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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramórea 1

La Espada de Fuego (33 page)

BOOK: La Espada de Fuego
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—¡Estúpidos! ¡Es una locura acercarse a un maestro de la espada! No se les habrá ocurrido dispararle con los arcos...

—Aquí no dice nada de eso, Mazo.

—¡Mejor será que no le hayan hecho un rasguño, si no quieren que les arranque la piel para embutir salchichas con sus tripas!

El Mazo empezó a moverse por el campamento agitando los brazos y voceando como una bestia enorme y feroz. Los hombres que aún no se habían despertado lo hicieron sobresaltados, aunque allí no era raro que las amanecidas fueran bruscas y ruidosas. Uno de ellos quiso encender un fuego para desayunar caliente y El Mazo le dio un pescozón que casi le arrancó la cabeza. Había prisa, rugió. Tenían una presa muy rica, nada menos que un príncipe. «¡Un príncipe de Áinar!», insistió. Mientras bajaba a zancadas por el camino que caracoleaba desde la Garra hasta el borde de la barranca del Arlahén, pensaba en cuánto dinero podría pedir por el rescate de un príncipe. Doscientos, trescientos imbriales... ¿Por qué no mil? ¿O más? No debía pensar como un vulgar campesino, sino como un auténtico caudillo. Con ese dinero podrid armar a mas hombres.

—¿Para qué vamos a hacer esa tontería, Faugros? —cambió de opinión en voz baja y se lo dijo tan sólo a su calavera-. Podemos marcharnos tú y yo al sur, lejos de aquí, y ver el mar.

¡El mar! Mucho le habían hablado a El Mazo de aquella infinita extensión de agua, sal y espuma, y él se la había imaginado de mil maneras fantásticas que poco tenían que ver con la realidad. Pero sabía que en medio de sus olas brotaban como flores unas islas blancas y soleadas, las maravillosas islas Ritionas que algunos viajeros le habían descrito, y si el rescate por el Barok era lo bastante alto podría comprarse una casa allí, o tal vez una isla entera, tumbarse al sol el resto de sus días y quizás encontrar a una muchacha complaciente que le hiciera olvidar a Tarbe.

Sin dejar de ensoñar, siguió el borde del barranco hacia el norte, caminando a trancos que sus hombres apenas podían seguir. Brincaron entre piedras y grietas, bordearon arbolillos que se columpiaban osados sobre el cañón que el río había excavado durante miles de años, bajaron y subieron con la lengua fuera detrás de El Mazo, cuya cabellera, que formaba un único y grueso casquete junto con la barba trenzada, ondeaba a cada salto como una capa negra.

El sol ya había trepado hasta un cuarto del cielo cuando llegaron ante el puente de piedra. Allí el barranco del Arlahén giraba hacia el nordeste en un brusco recodo, para retorcerse de nuevo al oeste una legua más arriba. Aquella curva era conocida como la Hoz, y sobre ella cruzaba el puente, una construcción de tiempos remotos que salvaba los treinta metros de la garganta apoyándose en una sola pilastra que partía en dos el curso del río. Unos años atrás El Mazo y sus hombres habían intentado tirarlo abajo, para aislar las Kremnas de las tierras del este. Ellos controlaban varios pasos colgantes de maderas y cuerdas que tendían y destendían a su antojo, mientras que el puente de piedra suponía la amenaza constante de ser invadidos por las tropas Ainari. Sin embargo, su demolición había demostrado ser una tarea más ardua de lo esperado. Con grandes palancas habían logrado derruir buena parte del pretil. Cada vez que un bloque de piedra tallada se hundía en las aguas del río, veinte metros más abajo, los forajidos acompañaban el chapoteo con infantiles gritos de júbilo. Pero mientras se esforzaban en destruir lo que sus antepasados habían tardado meses en levantar, sobre sus cabezas se formó una nube negra y maciza como un yunque, y de súbito un rayo cayó del cielo y fulminó a tres hombres. Los demás corrieron despavoridos y el propio El Mazo se tomó aquel percance como una señal de los dioses. Desde entonces, habían respetado el puente y se habían contentado con vigilarlo.

El Mazo y sus hombres, una partida de treinta forajidos, se detuvieron junto a una garita de madera que ellos mismos habían levantado sobre la roca elevada que dominaba el puente. Un vigía los saludó desde arriba.

—¡Hay alguien al otro lado! —informó.

El Mazo bajó por una escalera tallada en la roca y se acercó a la entrada del puente. Allí, la curva del barranco formaba un ángulo recto, dividido en dos por el propio puente. Los hombres de El Mazo se apostaron en ambos bordes de aquel ángulo, mientras que él se cubría con la mano a modo de visera para ver al intruso.

El príncipe de Áinar se detuvo a la mitad del puente al ver que le estaban esperando. Con la mano izquierda, echó a un lado el capote y descubrió la larga empuñadura de su espada. Llevaba también calzas y botas de piel; ropa que parecía más práctica que lujosa. El Mazo ordenó a uno de sus hombres, llamado Shartram, que se acercara. Siempre recurría a él cuando se trataba de avizorar algo a lo lejos, pues Shartram era capaz de contar los jinetes de un grupo cuando los demás sólo veían la polvareda y sabía distinguir aves rapaces que para los demás no eran más que puntos en el cielo.

—Dicen que Togul Barok es más grande que yo. ¿Es cosa mía, Shartram, o ese tipo no es ningún gigante?

—A ése le sacas la cabeza, Mazo.

El Mazo rezongó. O mucho le habían mentido quienes le habían hablado de Togul Barok, o el hombre al que observaban y que a su vez los estaba observando a ellos desde el puente no era el príncipe de Áinar.

—¿Quién eres, extranjero? —gritó.

—¿Quién me lo pregunta? —respondió el intruso.

—¿Cómo te atreves a decirme eso cuando entras en mis tierras? ¡Contesta ahora mismo o te echamos del puente abajo!

—¡Eres tú quien está en mis tierras! —contestó el otro, desenvainando la espada-. ¡Soy el príncipe de Áinar, y todo lo que estoy viendo ahora me pertenece!

—Ah, ¿sí? ¿A mí me ves bien? ¡Yo no pertenezco a nadie!

—¡Todo lo que veo es un oso peludo que sin duda cría piojos en la barba, rodeado de un hatajo de patanes!

Entre los hombres de El Mazo se oyeron voces indignadas, pero también algunas carcajadas. Su jefe frunció las cejas y les dirigió una mirada que bastó para acallarlos.

—¡Dime tu nombre para que te lo grabe con el cuchillo en el estómago, hijo de un cerdo y una babosa! —rugió.

—¡Mi nombre, grandísimo saco de patatas mohosas roído de tiña, es Derguín Barok, príncipe de Ainar!

—¡Jamás he oído hablar de ningún Derguín Barok! ¡El príncipe de Áinar es otro hijo de mala madre como tú, pero se llama Togul Barok!

—¡Togul Barok es un falsario y un usurpador! ¡Pero me agrada que le hayas insultado! ¡Sólo por eso, te perdonaré la vida si me dejas pasar!

—¿Para qué quieres pasar por nuestras tierras?

—¡Están en mi camino para conseguir la Espada de Fuego! ¡Apártate y seguirás vivo!

El Mazo, que no podía creerse tanta desfachatez, se volvió hacia Shartram.

—Clávale una flecha en el muslo. Si le atraviesas las pelotas no me importa, pero no lo mates.

Shartram era el más rápido de los arqueros de El Mazo, además del más certero. En un par de latidos su flecha ya volaba hacia el intruso. Pero éste, sin mover los pies del suelo, trazó un círculo con la espada, cortó la trayectoria del proyectil y lo desvió hacia el río. Entre los hombres de El Mazo corrió un murmullo de admiración.

—¡Callad, estúpidos! No es más que un truco de Tahedorán —rezongó El Mazo, y después subió más la voz para decir-: ¡Está bien, Derguín Barok! ¡Te recibiremos como a un príncipe de Áinar! ¡Deja la espada en el suelo y entrégate a nosotros!

—¡Ven tú mismo por ella!

A pesar de su bravata, el guerrero empezó a recular, con la espada en alto y sin dejar de vigilar a los hombres de El Mazo. El ángulo que formaban el puente y la pared del barranco lo dejaba a merced de sus arcos. Entonces, aparecieron quince figuras más al otro lado de la garganta. Eran también secuaces de El Mazo, los mismos que venían siguiendo al intruso. Este se dio la vuelta, y al descubrir que estaba rodeado se plantó en medio del puente, volviendo la mirada de un lado a otro y con la espada presta para desviar nuevas flechas.

A El Mazo le pareció ver una mancha oscura en la nuca del guerrero y le preguntó a Shartram qué era.

—Creo que es sangre seca.

El Mazo asintió. Según sus espías, Derguín Barok había llegado a Oetos acompañado por otro maestro de la espada. Allí, ambos fueron atacados por un corueco que llevaba un tiempo merodeando por la aldea; pero los Tahedoranes lograron matarlo. Después, los hechos eran aún más extraños y confusos. Por la noche llegaron soldados que apresaron al segundo Tahedorán y se lo llevaron cargado de cadenas. Derguín Barok, aunque herido tras la lucha con el corueco, logró escapar de ellos. (¿Por qué huir, se preguntaba El Mazo, si él era príncipe y ellos soldados Ainari?) Al día siguiente, intentó comprar víveres en la única taberna de la aldea, y allí se topó con siete guerreros que se habían quedado rezagados en Oetos, tal vez con la misión de encontrarlo a él. Mató a dos y dejó malherido a uno, mientras los otros cuatro huían despavoridos. Después, se marchó de la aldea y se dirigió hacia el oeste, a las Kremnas.

—Un tipo peligroso, Faugros —comentó El Mazo mientras jugueteaba con sus dedazos en las cuencas vacías de la calavera.

Algo silbó en el aire. El Mazo miró hacia arriba y vio una flecha que se elevaba en una alta parábola desde el otro lado del puente. Cruzó por encima del cañón y cayó junto a la garita. Aunoxos corrió a recoger el proyectil y se lo trajo. En su punta roma venía atado un trozo de lino en el que se distinguían unas cuantas letras rojas garabateadas de mala manera.

—Dice que los soldados Ainari no andan buscando a ningún Derguín Barok —leyó Aunoxos-. Ese tipo se llama en realidad Derguín Gorión, y es de Ritión. Lo único valioso que se le puede sacar es la espada, y tal vez algo de dinero.

El Mazo soltó una blasfemia por la bajo, y luego gritó:

—¡Ya sabemos que no eres más que un Ritión sarnoso, así que deja la espada en el suelo y aléjate de ella!

—¡Soy el hijo legítimo del emperador de Áinar! ¡Ya te he dicho que puedes recoger tú mismo la espada, si tienes lo que hay que tener!

«Eso no me lo dice nadie», rezongó El Mazo, y ordenó a sus hombres que cargaran y tensaran los arcos. Treinta flechas apuntaron hacia el puente. El intruso apretó más la empuñadura de su espada y miró nervioso hacia atrás. Por el lado este del barranco los otros quince forajidos le cerraban el paso.

—¡Disparad! —rugió El Mazo.

«Tong, tong, tong.» Las cuerdas de tripa chascaron al liberar la energía acumulada. Treinta flechas zumbaron en el aire y llegaron al centro del puente como una nube de insectos. La espada del intruso se movió en círculos a una velocidad imposible. Sonó un repiqueteo metálico tan tupido como si varias campanas tocaran al unísono. Algunas flechas cayeron al suelo, otras se desviaron sobre el pretil del puente y algunas más se partieron en el aire.

—¡Alto! —ordenó El Mazo.

En el silencio que siguió se pudo escuchar el graznido de un cuervo lejano. El intruso aún seguía en pie, pero se tambaleaba a los lados. De la parte derecha de su pecho sobresalía el astil de una flecha. Otra se le había clavado en el vientre, una más en el muslo izquierdo, y una cuarta le atravesaba el antebrazo derecho. Aún intentaba sostener la espada, pero eran las piernas las que le fallaban.

—¡Corred a por él, que no se caiga!

Shartram y otros dos hombres se lanzaron a la carrera por el puente, pero ya era demasiado tarde. El intruso trastabilló y trató de apoyarse con la mano izquierda en el pretil, que estaba derruido. Durante un par de segundos se balanceó al borde del puente y, al manotear, la espada se le cayó al río. Sólo entonces profirió un grito, breve y desmayado, y se precipitó detrás de su arma. Su cuerpo giró apenas un cuarto de vuelta y cayó de plano al río. Con un sonoro chapoteo se estrelló contra las aguas al pie de la pilastra y se hundió entre la espuma. Volvió a aparecer diez metros río abajo, inerte y con los brazos extendidos. La corriente lo arrastró hacia el sur.

—¡Maldita sea! —gruñó El Mazo-. Hemos gastado las flechas para nada.

Hubo un nuevo chapoteo bajo el puente. El Mazo se asomó y presenció algo que tardaría en olvidar. Una gran forma plateada y triangular rompió un instante la espuma y se volvió a sumergir. Bajo el puente se deslizó una enorme silueta que parecía inacabable. Cuando llegó a la altura de Derguín, el triángulo volvió a emerger: era la cabeza de una serpiente gigantesca, una especie de dragón acuático que abrió las fauces, atrapó entre ellas el cuerpo del Ritión y se volvió a hundir. Después se perdió tras la curva del barranco, hacia el sur.

Los forajidos murmuraron incrédulos. Nunca habían visto a una bestia como aquélla, pero hubo algunos que no tardaron en recordar historias oídas de otros. Mientras, El Mazo se rascaba la barba y miraba río abajo como si esperara que aquella enorme serpiente fuera a asomar la cabeza de un momento a otro para sacarle la lengua y burlarse de él.

—Un día extraño, Faugros —le dijo a la muda calavera-. Un día extraño.

A ciegas

E
n contra de su primera intención, Kratos cabalgaba por una calzada imperial. Tampoco había entrado en sus planes viajar desarmado, con las manos atadas y una venda de fieltro en los ojos. La soga le permitía galopar y sujetarse al arzón, mas no controlar las riendas. Le rodeaba olor a caballos y el ruido de una multitud de cascos golpeteando losas de piedra. No serían menos de cincuenta jinetes, un bosque de lanzas y flechas vigilando su espalda por si intentaba salir del camino a ciegas. Landas, el oficial que mandaba aquel destacamento, le había advertido de que tenía el grado de Iniciado y conocía por tanto el truco de las aceleraciones. Si sospechaba que pretendía recurrir a una Tahitéi, ordenaría que dispararan contra él.

Tres vueltas daba el fieltro negro que cubría sus ojos, de modo que no llegaba a ellos ni un resquicio de luz. Por las mañanas, el sol le calentaba el costado izquierdo y la espalda, y al atardecer el costado derecho. Así pues, se dirigían al norte o al noroeste; del traqueteo de los cascos en la calzada, dedujo que marchaban por el camino de Xionhán, que estaba pavimentado con losas regulares. Viajaban en silencio; pero cuando hacían un alto para comer, Kratos captaba retazos de conversación. Sospechaba que Tylse, la maestra Atagaira, viajaba con él, pues también la habían capturado en la aldea de Oetos. No tenía forma de cerciorarse, ya que no le permitían hablar con nadie. En una ocasión pararon bajo unos árboles. Hacía aire y una hoja le cayó en la cara. Frustrado por su ceguera, la estudió entre los dedos. Parecía de álamo. Se la imaginó amarilla y añoró la luz que llevaba días sin ver. Fue entonces cuando oyó la palabra «batalla» y aguzó el oído. Al parecer, en algún lugar al nordeste de allí la tercera compañía del príncipe se había enfrentado contra un centenar de hombres de la Horda Roja que se habían infiltrado en las tierras de Áinar.

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