La Espada de Fuego (36 page)

Read La Espada de Fuego Online

Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramórea 1

BOOK: La Espada de Fuego
10.22Mb size Format: txt, pdf, ePub

Aquella noche durmieron sólo unas horas, en un refugio que improvisaron parapetando con piedras una fosa natural. El día siguiente, tercero de camino, amaneció con un cielo bajo y pesado. Por la tarde empezó a llover cuando atravesaban una zona recorrida por hileras de suaves lomas entre las cuales se extendían llanos cultivados. Toda aquella región estaba sembrada de aldeas, pues Gharrium era una comarca muy poblada. Caía el sol cuando divisaron desde un cerro la mancha pardusca de un pueblo, recostado sobre la larga pendiente de una colina, casi al borde de las elevaciones de las Kremnas.

—Debe de ser Oetos —concluyó Kratos, tras examinar el mapa.

Llegaron a la aldea al anochecer. Subieron por una calle embarrada. Las casas eran de adobe y techos de paja; las más lujosas estaban cubiertas por tablones de madera. Los postigos estaban cerrados y no se veían luces. Al final de la cuesta llegaron ante un edificio de piedra, de dos pisos, que en aquel lugar destacaba como un palacio. Un cartelón roto del que se habían borrado las letras se balanceaba sobre la puerta, rechinando a los hostigos del viento. Aunque la puerta estaba cerrada, por debajo del umbral se veía una luz amarilla. Llamaron una, dos, hasta tres veces. A la tercera, se entreabrió un resquicio por el que asomaron un par de ojos. Por fin, la puerta se abrió del todo y un hombre gordo, vestido con un mandil sucio, les preguntó qué querían.

—¿Qué podemos querer en una noche como ésta? —preguntó Kratos, de mal humor-. Comida caliente y una cama seca.

Pasaron al interior, casi empujando al posadero. Pero el fuego de la chimenea estaba ya en los rescoldos, los faroles apagados y las mesas vacías. Sólo quedaban tres clientes, que los examinaron con gesto de temor.

—Aquí no hay sitio.

—¿Cómo que no? No me dirás que tienes la posada llena a rebosar.

—¡Oh, no, señor, no es eso! Hay tres cuartos ocupados, y los otros tres que tenía están inservibles. Hace dos noches se me vino abajo el techo de la parte oeste. No lo podré reparar hasta que deje de llover, y además el albañil que me...

—Basta, basta. ¿Hay algún otro sitio donde podamos dormir?

El posadero intercambió extrañas miradas con sus clientes, y por fin contestó:

—Siguiendo esta calle, tengo un establo vacío.

Derguín resopló e hizo un comentario sobre las delicias del estiércol. Kratos lo miró con severidad y se dirigió de nuevo al posadero. Siempre que estuviera seco, les parecería bien. Oh, claro que lo estaba, protestó el posadero, frotándose las manos; y había sitio de sobra para ellos y para sus monturas, e incluso forraje.

—Llévanos entonces. Si te parece, te pagaremos por adelantado.

El tabernero se humedeció los labios, se rascó la nariz y escupió a un lado antes de contestar, sin mirarlos a los ojos.

—Con cuatro ases me conformaré, si os place pagármelos. Ahora, si queréis acompañarme, os llevaré.

El tabernero tomó un candil y, una vez que salieron todos, le echó la llave a la puerta. Los tres parroquianos, alumbrados con otra linterna, los acompañaron mientras bajaban por un callejón que se perdía entre las sombras. Las luces proyectaban halos fantasmales en el suelo, que hervía bajo la lluvia. Nadie hablaba. Derguín resbaló en una rodera marcada en el barro y se agarró a la brida del caballo para no caer. El posadero y sus compañeros respingaron asustados.

—Esos tipos empiezan a parecerme demasiado nerviosos —comentó Kratos, utilizando el idioma Ritión para dirigirse a Derguín.

—Somos guerreros, Kratos. No olvides que nos temen. Saben que si se acercan demasiado a nosotros, les podemos cortar la cabeza en un segundo.

Kratos no entendía que Derguín sintiera tanto remordimiento por la muerte de aquel labriego. Había sido un accidente, y además aquella vida tenía escaso valor: un campesino era igual que cualquier otro. Un auténtico Tahedorán debía acostumbrarse a derramar sangre. Se preguntó cómo reaccionaría Derguín cuando tuviera que luchar por su vida, no contra hojas embotadas, sino contra
kishas
bien cortantes.

Se detuvieron ante una casa derruida a cuyo costado se apoyaba el establo. Estaba menos sucio y más seco de lo que habían esperado, y había forraje en abundancia. Envueltos en sus mantas y cubriéndose de paja podrían dormir calientes.

—Si todo está a vuestro gusto, me iré a casa —les dijo su anfitrión, ya de retirada.

Kratos salió a llamarle y le avisó que se dejaba la linterna, pero el posadero se apresuró calle arriba junto a los otros tres hombres.

—Qué raro —comentó Derguín-. Parecía tan asustado como si hubiera visto a un fantasma, y sin embargo ahora nos deja su candil y se vuelve a oscuras en una noche como ésta. Y además se ha olvidado del dinero.

Kratos trató de cerrar la puerta del establo. Al hacerlo casi se le vino encima, pues estaba desquiciada. Como pudo, la encajó en el hueco y trató de rellenar con paja las grietas que quedaban para evitar que el viento se colara dentro. Los resultados fueron tan desalentadores que se dedicó a almohazar a
Amauro
mientras Derguín hacía lo propio con su montura.

—Podríamos buscar leña para asar algo de panceta —propuso el muchacho.

—¿Vas a buscar un dragón para que te prenda la madera mojada? Si lo consigues, dile de paso que me seque las botas.

En la pared frontera a la puerta había un ventanuco. Derguín abrió el cuarterón para asomarse al exterior. Se veían un par de edificios con los techos derrumbados, fueran casas o corrales, y después empezaba el bosque, una masa apelmazada y oscura bajo la lluvia. Kratos le pidió que cerrara el postigo y no dejara escapar el calor.

—Este sitio no me acaba de gustar. Huele raro —protestó Derguín.

El Ainari olisqueó un poco. Debajo de los olores del heno, la ropa mojada, las monturas y el estiércol, había otro que le resultaba familiar. Era vagamente metálico, y quería despertar en él algún recuerdo lejano; pero Kratos no tenía el olfato demasiado fino y en cuanto aspiró un par de veces la nariz se le saturó y no fue capaz de distinguir nada más.

—A mí tampoco me gusta mucho, pero es peor dormir bajo la lluvia. ¿Vas a dejar de dar vueltas y ayudarme un poco? Podrías intentar que el aire no entrara por la puerta.

Derguín puso las alforjas apoyadas contra la pared, de forma que tapaban el hueco por el que se colaba el aire. El establo, que no era muy grande, no tardó en calentarse con los cuerpos de los hombres y los caballos. Kratos y Derguín se quitaron las botas empapadas, sacaron las provisiones y el vino, y una vez tuvieron el estómago repleto y los pies calientes se les disipó el mal humor y dejaron de regruñirse. Kratos incluso se explayó y le habló a Derguín del invierno más frío eme había sufrido, en las tierras de los hombres Mahík, al norte de Ainar.

—Salíamos de las tiendas cubiertos de pieles hasta arriba; y lo poco de rostro que dejábamos al descubierto nos lo untábamos de sebo para protegernos de la ventisca. Había que escupir y orinar contra el viento. Aquel invierno encontramos hasta a un corueco congelado al borde de un camino, y eso que...

Sus propias palabras lo dejaron pensativo. Derguín creyó que se trataba de un recuerdo doloroso y relacionado con la cicatriz de su cuello, pues Kratos había arrugado el ceño y se había palpado bajo la oreja; pero lo que hacía era oliscar de nuevo de un lado a otro. Por fin se levantó y echó mano a la espada.

—¡Que me rebanen la nariz si esto no es olor a corueco!

—¿Aquí, en pleno Áinar? —preguntó Derguín.

Para él aquellos ogros eran personajes de historias de terror contadas a la lumbre.

Kratos se calzó las botas, se incorporó y empezó a dar vueltas por el establo, olfateando como un perdiguero que hubiese perdido el rastro. Derguín se alarmó al verlo tan inquieto y también se levantó. Ambos callaron y trataron de descifrar los sonidos de la noche; pero sólo se oía la respiración de los caballos y el repiqueteo de la lluvia en el exterior.

—Ojalá me equivoque —musitó Kratos-. Dime: ¿no te parece que huele a sangre, como en un matadero?

Derguín venteó el aire.

—No sé. Sí. O no. ¿Cómo puede haber un corueco por aquí?

—Aún quedan algunos en las Kremnas, aunque pocos, porque les cuesta mucho reproducirse. Alguno podría haberse aventurado a buscar carne en las tierras bajas.

—¿Carne? ¿Qué carne?

—La nuestra, por ejemplo.

Derguín miró a Kratos con la esperanza de que tratara de asustarlo, como suelen hacer los veteranos con los novatos. Pero el Ainari estaba pálido y giraba el cuello de un lado a otro como un pájaro nervioso.

—¿Es que has oído algo?

—Nada —susurró Kratos-. Maldita sea, si hay un corueco merodeando ya entiendo por qué la aldea está tan oscura y silenciosa.

—¿Crees que ya habrá atacado a alguien?

—No sé qué creer. Apaga el candil.

—¿No ahuyenta la luz a los coruecos?

—Sólo si junto a esa luz hay un ejército. Que no es el caso.

Derguín apagó el candil y se acercó a la puerta. Los caballos se estaban inquietando. El repiqueteo de la lluvia era más intenso, o tal vez lo parecía en el silencio.

—Si de verdad aparece un corueco —susurró Kratos-, recuerda que hay que herirlos en el abdomen, donde no tienen huesos. Su esqueleto es duro como el bronce.

—El abdomen... —repitió Derguín.

—Pero las costillas les llegan muy abajo, así que el golpe tiene que ser en el bajo vientre. Además, son bestias muy rápidas, y si te ponen la mano encima...

Kratos se señaló el cuello. Aunque en la oscuridad Derguín tan sólo vislumbró el gesto, comprendió que se refería a la cicatriz triple que le bajaba desde la oreja.

—¿Cómo escapaste de aquel corueco?

—No escapé. Me salvó Yatom.

—¿El brujo amigo de Linar?

—Ese mismo.

Derguín no volvió a preguntar nada durante unos minutos. Pero la espera crispaba sus nervios, y sugirió que salieran de allí, para luchar en lugar abierto si se veían obligados.

—No. Si viene ahora y pasa por la calle tal vez no repare en nosotros; y si lo hace, tendrá que entrar por aquí, y mientras se encoge para pasar podremos sorprenderlo.

—¿Quieres decir que no entra por esta puerta? —se alarmó Derguín.

—¡Chssss! Escucha.

Pegaron la oreja a la puerta. Entre el redoble de la lluvia, distinguieron un chapoteo que se acercaba. Contuvieron la respiración. Eran pasos que se acercaban. Ambos buscaron las empuñaduras de sus espadas. Se oyó un suave relincho. Derguín suspiró de alivio, pero Kratos le advirtió de que siguiera quieto. Había más enemigos, no sólo los coruecos. El caminante y su montura se alejaron hacia la derecha, al interior del pueblo. Derguín sugirió que lo siguieran, pero Kratos se negó.

Al cabo de un rato, escucharon pisadas que venían de nuevo desde la izquierda; pero esta vez venían solas y el chapoteo se sentía más pesado. Pronto les llegó un sonido silbante y fuerte, como un fuelle, y comprendieron que era la respiración del merodeador. Los pasos se acercaron hasta el establo, pasaron de largo, se detuvieron. La respiración se convirtió en un poderoso resuello y los pasos volvieron atrás. «Chof, chof.» Dos chapoteos más y un nuevo resuello. «Chof.» Fuera lo que fuese aquello, los había olfateado, a ellos o a los caballos.

Se apartaron de la entrada y desenvainaron las espadas con cuidado para que no rechinaran. Al otro lado de la puerta se sentía una presencia enorme y ahora silenciosa. Luego, algo duro rascó la puerta. Kratos y Derguín se miraron.

De pronto sonó un bramido que helaba la sangre, y la puerta voló de sus quicios como si la hubiera arrancado un huracán. Una sombra enorme apareció en el hueco, tapándolo todo, y una mano palpó la pared. Los nervios traicionaron a Derguín, que descargó su espada contra aquel brazo. La hoja de
Brauna
se hundió en la carne superficial y chocó contra el hueso con un ruido metálico. La mano se retiró como una culebra, y Derguín, perdida ya la calma, saltó para colocarse frente a la puerta y atacar. Antes de que tuviera tiempo de acelerarse, una garra enorme apareció de la nada, lo levantó en vilo y lo catapultó contra la pared del establo.

Kratos escuchó el crujido de los huesos de Derguín al estrellarse contra la pared, y un instante después el rugido de la bestia. Entró en Mirtahitéi y le lanzó un tajo al vientre. El monstruo aulló y retrocedió, y Kratos salió del establo tras él. Lucharon bajo la lluvia, una sombra contra otra. Aquel corueco era un ejemplar enorme; erguido, sin duda habría medido dos metros y medio. Y sin embargo se movía rápido, incluso para Kratos, que estaba en aceleración. Esquivó uno de sus zarpazos por poco y volvió a buscarle las tripas con la espada. Las costillas de la bestia, más bajas de lo que había esperado, detuvieron el golpe. Kratos había apoyado aquel tajo con toda la fuerza de sus caderas, y al no terminar la técnica como tenía previsto, trastabilló en el barro. Aquella vacilación fue suficiente para que la manaza del corueco lo agarrara por la ropa. En un segundo Kratos se vio levantado a tres metros del suelo. Pero cuando esperaba que la bestia le reventara la cabeza contra el suelo, algo silbó en el aire y golpeó con un sordo impacto el vientre del corueco. La bestia bramó de dolor y soltó a Kratos. El Ainari rodó por el barro y se revolvió sin soltar la espada. Otra flecha volaba en busca del abdomen del monstruo. A Kratos le pareció que iba floja, como lanzada por un arco de juguete, pero era efecto de la aceleración que le hacía ver los movimientos lentificados. La saeta se clavó a medio palmo de la primera, en el escaso espacio vulnerable que dejaban los huesos, y toda su punta se hundió en la carne. El corueco rugió y se giró a todas partes, buscando el lugar de donde venía aquel enemigo invisible. Kratos volvió a cargar contra él, pero esta vez su golpe fue preciso, una estocada de abajo arriba buscando las vísceras. Dejó la espada hundida hasta la empuñadura, la soltó y se apartó de los zarpazos del monstruo con una voltereta. Su golpe debió alcanzar el corazón, porque el corueco cayó fulminado boca arriba. Kratos se desaceleró, acudió junto al cadáver y, con cierta dificultad, le arrancó la hoja del cuerpo. Después clavó una rodilla en tierra y respiró hondo.

—¿Estás bien?

Kratos se volvió hacia la voz. Era Tylse, que venía hacia él con una flecha en el arco y dispuesta a tensar la cuerda. El Ainari se apoyó en su propia rodilla con los brazos y empujó para ponerse en pie. No se sentía con ánimo para empezar otra pelea, pero puso la espada en guardia. Tylse quitó la flecha del arco y volvió a guardarla en la aljaba.

Other books

The Bohemian Murders by Dianne Day
Unwanted Fate by A. Gorman
Crónica de una muerte anunciada by Gabriel García Márquez
Elysian Fields by Gabriels, Anne
Make Me Forget by Beth Kery