Y todos apuraron sus jarras.
C
incuenta leguas al nordeste de Koras, entre un círculo de farallones volcánicos, se oculta un lago en cuyas aguas tan sólo se bañan las mujeres, pues se dice que los hombres que en él se sumergen pierden la virilidad. Quienes tratan de explicar el origen de esa conseja recurren a diversas leyendas del lugar e incluso a un par de peregrinas razones cuyos autores estiman científicas. Tal vez el motivo sea que el lago Bleftar es alimentado por dos ríos de montaña, el Orda y el Mélador, cuyas aguas bajan tan frías que, si no arrebatan la virilidad a los hombres, al menos se la encogen del sobresalto. En su centro hay una isla, o más bien un peñasco que aflora solitario sobre las aguas negras y en el que no crece más que un árbol retorcido que echa hojas y las pierde según un calendario propio del que nadie ha intentado echar la cuenta. Junto al árbol se yergue una atalaya construida en basalto que se alza en el islote desde tiempo inmemorial. Su aspecto es tan siniestro que bastaría para mantener alejados a los curiosos aunque no se contaran historias del mago que pasea de cuando en cuando tras sus almenas y se entretiene arrojando bolas de fuego a las barcas que osan acercarse demasiado.
La memoria de los hombres es corta. Cuando los lugareños afirman que la atalaya se yergue allí desde la noche de los tiempos están pensando como mucho en la época de sus tatarabuelos. Pero la torre de Ulpirgos lleva habitada por el mago Koemyos más de trescientos años, y ya se levantaba allí siglos antes con otro nombre, cuando los Ainari colonizaron por primera vez aquellas tierras. En cuanto a la mesa redonda que preside su sala principal, tallada en una única pieza de corindón gigante, es una reliquia de la Edad de Plata, aquella época que floreció espléndida antes de que inmensas nubes de ceniza oscurecieran el cielo y Tarimán forjara la Espada de Fuego: un tiempo en que los hombres transmutaban la materia a su antojo, tallaban piedras preciosas grandes como ruedas de molino y creaban otras maravillas que ya no se recuerdan ni tan siquiera de nombre.
Nadie habría podido encontrar la menor falla en Trápedsa, la Mesa. Sobre ella colgaba un globo de cristal en el que revoloteaba en cautiverio una pareja de luznagos, y a su luz fosforescente se reunían los Kalagorinôr. Cinco sitiales de basalto estaban ocupados y otros dos envueltos en espesas sombras, esperando que llegara el momento de revelar a las personas que se sentaban en ellos.
Eran siete al principio, recordó Linar. Yatom había muerto, pero Mikhon Tiq aguardaba por él en la estasis sombría. El séptimo asiento era el de Kalitres, del que nada sabían hacía cientos de años. ¿Quién se había atrevido a ocuparlo? Si Kalitres estaba muerto, Linar tendría que haberlo sabido. Ignorar la respuesta le irritaba, pero también despertaba su desasosiego.
Su anfitrión, Koemyos, se levantó para hablar. Siempre se había esforzado en inculcar en los demás su propia convicción de que los aventajaba en sabiduría y poder. Era tan alto como Linar y, pese a su edad incalculable, mantenía erguida la espalda y sus hombros seguían siendo macizos como piezas de mampostería. Abrojos blancos salpicaban su barba; sus ojos eran grises y sesgados como los de un zorro, y su nariz, larga y afilada: los rasgos de un Ainari puro.
—Que la Hermosa Luz os alimente a todos, hermanos. Que envuelva vuestras almas con su cálido abrazo. Que ilumine la senda que hemos de seguir en este mundo y que guíe a Yatom más allá de las tinieblas.
Pronunció estas palabras en la lengua de los Arcanos. Después se extendió elogiando a Yatom, cuyo fin había sido un duro golpe para Trápedsa. Todos asintieron. Conocían bien la muerte, pero como algo ajeno. Los reinos y ciudades en que habían nacido algunos de ellos ya ni siquiera existían. El propio Linar sabía que no quedaba nadie que hablara la lengua en que su madre le enseñó a hablar, y que el nombre de los Ruggaihik, su antigua tribu, no era más que un escolio en crónicas que enmohecían en recónditos anaqueles.
Somos los que esperan a los dioses, salmodió Linar, pues a veces olvidaba quién era y por qué seguía respirando después de tantísimo tiempo. Para reemplazar a los siete Kalagorinôr originarios, se nos eligió a otros siete: Koemyos, Yatom, Kalitres, Fariyas, Kepha, Jorim y yo, Linar. Hace trescientos años que no sabemos nada de Kalitres ni de la ciudad de Zenorta, de modo que su asiento nos ha acompañado vacío hasta esta noche. En cuanto a Jorim, fue muerto por el poder del Rey Gris, cuando aún ignorábamos su verdadero alcance, y Lwctor recibió su Syfrõn. Esta pequeña Mesa ha sufrido algunos cambios a lo largo de los siglos, pero en comparación han sido muchos más los que han trastocado las tierras de Tramórea.
—Todos recordamos cómo Yatom era el primero en las decisiones, el primero en el peligro. Yatom nos dio...
Koemyos seguía hablando. Él, al menos, debía de estar escuchándose. Los demás, como Linar, se hallaban ensimismados en sus pensamientos, en memorias y sensaciones de otros tiempos, o tenían la mente en blanco.
—No diré más por ahora, salvo para recordaros que sois bienvenidos a mi humilde morada de Ulpirgos. —Aquellas palabras despertaron a los demás magos, que se rebulleron en sus asientos-. Hemos sido convocados aquí por Lwetor y por Linar, y tenemos dos invitados a la Mesa. Que Lwetor nos haga saber su motivo.
Linar reprimió un respingo. De la convocatoria de Lwetor nada sabía; pero antes de aventurarse a hablar, prefirió escucharle. Lwetor, el más joven de los Kalagorinôr, era también el más menudo y en su redonda cabeza no había un solo pelo, ni siquiera en las cejas.
—Hermanos en el Kalagor, os he convocado a esta reunión porque se avecinan días importantes. Se acerca el año Mil...
—¡Paparruchas! —le interrumpió Fariyas, con una voz de eunuco que sacaba de quicio a Linar-. ¿Qué más da que sea el año Mil o el diez mil? Ni las tierras ni los hombres llevan esas cuentas. ¡Yo digo que no son más que paparruchas de Numeristas!
Por los ojos pardos de Lwetor pasó una chispa muy peligrosa, pero fue un relámpago solitario en un cielo de verano. Linar captó aquella ira fugaz y pensó que eran todos demasiado viejos y poderosos y que el tiempo los había ido dejando solos en un mundo volátil. Habían perdido la costumbre de que la más leve voz los contradijera. Si algo los enojaba, se desquiciaban por completo, sus ojos enrojecían y se salían de las órbitas, sus dedos se crispaban sobre las varas deseando aniquilar al atrevido que los hubiese contrariado.
Linar acarició la bruñida superficie de Trápedsa y recordó: Mientras estemos aquí sentados no podemos mentir ni servirnos de nuestros poderes para atacar a los otros. Así se lo juramos a los primeros Kalagorinôr, así se lo juraron ellos al Dragón.
—Si son o no son tonterías, no tardaremos en saberlo —siguió Lwetor, esforzándose por no perder la paciencia-. Los tiempos están revueltos, hermanos. Desde la última guerra contra los Inhumanos, un conflicto que al fin y al cabo se libró tan sólo en tierras de Ritión, ha habido paz en general, sí. Las fronteras, donde existen, se mantienen más o menos. Los caminos aparentan ser seguros, los pueblos no siempre se dedican a aniquilarse unos a otros, sino que además comercian y mezclan sus sangres. Pero esto no va a durar siempre. Hay señales de que el equilibrio actual es como el hielo que cubre un charco a mediodía: está surcado de grietas y puede quebrarse por mil sitios. Pronto chocarán Trisia contra Áinar, Aifolu contra Pashkri, los pueblos nómadas contra los moradores de las ciudades... Por toda Tramórea hay señales que así lo indican.
Lwetor hizo una pausa y escrutó los rostros de los demás. Koemyos asintió con gesto grave, y también lo hicieron Kepha y, aunque a regañadientes, Fariyas. Después buscó la mirada de Linar. Este hizo un gesto para animarle a proseguir. Hasta ahora, lo que decía Lwetor reflejaba los mismos temores de Yatom. Pero algo le hacía temer que la conclusión no sería la misma.
Linar volvió a preguntarse quién estaba sentado en el lugar de Kalitres. La sombra era impenetrable, pero de ella emanaba una vaga amenaza, y esa sensación era aún más inquietante para alguien como él, que por su poder no tenía enemigos naturales.
—Habrá cambios —continuó Lwetor-. No debemos permanecer inactivos. —Fariyas amagó una nueva protesta, pero Lwetor la abortó con un gesto-. Siempre hemos estado a la defensiva, sólo hemos obrado cuando el peligro era evidente y la mayoría de las veces más tarde de lo debido.
Linar carraspeó.
—¿Sí, Linar? —preguntó Lwetor.
—Somos los que esperan a los dioses. No debemos olvidarlo. Nuestra misión no es tomar iniciativas, sino esperar.
—¡Oh, sí! —repuso Lwetor, en un tono casi burlón-. Pero mientras esperamos, bueno será para la salud de nuestras mentes que hagamos algo. ¿No os parece? Si los dioses han de volver, y fijaos que digo «si han de volver»...
Linar abrió la boca para interrumpir a Lwetor, pero al percatarse de que era el único que se había escandalizado guardó silencio. Lo que acababa de decir Lwetor era casi una blasfemia contra la convicción más profunda de los Kalagorinôr. «Tarde o temprano, los dioses volverán». Pero nadie parecía recordarlo.
Ojalá los dioses no regresaran nunca. Pero si no lo hicieran, los Kalagorinôr no tendrían razón de existir. A no ser (Linar siguió durante una fracción de segundo aquel peligroso curso de la lógica) que utilizaran el poder que se les otorgó para intervenir en los asuntos humanos como si ellos mismos fuesen divinidades.
—... seremos mucho más poderosos para enfrentarnos a ellos si impedimos que Tramórea se desangre en guerras estériles. ¿Que objetivo más loable puede tener esta mesa que la unión de todos los reinos de los hombres?
Era tal vez la misma intención de Yatom, pero por alguna razón a Linar ahora le sonaba a pizarra rayada. En las palabras de Lwetor intuía fuego y acero, sangre, conquista, imperio, poder sin límites y sin moral.
—He traído a alguien que comparte mi punto de vista —prosiguió Lwetor-. Se trata de un filósofo Numerista.
Esta vez un murmullo de indignación recorrió toda la Mesa. Lwetor había ido demasiado lejos trayéndoles a un falso sabio hasta su sanctasanctórum.
—¡Calma, hermanos! ¡Ya sé que en el pasado no hemos caminado por los mismos senderos, pero confiad en mí!
—¿Cómo te has atrevido a traerlo a Ulpirgos? —protestó Koemyos, levantando las cejas casi hasta el techo.
Linar sospechó que aquella indignación no era más que una añagaza y su inquietud se redobló. Demasiadas cosas se estaban jugando a sus espaldas.
—El no sabe dónde está. Lo he traído en la sombra desde hace cuatro días. No corremos ningún peligro con él.
—¡Por supuesto que no! —chilló Fariyas, y miró a Kepha buscando su complicidad.
El más gordo de los Kalagorinôr soltó una carcajada.
—Estaría bien que un simple mortal fuese una amenaza para nosotros... —dijo, mientras su papada ondulaba como gelatina.
—¡Os repito que debéis confiar en mí! —insistió Lwetor-. Os pido permiso para levantar su sombra, de modo que pueda escuchar nuestras palabras y nosotros las suyas.
Lwetor buscó la aprobación de Koemyos. Su anfitrión se acarició la barba como si lo estuviera pensando, pero contestó demasiado pronto como para resultarle creíble a Linar.
—Ya que has decidido traerlo, no se irá sin ser atendido; aunque no creo que sirva de mucho perder el tiempo con un aprendiz de sabio. ¿Estáis de acuerdo?
Koemyos miró con gravedad a Kepha y a Fariyas, exigiéndoles su asentimiento. Ellos compusieron un gesto serio y cachazudo, como si quisieran dar a sus tornadizas opiniones un empaque del que carecían, y dieron su conformidad.
—¿Y a ti? ¿Te parece mal, Linar?
Los ojos grises de Koemyos se concentraron en taladrar la pupila de Linar. Ah, si me levantara el parche apartarías la mirada y te arrodillarías aterrorizado. Tienes suerte de que no me atreva a hacerlo.
—Yo también os he convocado, hermanos —dijo Linar, dirigiéndose a todos-. Antes de que tomemos ninguna decisión extraordinaria, quiero exponeros mi motivo.
—¿Por qué ese motivo debe tener prioridad sobre la petición de Lwetor? —graznó Fariyas-. Creo más urgente...
—¿Es que habéis olvidado que Yatom murió? ¿A quién creéis que he traído oculto en esa sombra?
Todos dirigieron la mirada al sitial oscuro, como si repararan por primera vez en que estaba ahí. Eso, ¿a quién has traído?, preguntaron. Linar contuvo un bufido de desesperación.
—Si nadie hubiera recibido la syfrõn de Yatom, ésta se habría colapsado y todos habríais sentido el cataclismo. Pero él tuvo tiempo de entregársela a quien ha de sucederle en esta Mesa. Debéis conocerlo y examinarlo antes de que Lwetor nos presente a su filósofo.
—Es tal como dice Linar —dijo Lwetor-. Que levante la sombra para que lo veamos. Si la syfrõn de Yatom está en él, hemos de respetarlo.
—La syfrõn de Yatom
está
en él —respondió Linar, un poco harto de las condicionales de Lwetor-. Vedlo ahora...
Mikhon Tiq llevaba un tiempo indeterminado flotando en una oscuridad cálida y fluida, lejos y a salvo de todo. Se preguntó si un feto se sentiría así antes de nacer, y si un feto llegaría a sentir algo, y muchas otras cosas, pues no quería hacerse las preguntas que más temor le producían. ¿Cómo serían los demás Kalagorinôr? ¿Cómo lo recibirían? ¿Sería capaz de mostrarse a su altura y no defraudar a Linar?
De pronto su cuerpo recobró el peso, y fue como si durante un segundo cayera por un pozo. Sintió el frío de la piedra contra la espalda y una luz fantasmal le taladró los ojos. Preparado para ese momento, no gritó ni saltó asustado; tan sólo engarfió los dedos en los brazos del sillón y los apretó hasta que los nudillos se le pusieron blancos.
Se encontraba en un círculo de luz alumbrado por un globo verde; más allá se extendían las sombras. Delante de él había una mesa de piedra, a la que el revoloteo de los luznagos encerrados en la lámpara arrancaba cambiantes destellos verdes y azulados. Intentó concentrarse en aquellos reflejos, porque levantar la mirada le causaba pavor.
Lo primero que pensó era que estaba rodeado por una bandada de buitres. Debían de ser sólo cuatro, aparte de Linar, pero a él le pareció que un enjambre de ojos saltones y de dedos largos y nudosos se precipitaba sobre él. Sintió como si decenas de cangrejos invisibles le asaltaran con sus pinzas, picándole aquí y allá con calambres que subían desde sus dedos hasta su cabeza. Linar le había advertido de lo que pasaría: en cuanto lo vieran, extenderían los zarcillos de su percepción para examinar si en verdad la syfrõn de Yatom estaba en él, y de paso aprovecharían para husmear en su interior todo lo que pudieran. Pero también le había enseñado a defenderse. Mikhon apretó los párpados, cerró la mente y los envió a todos fuera de un portazo.