habían escuchado de otras. En Mígranz había un herbolario que sirvió en la corte de Koras. Fue él quien me dijo que el gemelo de Mihir Barok había sido arrojado a una mazmorra donde lo dejaron morir de hambre. Tal vez fuera verdad, o tal vez no. Pero el registro de las espadas de Amintas lo he visto con mis propios ojos. Te aseguro que el último propietario de esa espada fue un Barok.

—Es mía.

—No seré yo quien juzgue cómo ha llegado a tus manos. Pero no le digas a nadie cómo se llama. Sobre todo en Uhdanfiún.

Derguín examinó la empuñadura de su espada y recordó los versos de la arcana profecía.

—Cuando haya alguien delante la llamaré
Mághaira.

—Suena bien. ¿Qué quiere decir?

—Simplemente, «espada».

El edificio principal de Uhdanfiún era la palestra, un bloque de planta rectangular y mampostería gris. En su interior había un gran patio cuyo centro lo ocupaba la arena, un cuadrado de tierra batida en el que incontables generaciones de Ibtahanes y Tahedoranes habían practicado los secretos del acero. En las paredes, tapices ya descoloridos representaban escenas de viejas guerras, algunas ya borradas del recuerdo. A unos cuatro metros del suelo corría una galería con balaustrada que cercaba todo el patio y desde la que los alumnos contemplaban y jaleaban a los luchadores en los grandes días. En aquella ocasión, estaba vacía y silenciosa. Entre la arena y la pared norte del patio se levantaba una tarima, bajo un artesonado de madera ya ennegrecida por el tiempo. Sobre la tarima, acuclillados y con las manos descansando sobre los muslos, los cuatro miembros del tribunal se antojaban efigies de sus propios antepasados. Detrás de ellos, sobre una grada algo más elevada, presidía el Gran Maestre. Las túnicas de los jueces (Turpa, Khom, Dyurgal y Nusargo, como reza en los registros de aquel 27 de Bildanil) eran grises; la del Gran Maestre, negra. Un poco apartado, a la izquierda, Kratos May observaba como único testigo.

Derguín ya había estado allí antes, de rodillas y con la cabeza humillada hacia el suelo. Se dijo que el constructor de aquel escenario lo había diseñado para empequeñecerlo a él y a otros como él. En el pasado había sabido dominar sus nervios. Ahora, al mirar de reojo al Gran Maestre, su confianza se tambaleó. Más allá del anciano, sobre el tapiz borroso, creyó ver una lejana isla y una hoja flamígera. Pero en aquel momento se le antojó infinitamente más fácil conquistar el arma de los dioses que superar la prueba ante aquellos jueces de rancia mirada. Sintió la dulce tentación de dejarse llevar, cometer un fallo, renunciar a la gloria, regresar a las fragancias de Zirna, a los libros que siempre le serían fieles...

Kratos percibió la vacilación del muchacho y le animó entre dientes. No pierdas la concentración, susurró. Toda tu vida se justifica ahora. Con las rodillas clavadas en la arena, se veía a Derguín tan frágil como debió de parecerlo el propio Kratos muchos años atrás, y sin embargo su pulso no debió de latir tan furioso entonces como ahora. Tal vez fuera porque ya nada estaba en sus manos.

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