La Espada de Fuego (58 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramórea 1

BOOK: La Espada de Fuego
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Derguín se volvió hacia Tylse y le guiñó un ojo.

—De buena nos hemos salvado...

Ella se mordió los labios y le apretó el codo. Las rodillas se le doblaron y se desplomó sobre la balsa con un gemido. Derguín se agachó sobre ella y le cogió las manos.

—¿Qué te ocurre, Tylse? ¿Qué te ha pasado?

—El cuello —murmuró ella-. Lo siento...

Las sombras ya caían sobre el río. Derguín le bajó la capucha a Tylse y buscó picaduras en su garganta. A la derecha, por encima de la clavícula, encontró dos marcas muy finas y apenas separadas. Alrededor de ellas la piel ya estaba ennegreciendo.

—¡Llevad la balsa a la orilla, rápido! —gritó, volviéndose hacia El Mazo.

La almadía cabeceó al recibir un golpe. Derguín se giró a un lado. Mikhon Tiq había saltado desde la otra balsa, a más de cuatro metros.

—¿La han mordido?

—¡No dejes que se muera, Mikha!

La piel de Tylse empezaba a arder, los labios se le estaban amoratando, los ojos se le habían vuelto hacia arriba. Mikhon Tiq pidió un cuchillo y abrió dos incisiones cruzadas sobre la herida. Después se agachó sobre Tylse, pegó los labios a su cuello y sorbió; pero en lugar de escupir el veneno, lo revolvió entre el paladar y la lengua.

—¿Estás loco? —le preguntó Derguín.

Mikhon Tiq terminó su extraña degustación y escupió hacia el río.

—Todo en la naturaleza tiene su contrario. Debo saber qué toxinas contiene este veneno para contrarrestarlas con sus opuestos.

El Mazo y Krust ya habían llevado la balsa a la orilla, y Aperión la estaba amarrando. Mikhon Tiq bajó de un salto y se internó en la espesura para buscar plantas que pudieran frenar aquel veneno. Derguín tomó la mano derecha de Tylse y se la apretó. Ella seguía con los ojos en blanco; su frente ardía, pero los dedos se le empezaban a enfriar. En la herida recién abierta por Mikhon Tiq la sangre había coagulado formando una fea costra. La respiración de la Atagaira era cada vez más trabajosa y el aire silbaba al entrar a sus pulmones.

—Es por mi culpa, Tylse, perdóname... —murmuró Derguín-. Ha sido ella.

—¿Qué estás diciendo? —le preguntó Kratos, arrodillándose junto a él.

—Las serpientes la han atacado por mi culpa.

—No digas tonterías.

—¡Venían con un propósito, y ese propósito era Tylse! Estamos en el río, y es su reino.

—¿El reino de quién? —preguntó Kratos, mirando a Derguín como si éste hubiera perdido la razón.

Pero el muchacho no le contestó.

Refrescaron la cara y la frente de Tylse con paños humedecidos en agua del río. Ella temblaba y gemía. Los ojos se le giraban en las órbitas; hubo un momento en que los abrió y sus iris violeta se clavaron en Derguín.

—¡Ayúdame!

Derguín le encomendó a Kratos que cuidara de ella y saltó a la orilla. Mikhon Tiq había ido hacia la izquierda, y hacia allá se dirigió Derguín, siguiendo una angosta trocha y llamando a gritos a su amigo. No tenía idea alguna de qué estaba buscando Mikhon ni de cómo ayudarle, pero no podía seguir en la balsa viendo cómo Tylse se asfixiaba.

Se abrió paso bajo una bóveda de ramas y troncos retorcidos que dibujaban una extravagante tracería vegetal. Reinaba un extraño silencio en la selva, o tal vez su ruidosa carrera había ahuyentado a todas las bestezuelas de los alrededores. Las sombras eran densas como brea. Se paró y trató de serenarse. Había arrancado a correr detrás de Mikhon Tiq, pero tan sólo había conseguido extraviarse. No encontró nada que lo orientara. Aún se filtraban vestigios de luz entre la vegetación, pero eran tan tenues que le resultaba imposible averiguar dónde estaba el sol.

Llegó a un pequeño calvero; aunque el dosel de hojas no permitía ver el cielo, el suelo estaba más despejado y podía verse la tierra oscura entre los helechos, los arbustos y las raíces que formaban un dibujo de venas hinchadas y retorcidas. El aura de amenaza que impregnaba la jungla se hacía allí tan espeso que saturaba el aire. Derguín miró hacia arriba. Las lianas parecían colgajos pútridos que caían de las ramas, serpientes vegetales a punto de despertar de su letargo. Más arriba se cernía una forma oscura que colgaba entre las hojas como un enorme murciélago. Derguín se quedó mirando con una extraña fascinación, y de pronto aquella sombra cayó sobre él.

Derguín saltó, se retorció en una voltereta y apareció cinco pasos más allá con la espada en la mano. La forma oscura se había convertido en un hombre. Por un momento le pareció Linar, pues era alto y tuerto, y también llevaba una trenza. Pero la impresión duró un instante. El extraño era poco mayor que el propio Derguín, y tenía el cabello negro como ala de cuervo. Su rostro pálido relucía entre las sombras como si bajo su piel ardieran diminutas brasas.

—¿Quién eres tú?

—Alguien que lleva tiempo buscándote, Derguín Barok.

El corazón le dio un vuelco. El extraño empezó a caminar en círculos a su alrededor, cruzando los pies con la elegancia de un bailarín. Derguín giró sobre sus talones para encararle, sin dejar de apuntarle con la
kisha
de
Brauna.

—Me llamo Derguín Gorión.

—Que te llames a ti mismo así, no lo dudo. Que sea tu verdadero nombre, es otra cuestión.

—¿Quién eres?

—Prefiero decirte quién eres tú. Deberías sentirte honrado: eres el medio hermano del príncipe Togul Barok. Los hijos de gemelos son medio hermanos. Al menos, es lo que se dice en Áinar y en Ritión, ¿no?

El gemelo del emperador. La mente de Derguín empezó a correr, aunque él quería frenarla. El legítimo dueño de
Brauna,
según el registro de las espadas de Amintas. Aquel Barok se había podrido en una mazmorra. ¿O acaso había huido de Áinar, para refugiarse en un lugar llamado... ?

Zirna.

—Togul Barok lo sospecha desde hace un tiempo, pero no se lo he confirmado. Lo dejaremos como un pequeño secreto entre tú y yo.

—Explícate rápido si no quieres que te degüelle —amenazó Derguín, rechinando los dientes.

—¡Oh, se me olvidaba que ahora eres
tah
Derguín, conocedor del secreto de las aceleraciones! Pero ¿qué puede hacer un Tahedorán sin su espada?

El extraño alzó la mano derecha y chasqueó los dedos. Derguín sintió un fuerte tirón que trató de arrancarle a
Brauna,
pero apretó con firmeza la empuñadura y no la soltó.

—Te resistes...

El tirón se hizo más intenso. Derguín se clavó las uñas en la palma de la mano, pero siguió sin soltar la espada. De pronto, aquella fuerza invisible desapareció.

—Ya entiendo por qué no pude verte de lejos, como a los demás —dijo el extraño, contrayendo la boca en un rictus-. Tienes un poderoso valedor, Derguín Barok. El herrero ha apostado por ti. Percibo sus malas artes a tu alrededor, pero no te protegerán de mí ahora que te tengo al alcance de mi mano.

—¿Quién es el herrero?

—Este es un asunto de dioses, que os manejan a los patéticos mortales como peones en un juego que no comprendéis. Togul Barok es el campeón de los grandes Yúgaroi. El señor del cielo incluso toleró que su esposa y hermana Himíe mezclara su sangre con la de un humano para engendrar al príncipe. Así que si pretendes luchar contra un dios, no tienes nada que hacer.

—¡Entonces márchate y déjame en paz!

—No me gusta dejar cabos sueltos. Al parecer ese renegado, el maldito dios cojo, quiere que tú tengas la Espada de Fuego. Eso no debe ser.

En cada vuelta, el intruso se acercaba más a Derguín. Pensó que sólo tenía que acelerarse y saltar hacia él para ensartarlo como una perdiz.

—No intentes lo que estás pensando,
tah
Derguín.

Un miedo animal se estaba apoderando de Derguín. El temor brotaba como una emanación de la oscura capa de aquel hechicero. El parche que cubría su ojo empezó a palpitar y a hincharse, exudando un resplandor rojizo, como si un diminuto corazón latiera enterrado en su cuenca.

Derguín entró en Mirtahitéi y se arrojó sobre el extraño. Pero algo falló, pues el mundo debería haberse vuelto lento como jalea, y sin embargo el hechicero se agachó con una rapidez increíble y esquivó el tajo destinado a decapitarlo. Después, aún en cuclillas, proyectó las manos hacia delante, las puso en el pecho de Derguín y empujó. El muchacho voló cinco metros pataleando por el aire y se estrelló contra el tronco de un árbol. Allí se quedó sentado, tratando de recobrar el aliento. Su enemigo levantó la mano y de ella brotó una bola de fuego que partió silbando hacia él.

Derguín cerró los ojos y sintió en su rostro un calor que le chamuscó las cejas. Pero el zumbido se alejó en el aire en el último segundo. Al abrir de nuevo los párpados, vio cómo el bólido llameante se alejaba hacia las alturas, abrasando en su camino hojas y lianas.

Ahora había alguien más en el claro. Mikhon Tiq acababa de aparecer de entre la espesura y miraba al extraño con odio.

—Ulma Tor...

—Vaya con el cachorro —silabeó el hechicero-. Un muchachito con unos ojos tan lindos no debería meterse en peleas de magos.

Mikhon Tiq dio un alarido y se abalanzó sobre Ulma Tor. Sus pies se elevaron del suelo y voló más de siete metros con el rostro contraído en una mueca de odio. Jamás había presenciado Derguín una lucha de magos, y no se la hubiese imaginado así. Fue una pelea física, un combate a golpes, mordiscos y arañazos, gruñidos e insultos guturales. Ulma Tor saltó a la vez que Mikhon Tiq y ambos chocaron en el aire. Entre revolar de capas, negra y parda, parda y negra, se revolcaron por el suelo. Mientras con los dedos se buscaban los ojos y con los dientes el cuello, brotaban de sus cuerpos chispas blancas, rojas y azules que formaban humeantes arcos de plasma y chocaban aniquilándose entre sí. Cayeron sobre una masa de helechos que ardió sin llama y se redujo a cenizas. Ulma Tor arrancó un trozo de raíz y lo convirtió en una tea entre sus dedos, pero Mikhon Tiq le mordió la muñeca y le obligó a soltarla. Rodaron por la tierra negra, se levantaron; trataban de apartarse y a la vez mantenerse abrazados para desplegar su poder e impedir que lo hiciera el otro. Derguín se acercó poco a poco y preparó la espada, pero la lucha era tan rápida y violenta que apenas distinguía a los dos magos.

Ulma Tor logró levantar a Mikhon Tiq en el aire y lo estrelló contra el mismo árbol en el que había golpeado a Derguín. El muchacho agarró al nigromante por el cuello y apretó para estrangularlo. Con una cruel sonrisa, Ulma Tor acercó su rostro al de su rival, abrió los labios y le besó en la boca. Mikhon Tiq le soltó la garganta y empezó a aporrearle la espalda y los hombros, pero Ulma Tor seguía aplastándolo contra el tronco y besándolo como si le quisiera aspirar las entrañas. Los cabellos de Mikhon Tiq empezaron a ondear como mieses azotadas por un vendaval. Derguín lanzó un tajo contra Ulma Tor, pero su espada chocó contra una barrera de luz que repelió el golpe entre una lluvia de chispas, y él cayó sentado en el suelo. El nigromante seguía absorbiendo la boca de Mikhon Tiq; las mejillas del muchacho se juntaban cada vez más, como si le estuvieran chupando el alma, y su cuerpo empezó a iluminarse por debajo de la capa. La lucha de luces alumbraba el claro con relámpagos fantasmales. El suelo empezó a temblar bajo sus pies.

Un grito horrísono, deformado por un sufrimiento más allá de la comprensión, salió de Mikhon Tiq. Desde el suelo, Derguín se hizo visera con la mano izquierda, pues apenas distinguía los rostros de los magos. El grito de Mikhon Tiq onduló, se quebró, y de pronto se convirtió en otra voz, la de Ulma Tor, ululando en un chillido de ira y frustración. Por la nuca del nigromante asomó un triángulo oscuro del que brotaban espiras de humo verde. Aquel triángulo siguió brotando, hasta que Derguín descubrió lo que era: la espada de Mikhon Tiq. Ulma Tor abrió más la boca y clavó los dientes en los labios de Mikhon, mientras éste seguía hurgándole con la espada en las entrañas hasta que la empuñadura le llegó a las costillas. El chillido del nigromante se convirtió en un taladro que hizo rechinar el aire. Una bola de luz cegadora devoró a ambos magos. Después, un remolino rojo subió hacia el cielo girando en una espiral vertiginosa y se perdió sobre el techo del bosque, silbando hacia las alturas como una estrella fugaz que cayera de la tierra al cielo.

De pronto, todo había terminado. Derguín, aún deslumbrado, se incorporó sobre codos y rodillas. El suelo había dejado de temblar y el claro estaba sumido en las sombras. Se arrastró hasta el árbol y se puso en pie. Ulma Tor había desaparecido. Mikhon Tiq seguía apoyado en el árbol, sujetando a
Istegané,
que humeaba un vapor fosforescente mientras de su punta chorreaba un líquido denso y oscuro. Derguín le quitó la espada y la arrojó a un lado.

—Vamos, Mikha. Le has vencido.

Su amigo no reaccionó. El espanto le había congelado los ojos y la boca, su mano izquierda seguía crispada como si aún agarrara el hombro de Ulma Tor, la derecha cerrada en torno a una empuñadura que ya no sostenía. Derguín le tocó los dedos y los sintió rígidos y fríos.

Algo se movió a su espalda. Derguín se giró dispuesto a golpear. Una figura muy alta se acercaba con paso cansino; en la mano sostenía una vara con una serpiente enroscada, y los ojos de la serpiente relucían blancos alumbrándole el camino.

—¡Linar! ¡Has vuelto!

El Kalagorinor llegó junto a Mikhon Tiq y le puso una mano en la frente.

—¡Tienes que hacer algo! ¡Seguro que puedes hacer algo!

Linar agachó la mirada y meneó la cabeza.

—Demasiado tarde.

—¿Está muerto?

—No. Si hubiese muerto, no estaríamos aquí para verlo.

—¿Entonces?

Linar volvió a tocar la frente de Mikhon Tiq y cerró el ojo. Pero aquel segundo intento fue tan infructuoso como el primero.

—¡Dime qué le pasa!

—Algo que no podría creer si no lo tuviera delante. Ulma Tor le ha arrebatado su syfrõn.

—¿Y eso qué quiere decir?

Linar miró a Derguín y le apretó el hombro. Tal vez intentaba calmarlo con su contacto, pero sus dedos le transmitieron ansiedad y miedo.

—Que se ha llevado su alma.

Derguín quiso protestar, decir que eso era imposible, pero cuando volvió a mirar a los ojos de su amigo los vio opacos como la obsidiana y supo que detrás de ellos no había más que un vacío inerte.

—¿Adonde... ? —musitó, conteniendo un sollozo.

—Es mejor no pensarlo.

Derguín, que no se resignaba, agarró a Mikhon Tiq por los hombros y lo sacudió. Pero el cuerpo estaba tan rígido que respondió como un bloque de madera y se le vino encima, de modo que tuvo que volver a recostarlo en el tronco del árbol.

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