Empezaba a resultar difícil abrirse paso. Mikhon Tiq desmontó a Linar de la yegua, pues a esa altura la cabeza le tropezaba con las ramas, y se lo acomodó a su propia espalda. El Kalagorinor era tan alto que, aunque Mikhon lo agarraba por debajo de las corvas, los pies le rozaban en el suelo. Derguín ayudó a su amigo a atar las piernas de Linar con correas, de modo que las llevaba encogidas como alas de pollo. Pero el mago se quedaba quieto en cualquier postura en que lo colocaran, por difícil que fuera.
Kratos no dejaba de repetir que aquél era un lugar raro, innatural, y los demás estaban de acuerdo, pues había algo en aquella selva que crispaba los nervios. Cuando hacían un alto y dejaba a Linar en el suelo, Mikhon Tiq olisqueaba, escarbaba con las uñas y examinaba la tierra, probaba el agua del río, la revolvía en su boca antes de escupirla y meneaba la cabeza.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Derguín.
—Aún podemos beberla sin que pase nada, pero pronto será venenosa.
—¿Venenosa?
Mikhon Tiq levantó la cabeza y miró a su alrededor, venteando el aire.
—El veneno se halla en todo este lugar, y su presencia es más intensa a cada paso que damos hacia el oeste. Está en el aire, en el suelo, en las plantas. Es el veneno que levantaron las antiguas guerras, el que contamina el desierto de Guiños o los pantanos de Purk. Una ponzoña que ni miles de años pueden curar.
—¿Es muy virulento?
—Si nos quedáramos aquí demasiado tiempo, nos acabaría matando. Está en todas partes, pero sobre todo en el agua. Ya te digo que aún podemos beberla, pero no por mucho tiempo. Esperemos que este viaje sea corto.
Derguín se estremeció. Si el mapa de Tarondas no estaba equivocado, aún les quedaban muchas leguas hasta el mar. ¿De qué morirían antes, de envenenamiento o de sed?
—¿Cómo puede haber plantas aquí?
—Ellas son más fuertes y se adaptan al veneno. Vosotros no podréis.
Vosotros, pensó Derguín. Mikhon Tiq lo había dicho con ligereza; sin duda no pretendía ofenderle, sino que ya no se sentía un mortal como ellos. Pero para recordarle que los Kalagorinôr no eran simples hombres, allí estaba Linar, una estatua opalescente y ligera, la imagen de un ídolo silencioso que no había dado señales de vida ni de muerte en muchos días.
Cada vez resultaba más penoso avanzar a pie. La vegetación era tan tupida que los árboles parecían brotar del mismo río. De cuando en cuando hallaban alguna trocha entre la espesura, pero la mayor parte del tiempo tenían que abrirse paso con las hachas que habían traído del poblado kurhón. Aunque el otoño estaba avanzado, hacía cada vez más calor; un calor que, según Mikhon Tiq, también era un residuo de las guerras del pasado.
—Hay algo enterrado bajo el suelo, hacia allá —dijo, señalando al oeste-. De allí salen el calor y el veneno. Por fortuna, no pasaremos justo encima de ese lugar. De lo contrario... moriríamos.
Derguín entendió que había estado a punto de decir «moriríais», pero se había arrepentido.
Los animales que encontraban eran tan extraños como la flora del lugar. Había sobre todo arañas e insectos; unas libélulas grandes como gorriones revoloteaban delante de ellos haciendo zumbar sus alas irisadas. Por las copas de los árboles saltaban monos de ojos saltones y uñas largas y amenazantes. Una vez cazaron un animal tan grande como un cerdo, que se movía torpemente sobre patas arqueadas y gruesas como una tortuga, y cubierto de placas más duras que cuero prensado. Mikhon Tiq les recomendó que no probaran su carne, aunque las provisiones no abundaban.
Al caer la tarde, los mosquitos empezaron a atormentarlos con sus picaduras. Entre los viajeros se estableció una competición de maldiciones y juramentos. Krust demostró tener un repertorio inagotable que a menudo hacía reír a los demás; aunque los exabruptos de El Mazo eran los más brutales. Ambos habían hecho buenas migas, pues tenían mucho en común. Ahora que la barba de El Mazo empezaba a repoblarse, parecía una réplica aumentada de Krust, que ya de por sí era un hombre grande. Cuando se reían, los dos lo hacían con todo el cuerpo, moviendo a la vez la tripa y la barba, y también eran los que más gruñían cuando llegaba el reparto de las magras raciones.
El río medía ya diez metros de ancho. Al ver que bajaba tranquilo, sin rápidos ni grandes remolinos, decidieron que merecía la pena perder un día o dos fabricando balsas en vez de seguir abriéndose paso a hachazos entre la maleza. El Mazo recordó sus tiempos de leñador y taló más árboles que todos los demás juntos. En día y medio de trabajo construyeron dos almadías atadas con lianas. Aperión no dejaba de gruñir; sin duda, Togul Barok se pondría muy contento si se enteraba de que en vez de avanzar se entretenían con labores de carpintero.
—En cuanto tengamos listas las balsas le quitaremos toda la ventaja —repuso Krust, el único que se molestaba en contestarle-. Así que, ¡arrima el hombro y deja de rezongar como una vieja,
tah
Aperión!
Con ramas escamondadas fabricaron remos y pértigas para todos, y también clavaron troncos más finos en los costados de las almadías, a modo de bordas. Con todo esto, a mediodía del día 21 botaron las embarcaciones. En una de ellas viajaban Kratos y Mikhon Tiq, junto con Linar, al que sentaron apoyado en los fardos. Llevaban también a los caballos, que al principio se mostraron reacios a montar. Pero Mikhon los adormeció con un suave canturreo y consiguió que viajaran tranquilos. En la segunda balsa iban los otros cuatro Tahedoranes y El Mazo.
Pronto se acostumbraron a remar y a clavar las pértigas en el fondo cuando la corriente los arrastraba hacia las orillas. Avanzaban más rápido que a pie y además en medio del río el aire resultaba menos sofocante que bajo los árboles. Sobre sus cabezas el sol brillaba mortecino tras una capa de cirros; con todo, su luz les levantó los ánimos. La única a la que molestaba era a Tylse, que no dejaba ni una pulgada de piel expuesta a sus rayos y sólo se bajaba la capucha después del crepúsculo.
El río llevaba un par de días fluyendo casi directo a poniente; pero en las últimas horas del atardecer el sol no llegaba a darles en los ojos, pues el dosel que formaban las copas de los árboles era tan alto y tupido que lo ocultaba mucho antes de que llegara al horizonte. A Derguín le extrañaba que un lugar en el que flotaba el veneno pudiera reventar de vegetación.
—Sí, es un lugar lleno de vida —le respondió Mikhon Tiq-. Pero no es como la nuestra. Las plantas y los animales de estas tierras son diferentes, pervivencia de un mundo aún más antiguo que los recuerdos que se guardan en mi syfrõn. No sé si se han adaptado a este efluvio tóxico que lo impregna todo o en realidad son fruto de él.
No tardaron en tener muestras de que las criaturas que moraban en aquellos parajes eran muy diferentes de las del mundo que conocían. El sol ya caía y los escasos rayos que lograban filtrarse entre la vegetación entretejían enmarañados tapices de luces y sombras. En la orilla izquierda se abría un pequeño claro, a ambos lados de un tronco caído. Había allí un gran revuelo de aves. Derguín creyó ver el casco de un caballo emergiendo entre las hierbas y alertó a los demás. Se acercaron a investigar. Ataron las balsas al tronco y echaron pie a tierra. Una bandada de extraños pajarracos levantó el vuelo entre graznidos de rabia y frustración. No tardaron en averiguar la razón: las habían interrumpido en mitad de su banquete. Entre los helechos y el herbazal se amontonaban cadáveres de hombres y de caballos que hedían a sangre y a tripas reventadas.
—Mirad esto —señaló Kratos, girando un cuerpo con la punta de la bota.
La casaca negra con un terón bordado en rojo revelaba que el muerto había sido soldado de Togul Barok. La mitad del rostro había sido arrancada por las fauces de alguna bestia, y luego los picotazos de las aves habían terminado de desfigurarlo. También tenía brazos y piernas desgarrados por terribles dentelladas. Kratos se agachó sobre el cadáver tapándose la nariz y lo examinó.
—No conozco ningún animal que muerda así. Parece una boca muy estrecha y alargada, como la de un caballo, pero con dientes afilados.
Derguín se apartó para vomitar. Tylse se acercó a él y le puso la mano en la espalda.
—¿Te encuentras bien? No es más que un cadáver.
—Debería acostumbrarme, ¿verdad? Yo mismo he sembrado unos cuantos por el mundo. —Derguín se enderezó y se limpió la boca-. Lo siento. Llevo todo el día con el estómago revuelto.
—Es este lugar —repuso Tylse, mirando aprensiva a ambos lados-. A mí me pasa lo mismo. No consigo pegar ojo, y cuando logro dormir mis sueños son malignos.
Encontraron restos de al menos diez cuerpos humanos, y otros tantos de caballos. Los atacantes no habían tenido tiempo o apetito suficiente para disfrutar el festín y se habían conformado con algunas porciones, dejando el resto para los pájaros carroñeros. Aparte de las mordeduras, todos los cadáveres presentaban heridas largas y profundas en el vientre y el pecho.
—Parecen de espada o de cuchillo —dijo Kratos-. Pero ¿qué clase de animal maneja un cuchillo?
Buscaron en vano el cadáver del príncipe entre sus hombres. Aunque los cuerpos estaban demasiado desfigurados para reconocerlos, ninguno de ellos tenía la estatura de Togul Barok.
—Sigue vivo —se lamentó Krust-. ¡Qué mala suerte!
—Puede que no nos lleve ni siquiera un día de ventaja —repuso Kratos-. Estos cadáveres son bastante recientes.
Se dedicaban a recoger arcos y flechas cuando El Mazo, que se había alejado unos pasos, los llamó con su vozarrón. Acudieron a comprobar qué había encontrado. Entre un montón de helechos aplastados yacía una extraña criatura. La cabeza se hallaba a unos tres pasos del cuerpo, limpiamente cercenada. Era similar a la de un lagarto, con mandíbulas largas y dientes aguzados como una sierra. Los ojos ambarinos seguían abiertos y los observaban malévolos. El cuerpo era casi del tamaño de un hombre y estaba recubierto de escamas verdosas y rojizas que formaban vivos dibujos. La cola medía al menos metro y medio. La forma de sus extremidades sugería que aquel animal caminaba sobre dos patas. Kratos le examinó los pies. El primer dedo estaba atrofiado, mientras que el tercero y el cuarto debían servirle para apoyarse; fue el segundo el que más le llamó la atención, pues estaba curvado hacia delante y armado con una enorme garra, curva y aguzada como una hoz.
—Ése es el cuchillo que estabas buscando, Kratos —comentó Krust-. ¡Es aún más agudo que un diente de sable!
—El golpe que ha segado el cuello de este animal es limpio. Lo ha hecho una espada. Seguro que ha sido Togul Barok.
—Esta matanza no es obra de una sola criatura —intervino Mikhon Tiq, acercándose a ellos-. Lo mejor será que volvamos al río.
Krust le miró irritado, pero no contestó. Ni él ni Aperión toleraban bien que aquel jovenzuelo les diera instrucciones; pero tampoco olvidaban el poder destructor que podía brotar de sus manos y su espada.
De la espesura llegó un exótico canturreo, como la llamada de un ave gigantesca.
Riamar
se acercó a Derguín, apoyó la cabeza en su espalda y lo empujó hacia el río, restregándole el borde retorcido del cuerno contra los omoplatos.
—Tranquilo,
Riamar —
murmuró Derguín-. Ya nos vamos.
Hubo un estrépito entre las ramas y todos contuvieron el aliento. Un pájaro rojo y amarillo salió volando hacia el río con un graznido. Las manos que habían buscado las empuñaduras de las espadas volvieron a abrirse. Tylse y Derguín se sonrieron, como diciéndose que se habían vuelto demasiado asustadizos.
Un relámpago verde brotó de detrás de un helechal y saltó sobre El Mazo con un chillido inhumano. El gigante cayó al suelo, derribado por una criatura carnicera aún más grande que la que habían visto muerta. Rápido como una cobra, el depredador se inclinó sobre el cuello de El Mazo abriendo la boca. Pero Tylse fue aún más veloz, y lo decapitó de un tajo antes de que llegara a morderle.
El cuerpo sin cabeza aún coleó y pateó unos segundos en el suelo antes de morir. El Mazo se levantó con la ayuda de Krust y Derguín, pálido como una mortaja. Se palpó el cuerpo para comprobar si tenía heridas. La gruesa piel que vestía estaba desgarrada, pero no había sangre bajo ella. La frente de la calavera que colgaba de su cintura se veía surcada por un largo arañazo que había rayado el hueso.
—Eres un hombre afortunado —le felicitó Derguín-. Si no hubiera sido por Faugros, ese espolón te habría sacado las tripas.
Entre el follaje sonó un coro de gorjeos nerviosos. A toda prisa, cortaron las amarras de las balsas, embarcaron y empujaron con las pértigas contra la orilla para apartarse de ella. Tres reptiles más aparecieron en el claro. Como habían sospechado, caminaban sobre las patas traseras, sin apoyar en el suelo aquellos terribles espolones. Sus cabezas de lagarto giraban nerviosas, en movimientos espasmódicos, como si fueran pájaros gigantescos. Al descubrir que sus presas se habían escabullido, sisearon y chillaron rabiosos. Uno de ellos dio un gran salto, cayó al río y empezó a nadar hacia las balsas que ya se alejaban hacia el centro de la corriente. Sin perder la calma, Tylse sacó una flecha de la aljaba, armó el arco, apuntó y disparó. El dardo se hincó en el ojo derecho del reptil, que murió con un último chirrido de agonía. Las otras dos criaturas, al ver el destino que había sufrido su compañera, prefirieron quedarse en el claro, hozando entre la carroña.
—¡Enhorabuena, Tylse! —la felicitó Derguín-. Has matado a dos, uno más que el príncipe.
Ella le sonrió, un gesto que en los últimos días prodigaba algo más. Las heridas de su rostro ya estaban curadas. De las de dentro, no le decía nada a nadie.
Por la noche siguieron avanzando mientras dormían por turnos. Tylse y Derguín coincidieron remando cuando Taniar se ocultó. Rimom reinaba gélida en el cielo, mientras Shirta empezaba a asomar su faz verdosa por el este. En la otra almadía, por delante de ellos, Mikhon Tiq manejaba la pala al tiempo que vigilaba la corriente.
—Nuestra madre se ha retirado a descansar —comentó Tylse, como de pasada.
—¿Qué quieres decir?
—Taniar es nuestra madre. Ella creó a las mujeres de Atagaira, una especie de capricho suyo. Por eso somos enemigas del Sol. Pero no debió moldearnos del todo bien.
—¿Por qué no?
Tylse se volvió hacia Derguín. Su rostro bañado en azul parecía frío como el de una muñeca de porcelana; pero sus ojos ardían febriles.