La Espada de Fuego (54 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramórea 1

BOOK: La Espada de Fuego
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Volaron hacia el sur arrastrados por el viento, sobre las alas de aquel dragón sin fuego, mientras el humo de la pira funeraria de los cuatro Kalagorinôr ascendía a decenas de kilómetros, hasta regiones donde ya no quedaba aire. Linar se desplomó sobre el cuello del terón, sus últimas fuerzas agotadas ya, y la vara resbaló de sus dedos. Pero antes de que cayera al vacío, Mikhon Tiq extendió su mano izquierda y la llamó, y la vara voló obediente hacia él. Con la otra mano sujetó el cuerpo del anciano brujo, y se dio cuenta de lo liviano que era. Pues lo cierto era que Linar había exprimido hasta las últimas fuentes de su poder y había sacrificado hasta la materia de su cuerpo, y ahora su carne era tan sutil que podía verse a través de ella, y no pesaría más de treinta kilos.

—No te mueras tú ahora —le pidió Mikhon Tiq, pero el pitido que llenaba su cabeza no le dejó escuchar ni su propia voz.

No te mueras, repitió, porque si te mueres me matarás a mí también; y apretó el cuerpo de Linar contra su pecho y lo alimentó con sus energías. Siguieron volando hacia el sur, hacia Grios; lejos de Purk, aquel lugar que volvía a ser maldito.

La Sierra Virgen

...Y cuando los cinco héroes de la Espada estaban rodeados por un ejército de no menos de mil quinientos enemigos, decidieron hacer una última carga contra ellos y vender caras sus vidas. Pero fue entonces cuando apareció un dragón alado cabalgado por dos ancianos magos. El dragón era del tipo que se conoce como
birmios
, por tener sólo dos patas en lugar de cuatro. Esos dragones son raros en nuestros días, aunque en los tiempos en que se colonizaron las tierras de Áinar eran frecuentes, y devastaban cosechas y devoraban rebaños hasta que los primeros Tahedoranes los expulsaron.

Las llamaradas del dragón achicharraron a los soldados Ainari, cuyas cenizas aún manchan de negro y gris las nieves eternas del lugar, y los lugareños aseguran que cada 15 de Kamaldanil, aniversario de aquella matanza, resuenan entre las peñas los gritos de muerte de aquellos infelices. Los magos despidieron a la bestia alada y la enviaron de vuelta a su nido, más allá del mar, y les dijeron a los cinco héroes que el pérfido príncipe de Áinar ya había cruzado las montañas. Ellos se juramentaron para luchar codo con codo hasta que llegaran al Mar Ignoto y derrotaran al príncipe que tan arteramente los había traicionado.

Gran Barantán,
Crónicas del Año Mil,
II, 35

(Prohibido en Áinar)

L
as crónicas y las historias tienen la loable misión de evitar el olvido, pero no siempre logran evitar los peligros de la retórica, la hipérbole y los testimonios embellecidos. No fue un dragón, ni
birmios
ni heráldico, ni siquiera de agua o de arena, la criatura que aniquiló a la pequeña fuerza de jinetes Ainari que había salido de Cirios al mando del capitán Daengol, sino un terón de las montañas. Es cierto que se vieron llamaradas aquella terrible noche, pero no brotaron de las fauces de la bestia alada, sino de la espada de Mikhon Tiq, a la que desde entonces llamaría
Istegané,
«la protectora».

El juramento de luchar codo con codo hasta el Mar Ignoto tampoco surgió de forma tan espontánea y amigable como sugiere el Gran Barantán. Mientras Derguín y Mikhon Tiq se abrazaban, Aperión y Kratos decidieron que era una buena ocasión para saldar sus rencillas con el acero. Pero los demás los agarraron por los brazos.

—¡Dejad eso para más adelante! —les pidió Krust-. ¡Esa sabandija con ojos de culebra nos lleva dos días de delantera!

Pero la inquina entre ambos era demasiada. Kratos jamás perdonaría la muerte de su concubina Shayre ni las torturas sufridas por su amigo Siharmas. En comparación, las ofensas que Aperión creía haber sufrido resultaban insignificantes, pero a cambio su capacidad de odiar era desmesurada. Sólo un arbitraje superior podía obligarlos a una tregua. Mikhon Tiq se plantó entre ambos decidido a poner paz.

—¿Quién eres tú, mocoso? —le increpó Aperión.

Si Linar no hubiese estado suspendido en trance entre la vida y la muerte, una sola mirada suya habría acallado al jefe de la Horda Roja. Pero el poder que dominaba Mikhon Tiq era aún reciente y no lo nimbaba con la aureola de aquellos que acostumbran ser obedecidos. Tan sólo parecía un muchacho delgado, de ojos grandes y hambrientos y rasgos femeninos. Aunque tenía los oídos reventados y lo único que oía era un zumbido penetrante dentro de su cráneo, su vista acrecentada leyó el insulto en los labios de Aperión. Venía de luchar contra cuatro brujos dementes y de desatar fuerzas destructivas mayores que un imperio, y no pudo soportar aquel desaire. Acercó la mano derecha al pecho de Aperión y de sus dedos brotó un zarcillo de energía chisporroteante. Fue muy breve, pero bastó para enloquecer el ritmo de los latidos de Aperión. El guerrero se desplomó y empezó a retorcerse en el suelo. Los demás se apartaron de él y del joven mago que llevaba la muerte entre los dedos. Aperión boqueaba y maldecía apretándose el pecho.

—¿Harás lo que yo diga? —preguntó Mikhon Tiq.

Aperión farfulló una negativa. Pero la vida se le iba con cada aliento.

—Sólo una vez más. ¿Harás lo que yo diga?

—¡Sí, sí!

Mikhon Tiq desenvainó su espada y una chispa brotó de su punta. El corazón de Aperión volvió a latir a compás y el Tahedorán dejó de retorcerse. Poco a poco recobró el aliento y al cabo de un rato pudo ponerse en pie con la ayuda de Krust.

Aquella demostración fue suficiente para que los demás supieran que les convenía temer a Mikhon Tiq, aunque por el momento no les granjeó su amistad. Juraron por Vanth y por Diazmom, y también por los espíritus de los muertos, que no habría violencia entre ellos hasta que vieran las olas del Mar Ignoto. Uno solo sería su enemigo mientras tanto: Togul Barok.

Mientras el fatigado terón levantaba el vuelo y regresaba a su nido en los lejanos picachos del norte, Mikhon Tiq levantó a Linar en brazos. Derguín le ayudó a montarlo sobre la yegua alazana.

—Es ligero como una pluma —se sorprendió.

Lo ataron a lomos de la yegua, pues había perdido tanto peso que hasta un soplo de viento podría descabalgarlo, y se pusieron en marcha. El ojo de Linar permanecía entreabierto, pero su respiración era imperceptible.

—¿Ha muerto?

—No. Si hubiese muerto, nosotros no estaríamos aquí para contarlo.

—¿Qué quieres decir?

Mikhon no contestó y se puso en camino. Derguín lo siguió sin decir nada. Su amigo no era el mismo que se había despedido de él antes de llegar a Koras; la severidad de su mirada fue más elocuente aún que los bárbaros prodigios que había ejecutado.

Desde las alturas, Mikhon Tiq había escudriñado las montañas a la luz de Taniar. Al pie del Diente Pelado se abría un valle, y por éste se podía llegar hasta la siguiente cadena de montañas. Para llegar a él siguieron un tortuoso sendero por el que los guiaron el recuerdo de Mikhon y la pericia montañera de Tylse. Aquello les ocupó el resto de la noche, pero la marcha les sirvió para entrar en calor, pues el cielo estaba despejado y en esas alturas el relente se convertía en escarchada.

Al amanecer empezaron a subir por el fondo de un enorme valle, cuyas paredes se levantaban casi verticales a ambos lados. El propio Mikhon Tiq no lo sabía, pero aquel lugar era un testigo mudo del Mito de las Edades que les había contado Linar. Mucho tiempo atrás, cuando los hombres y los Yúgaroi se enfrentaron en la guerra que casi aniquiló el mundo, sus armas levantaron por toda la tierra nubes de polvo y cenizas que taparon durante un tiempo la luz del sol. Los inviernos fueron crudos y largos, los veranos tímidos, y las capas de nieve se acumularon en las montañas creando inmensos glaciares. Allí, en la Sierra Virgen, uno de aquellos gigantescos ríos de hielo había ido excavando el seno de las montañas hasta formar una enorme cubeta que con el tiempo se había vaciado y por la que ahora avanzaban.

Su ascensión los llevó a una laguna de aguas oscuras y gélidas. A la derecha y por encima de sus cabezas, se
alzaba la
ingente mole del Diente Pelado, todo nieve y piedra parda, con su inalcanzable cumbre a cinco mil metros de altura. Más abajo, la roca se veía verde, casi fosforescente por los líquenes que la cubrían. Delante de ellos se
alzaba
un gran talud que se curvaba a la izquierda, coronado por picachos agudos como astillas de un hueso fracturado. Se antojaba un muro infranqueable, pero entre dos de aquellas agujas corría un estrecho desfiladero. Sin embargo, incluso aquel camino tenía una pendiente muy empinada y requería piernas fuertes. El cautiverio, la Mirtahitéi, la lucha y la huida en la noche habían debilitado a los maestros de la espada, de modo que decidieron descansar allí junto a la laguna.

Mikhon Tiq desató y desmontó a Linar y lo sentó bajo el sol, con la espalda apoyada en una roca. Su cuerpo no estaba rígido del todo, sino que mantenía la postura que le dieran, como un muñeco de arcilla antes de cocerlo. Mikhon Tiq le levantó la mano y la examinó. Si la ponía delante del sol y colocaba sus propios dedos detrás, los veía perfilados como sombras sobre un fondo rojo. Meneó la
cabeza.
Le había dado la impresión de que el mago era cada vez más liviano, como si la poca carne que quedaba en su cuerpo se estuviera consumiendo. Si su syfrõn perdía la última conexión con la realidad material, se colapsaría sobre sí misma.

El zumbido que no dejaba de sonar en sus oídos le recordaba que el resultado de una syfrõn colapsada era un estallido aniquilador. Todos ellos morirían a no ser que se alejaran más de una legua de allí. Lo mejor sería abandonar a Linar allí y confiar en que se recobrara solo o en que al menos en su muerte no destruyera a nadie más.

El Mazo se tendió un poco apartado de los demás, sobre una roca plana. Derguín se acercó a él con la bolsa de piel donde guardaba las monedas.

—Has cumplido con nuestro pacto y has ido más allá. Esto es tuyo.

El Gaudaba abrió los ojos y se sentó. Sus mejillas ya estaban erizadas de puntos negros que le daban un aspecto casi tan fiero como la barba crecida.

—¿Me estás despachando?

Derguín se sentó a su lado y le pasó un pellejo. El Mazo bebió un trago, pero lo apartó con un gruñido al comprobar que era agua. El vino se les había terminado el día anterior.

—No sé adonde vamos —respondió Derguín-. Esta sierra se llama Virgen; las tierras que hay más allá ni siquiera tienen nombre. Quizá no encontremos comida, ni agua potable. Puede que ninguno de nosotros regrese vivo.

—Aja.

—Es un buen momento para que tomes tu caballo y te marches al sur.

—Aja.

—Aquí tienes ciento quince imbriales. Los cien que te prometí desde el principio, y los quince por llevar los caballos a la explanada.

—Aja.

—¿Quieres dejar de contestarme con ese maldito «aja»?

El Mazo tomó la bolsa, la sopesó y escuchó aquel tintineo que hasta sus oídos veían dorado. Después se la guardó.

—¿Pretendes que me marche ahora mismo?

—Más tarde puede que no sepas volver.

—Es que ahora mismo ya no sé volver. —El Mazo bajó la voz y acercó su cabeza a la de Derguín-. Anoche os perdí cuando quise llevaros al pueblo de Grios.

—Lo recuerdo.

—Ahora estoy mucho más perdido. Si me marcho, puedo despeñarme por cualquier precipicio o aparecer de boca en ese maldito castillo.

—Seguro que estarían encantados de toparse contigo.

—Pues yo no tengo ninguna gana de toparme con esos que me pintaron. Así que vas a tener que contratarme como escolta. Esos de ahí no son gente de fiar.

Señaló con su dedazo a los otros maestros, que dormitaban al sol después de haber devorado de una sentada las provisiones de día y medio. Tan sólo la albina Tylse se había refugiado a la sombra de una gran roca.

—¿Pretendes que te dé más dinero? Me has dejado casi sin un cobre.

—¡Y una mierda! Esta bolsa pesaba el triple cuando la cogí la primera vez. Algo te habrás guardado.

Mientras Derguín y El Mazo regateaban, Mikhon Tiq examinó el equipaje de Linar. Se excusó a sí mismo con el pretexto de que tal vez allí encontraría algo que les fuese útil para el viaje; pero lo cierto era que había deseado registrar esa mochila desde que salieron de Corocín. Encontró hierbas diversas, como solima, muérdago, adormidera, jazmín del diablo y un par de especies más de las que ni en su syfrõn encontró noticia. Había además una bolsa de piel con una pizca de café de Pashkri, y el diminuto ajedrez de madera y marfil con el que Linar solía jugar contra Derguín.

Pero, envuelto en un lienzo gris, encontró algo inesperado. Era un librito formado por hojas no mucho más grandes que la palma de una mano y cosidas con cordeles. Al pasar las páginas, que eran de fino papel de Pashkri, Mikhon Tiq descubrió dibujos y pinturas de un detalle minucioso. Había al principio algunas imágenes ya antiguas, que representaban al Gran Viejo, el árbol de tres troncos en el que había vivido Linar, o paisajes del bosque de Corocín. Junto al cuaderno halló también un carboncillo, una cuchilla quebrada y tres barras de creta de colores. Mezclando el azul, el rojo y el amarillo con las sombras del carbón, Linar había conseguido reflejar una gama de matices casi infinita.

Mikhon Tiq fue pasando más hojas y contempló pinturas recientes que le hablaban de su viaje. Por primera vez tuvo una prueba de que Linar miraba las cosas. El seco Kalagorinor se había emocionado con la belleza de una montaña que se perfilaba azul en la lejanía, con los reflejos cobrizos de una alameda al borde de una charca tranquila, con la soledad de unas flores de otoño perdidas entre un mar de hierba o la tristeza de un arco en ruinas que conmemoraba el triunfo de algún pueblo extinguido. Pero también encontró a los demás en la mirada del Kalagorinor. Allí estaba Derguín, arrodillado con su armadura de cuero, preparado para enfrentarse a Kratos en el patio de los Gorión, tan concentrado que el propio Mikhon contuvo el aliento al verlo. Después encontró una imagen de los dos guerreros, Derguín y Kratos, cruzando sus armas a pecho desnudo en un bosquecillo. Con dos o tres trazos certeros (las cejas fruncidas, una chispa en los ojos), las miradas de ambos recobraban toda la ferocidad de aquel instante. Del mismo modo que Tríane, sorprendida en el gesto de volver la mirada hacia la espesura, volvía a ser la esquiva criatura de los bosques que Mikhon Tiq ya casi había olvidado. Aquellos bocetos no los había tomado Linar al natural, pues nadie le había visto dibujar. Debían de ser imágenes grabadas en su memoria y plasmadas luego en el papel mientras los demás dormían.

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