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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramórea 1

La Espada de Fuego (39 page)

BOOK: La Espada de Fuego
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Llegaron a un pastizal, en la ladera de una colina roma. Allí no había piedras ni árboles, y se detuvieron, con manos y pies apoyados en el suelo, mientras el terremoto llegaba a su paroxismo y su rugido hacía retemblar hasta las bóvedas del cielo. Ante ellos, la tierra vomitaba árboles, piedras, enormes mendrugos de sedimentos y raíces rotas, en una erupción de materia sólida. Mikhon Tiq, sobrecogido de terror, se cubrió la cabeza con las manos y gritó:

—¡El mundo se acaba!

Tras unos segundos de furia máxima, el terremoto comenzó a declinar. El rugido se fue perdiendo y la tierra recobró su estabilidad. Se pusieron en pie. Mikhon Tiq sentía bajo sus pies los últimos coletazos del monstruo que volvía a hundirse en las profundidades. Miró a Linar y no le gustó nada la expresión que vio en su rostro.

—Yo te he despertado al Kalagor —dijo el mago con voz severa-. Pero tú has despertado algo más. ¿El qué?

El muchacho recordó el aviso. NO PASES DE AQUÍ, MIKHON TIQ. Había cometido un error terrible y estúpido.

—No lo sé, Linar. No lo sé.

Curación

U
n sol cárdeno flotaba al borde del horizonte. Derguín, muy cansado, se sentó al pie de un olmo blanco, junto a un arroyo que cascabeleaba como plata entre juncias y asfódelos. Tenía la garganta tan seca... Se agachó y ahuecó la mano para beber.

—No lo hagas.

Derguín se detuvo con los labios a flor de agua y levantó la mirada. Un hombre le observaba. Era grande, demasiado grande. La barba roja caía como una cortina sobre un mandil de cuero. Sus bíceps eran tan gruesos como su cabeza y las manos anchas como palas; pero una de sus piernas estaba tullida y seca.

—Si bebes de esta agua lo olvidarás todo y jamás podrás regresar.

—¿Por qué he de querer regresar?

El gigante resopló.

—Diatan mághairan —
le contestó, y sólo entonces se dio cuenta Derguín de que estaban hablando en la lengua de los Arcanos-. Por la Espada. Sé que la quieres.

—Sí.

—¿Para qué?

—No lo sé. La quiero, sin más.

—Siempre se quiere algo para algo. ¿Qué buscas en ella, la gloria o el poder?

—No lo sé. La gloria, supongo...

Derguín estaba demasiado cansado para pensar. El agua del arroyo bajaba con manchas rojas que se deshacían en nubes e hilachas. Sólo entonces se dio cuenta de que tenía el cuerpo lleno de heridas y que aquellas manchas eran sangre que le goteaba por las piernas, los codos, el vientre.

—La gloria no sirve para nada.
Zemal
es un instrumento de poder. Un necio vanidoso preferirá la gloria; un hombre inteligente se quedará con el poder.

—El poder... es muy cansado —suspiró Derguín. El aliento se le escapaba por las heridas-. La gloria es hermosa. El poder está manchado de... sangre.

—Si consigues a
Zemal
tendrás poder. No podrás renunciar a él.

—¿Por qué discuto contigo? Me estoy desangrando. Nada importa ya... Quiero beber.

Derguín se agachó de nuevo.

—¡No lo hagas! Aún puedes salvarte, pero debes aceptar tu misión y tu poder.

—El poder es malo. ¿Por qué he de dominar yo las voluntades de otros?

—Porque ellos lo necesitan.

—Yo no lo necesito. No entiendo... por qué otros lo necesitan.

Se agachó de nuevo sobre el agua, aunque ahora, teñida de sangre, no le pareció tan tentadora como antes.

—¡Te he dicho que no bebas! —Derguín se apartó sin querer-. Es igual que lo entiendas o no. Tendrás el poder, tanto si quieres como si no. Te salvaré para que cumplas tu misión.

—¿Qué misión? ¿Qué pedirás de mí?

—Nada. Los hechos te harán elegir. Tu deber está escrito en tu corazón desde que fuiste engendrado.

—¡No quiero el poder!

—No podrás renunciar a él.

—¡¿Quién eres tú?!

Una mano enorme se acercó al rostro de Derguín. Fue como si se hubiera corrido una cortina en el cielo.

Derguín recordaría más tarde que estuvo flotando en una negrura húmeda y fría, sin direcciones, sin arriba ni abajo, sin antes ni después, pues nada sucedía en ella. Su mente se dejó absorber perezosa por aquella oscuridad, su cuerpo se encogió como un feto para conservar el calor, y sólo albergaba el vago pensamiento de que aquello era estar muerto y que no resultaba tan terrible como había pensado. Allí no había urgencias, ningún anhelo que cumplir, ninguna espada que conquistar; tan sólo disfrutar de ese sueño sin fin.

Pero los ojos se le abrieron sin querer y la negrura se convirtió en formas. Durante un rato no supo interpretar lo que le rodeaba. Su cuerpo estaba tumbado y envuelto en algo suave y cálido. Un murmullo lo arrullaba y se volvió a hundir en la negrura, pero esta vez soñó con otros lugares y otras cosas; con un puente de piedra que cruzaba un río, con un ejército que le disparaba sus flechas, con el dolor de los hierros hurgándole las carnes uno tras otro, perforándole el vientre, astillándole los huesos, y con una caída eterna hacia la negrura.

Cuando volvió a abrir los ojos ya no los quiso cerrar, porque los sueños habían sido dolorosos e inquietantes. Tenía todo el cuerpo dolorido, aunque era un dolor difuso, embotado, que casi podía ser placentero mientras no tuviera que moverse ni pensar demasiado. Giró un poco la cabeza a la derecha y trató de averiguar dónde estaba.

Era una bóveda baja y alargada de la que colgaba un bosque de estalactitas. La luz venía de los luznagos que revoloteaban entre las oquedades del techo. Al principio pensó que era la misma gruta en la que se había aventurado cuando lo atrajo el rastro perfumado de Tríane. Pero el techo de esta caverna era mucho más bajo. Él estaba acostado en un rellano, casi arrinconado contra una pared, y a su derecha el suelo bajaba hacia una gran charca central.

Derguín trató de incorporarse apoyándose en un codo, pero el brazo derecho le falló. Su espalda volvió a topar en algo blando; eran pieles que lo envolvían por arriba y por abajo. Cerró los ojos un rato más y trató de olvidar las punzadas en el brazo y el vientre, que ahora le enviaban latigazos de dolor con cada latido del corazón.

—No debes moverte aún —susurró una voz.

Derguín abrió los párpados. Tal vez se había quedado dormido un instante, porque recordaba la cueva vacía; mientras que ahora había una mujer arrodillada a su lado. Era tan sutil que se confundía con las sombras. Una larga cabellera negra le caía por los hombros y se derramaba junto al rostro de Derguín. Flores blancas le adornaban el cuello, y llevaba una túnica mojada. Derguín se complació en observar los minúsculos pliegues, los frunces blancos que se separaban de su cuerpo y las sinuosidades más oscuras que corrían entre ellos y revelaban la piel.

—Tríane... —musitó.

Los ojos rasgados le sonrieron, y unos dedos como pétalos le acariciaron los párpados. Las sombras jugaban en el rostro de Tríane, embelleciendo lo visible y haciendo deseable lo oculto.

—Derguín Gorión —susurró Tríane-. ¿Quién ha podido dañarte así?

Las yemas de sus dedos se deslizaron por la mejilla y el cuello de Derguín; después apartaron la manta con delicadeza y recorrieron su piel desnuda con un aleteo de mariposas. Él miró hacia abajo, temeroso de encontrar un cuerpo perforado de llagas. Pero donde esperaba ver las heridas había unos círculos recubiertos por una película blanca que bullía como si bajo ella revolotearan criaturas minúsculas y perezosas. Tríane las observó frunciendo un poco las cejas, y luego pasó la mano sobre ellas. Una débil corriente atravesó sus palmas y recorrió la piel de Derguín.

—No debes moverte aún —repitió ella.

—Pero... la Espada...

—Tienes tres costillas rotas en la espalda, una brecha mal curada en la nuca, y cuatro flechas te han atravesado un brazo, una pierna, el vientre y un pulmón. Es mucho exigirle a tu cuerpo que te ayude a conseguir la Espada.

Derguín dejó caer la cabeza y cerró los ojos. No era cobardía. Él había hecho lo que estaba en su mano. Lo que estaba en su mano...

Pasó el tiempo. Tríane le daba de comer, le lavaba, le extendía un ungüento sobre las heridas para aliviar la picazón que producía en ellas aquel hervor incesante. Le explicó que bajo la película blanca que las tapaba había un ejército de criaturas diminutas. Aquellos seres, creados por una ciencia más antigua que los reinos de Tramórea, eran sastres y albañiles en miniatura que remendaban sus tejidos y reconstruían sus huesos. Pero debía tener paciencia.

Paciencia no le faltaba a Derguín. Tríane le mezclaba en la comida unas hierbas sedantes que le hacían dormir la mayor parte del tiempo; y no soñaba, sino que flotaba entre sensaciones arrullado-ras e imágenes placenteras. A veces las visiones eran más extrañas. Una vez creyó despertarse y miró hacia la izquierda al oír un chapoteo; pensó que sería Tríane, que salía de la gruta y volvía a entrar en ella por la charca. Pero lo que surgió del agua fue una enorme cabeza escamosa de ojos amarillos. Era una especie de serpiente gigantesca, un dragón acuático con el cráneo festoneado por una corona de púas y crestas. Se miraron durante unos segundos. Derguín, por extraño que fuera, no sintió temor alguno. Los párpados de la bestia se movieron hacia arriba y entornaron las córneas amarillas y las astutas ranuras de las pupilas. Derguín parpadeó también y bostezó, presa de una pesadez letárgica. El dragón abrió la boca, canturreó algo en un tono muy bajo, como un pájaro de voz gigantesca y baja, y desapareció de nuevo bajo el agua. Después le preguntó a Tríane por aquella criatura, y ella le sonrió y le dijo que Lorbográn no era precisamente inofensivo, pero que a él le había salvado la vida.

—¿No lo recuerdas?

Pero todo lo que había pasado después de llegar a la aldea de Oetos era una niebla rojiza en la que no distinguía nada.

Poco a poco su cuerpo se recuperaba. Tríane levantaba la manta de piel que lo cubría y examinaba su cuerpo desnudo. Siempre lo recorría con la mano, y cuando llegaba al vientre meneaba la cabeza y chasqueaba la lengua. Pero un día (en aquel lugar aislado del día y de la noche) encontró la reacción que esperaba y sonrió. No te muevas, le dijo a Derguín, y se acurrucó encima de él y volvió a servirse de su cuerpo, como ya había hecho antes, pero esta vez fue tierna y cuidadosa para no hacerle daño.

Desde entonces hicieron el amor a todas horas. Derguín se dejaba utilizar, pero según recobraba fuerzas se fue animando; al principio se conformaba con amasar los pechos de Tríane mientras ella le cabalgaba, pero luego la agarraba por los hombros y tiraba de ella intentando tumbarla, y ella se resistía entre carcajadas y le apretaba los ijares con los muslos como a una montura rebelde. Un día Derguín logró volcarla, y acabó encima de ella, le puso las manos en las mejillas y las sienes, apretó para que no se moviera y respirando junto a su rostro sintió por primera vez que era él quien la poseía. Así, cada vez que hacían el amor era una lucha de resoplidos, jadeos, manos que apretaban otras manos, ojos que se lanzaban chispas, dientes que mordían labios propios y ajenos, piernas que se anudaban y trataban de desanudarse.

Después, se envolvían en la piel y se quedaban tendidos de costado, mirándose muy de cerca. Los ojos de Tríane eran tan rasgados como dos sonrisas.

—¿Quién eres? —le preguntaba Derguín.

—Soy Tríane —se rió ella-. ¿No te basta con eso?

—No.

Pero entonces ella cambiaba de tema. Una vez, mientras Derguín dormitaba, cantó unos versos en la lengua de los Arcanos, y el muchacho se espabiló al oír aquellas palabras, pero no abrió los ojos.

Princesa de las Niryiin, hija de los grandes bosques,

reina en la profunda arboleda y en la fronda húmeda,

tú que peinas tus cabellos bajo los rayos del sol,

tú que haces crecer la hierba bajo tus manos de agua.

Negra y dorada, verde y negra, blanca y oscura,

princesa de las Niryiin, hija de los grandes bosques.

Tu cuerpo modeló en su torno el divino alfarero

y las gracias del agua y del viento en él derramó...

Derguín volvió a adormecerse arrullado por la voz de Tríane, que más que cantar susurraba, como el viento que se desliza entre las hojas de un sauce y arranca de ellas una nota escondida, una campana que se abre en gotas de perfume. Oyó sobre bosques profundos, sobre arroyos secretos, sobre grutas a las que no había llegado el hombre y donde aún moraban razas tan antiguas como las piedras.

—¿Cuál es tu edad? —insistió más tarde.

—Tengo más años de los que parezco y menos de los que te temes. Soy joven, ¿no te basta con eso?

—¿Qué son las Niryiin?

—Has oído mi canción...

—Sí.

—Temes que yo no sea humana.

—No. Tal vez sí. Pero me daría igual.

—Lo sé. Tú no eres como los demás: amas lo que desconoces. Yo soy y no soy humana. Soy una mujer, y para ti siento como una mujer, y eso es suficiente.

Un día Tríane le limpió las heridas y retiró la membrana blanca que las cubría. La piel estaba intacta. Derguín se puso en pie y estiró brazos y piernas. Nada le dolía, y los músculos los sentía más frescos y firmes que cuando salió de Koras. Pero entonces recordó que de nada le servía haber recobrado la salud, pues era un Tahedorán sin espada, un candidato que ya no podría convertirse en el Zemalnit.

Tríane le preguntó por qué se había entristecido y Derguín se lo explicó.

—¡Entonces, disfruta del sol de una vez! ¡Sigúeme!

Desnuda, como pasaba la mayor parte del tiempo, Tríane corrió hacia la charca y se zambulló de cabeza. Derguín la siguió. El agua estaba muy fría. Se sumergió detrás de Tríane, que buceaba sin mover pies ni brazos, culebreando con el cuerpo como una nutria. Al principio se movían entre un resplandor fosforescente y confuso. Después pasaron bajo un techo de rocas puntiagudas; por delante una cortina de largas hebras blancas se hundía en las aguas. Derguín se dio cuenta de que eran los rayos del sol. Ya le quedaba poco aire; pronunció mentalmente la fórmula de la segunda aceleración, y por primera vez notó un desgarrón en los riñones mucho más penetrante que el dolor sordo de la Protahitéi. Pero el dolor se disolvió en el torrente de energías que invadía sus venas. De pronto Tríane pareció bucear en miel, en vez de en agua. Derguín pasó a su lado y torció el cuello para contemplarla; los pequeños músculos se le marcaban bajo la piel, las nalgas puntiagudas se contraían en cada ondulación. Ella le miró sorprendida, y él sonrió travieso mientras la adelantaba.

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