—Porque nos infundió fuerza y valor de hombres, pero dejó en nuestro corazón sentimientos de mujer. Nosotras deseamos varones de fuertes brazos, que nos abracen y nos hagan sentir mujeres de verdad, pero en lugar de eso Taniar nos dio a nuestros hombrecillos, que tiemblan cuando nos ven, agachan la cabeza y nos tocan con manos frías y blandas como tripas de pescado.
—¿Todos vuestros hombres son así?
—Todos. Acostarse con uno de ellos es como beber vino aguado o cerveza mezclada con orín. No nos queda más remedio que hacerlo para mantener nuestra raza, pero aquellas que pueden compran esclavos de otros pueblos para convertirlos en sus compañeros de lecho.
—¿Tú has tenido hijos, Tylse?
Ella se quedó callada un rato y miró hacia delante. Una lágrima le rodó por la mejilla, un diminuto zafiro bajo la luz de Rimom.
—Tuve una hija. Tylnode. Blanca como la leche, con los ojos de color turquesa, y ¡qué pulmones tenía!
Derguín no se atrevió a preguntar qué había sucedido con la pequeña, pero Tylse tenía ganas de desahogarse y siguió hablando de Tylnode. Se extendió contándole cómo lloraba por las noches, con qué fuerza se agarraba a sus pechos y cómo apretaba los deditos y le tiraba del pelo siempre que tenía ocasión; y cómo una mañana, después de mamar, la miró a los ojos, le sonrió por vez primera y soltó un ruidito delicioso, una risa que era como el gorjeo de un pajarillo contento.
—Me la quitaron a los seis meses.
—¿Por qué hicieron algo así?
—Porque siempre nos quitan a nuestros hijos. Si son niñas, las cuidan las ancianas de Taniar. Si son niños, quedan a cargo de los hombres. Nosotras tenemos que olvidarnos de que hemos sido madres y volver a acordarnos de que somos guerreras. Sólo así podemos defender nuestras tierras contra los enemigos.
—¿Y no volvéis a ver a vuestros hijos?
—Más adelante, cuando son mayores, pero... Yo no volví a ver a Tylnode. Ella echaba de menos mi leche: la de cabra la vomitaba toda. Me dijeron que duró sólo cinco días desde que me la quitaron. Debió de quedarse hecha un saquito de huesos, la pobre... —Tylse se enjugó otra lágrima y clavó el remo con rabia-. Eres joven y puedes tener más, me dijeron. De hecho, debes tener más, me dijeron. Tienes que parir por Atagaira, por tu reina. Como si fuera una yegua.
Durante un rato no dijeron nada más. Después, aprovechando que la balsa se deslizaba sola, Derguín apretó la mano de Tylse. Ella se giró hacia él y le miró a los ojos con una expresión que le hizo estremecerse.
—Cuando consiga la Espada de Fuego, volveré a Áinar —le dijo-. No pararé hasta encontrar a Kirión el Serpiente.
—Podrías haberlo matado en Grios. Tuviste tu oportunidad.
—¿Sabes lo que me hizo?
—Me lo contó Kratos...
—No quise matarlo. Me hubiera gustado tener más tiempo para irlo rebanando en pedacitos. Por eso, juro que tarde o temprano caerá en mis manos. Me suplicará mil veces que lo mate, pero no le daré esa merced.
Los dientes de Tylse relucían en la oscuridad mientras los hacía rechinar como si estuviera limando entre ellos los huesos de Kirión. Derguín pensó que no querría tener por enemiga a aquella amazona. Como si le hubiera leído el pensamiento, Tylse le agarró por la nuca, tiró de él y le besó. Al principio lo hizo con rabia, como si quisiera herirlo con su lengua, pero enseguida se calmó y se demoró unos segundos jugueteando con sus labios. Cuando le soltó, Derguín se quedó jadeando. El corazón le palpitaba como un tambor.
—Las mujeres de Atagaira estamos acostumbradas a tomar lo que queremos, no a ser tomadas. ¿Entiendes?
—Entiendo —musitó Derguín.
—Eres un muchacho muy guapo. Me gustaría saber si eres capaz de abrazar como un hombre de verdad...
Derguín no llegó a contestar, pues en ese momento Aperión se incorporó y se les quedó mirando. No dijo nada, pero curvó los labios en una sonrisa despectiva y Derguín se preguntó qué habría oído y qué habría visto.
Al día siguiente Mikhon Tiq les dijo que ya no debían beber agua del río. Tendrían que racionar los cinco odres que les quedaban. Por el momento, le hicieron caso, aunque de mala gana. Los caballos, aunque dormitaban la mayor parte del día gracias a los ensalmos que les canturreaba Mikhon Tiq, seguían abrevando en la corriente.
Riamar
era el único que se apartaba de ella. A escondidas, Derguín le daba parte de su ración de agua. Mikhon Tiq lo sorprendió más de una vez y sonrió con indulgencia. Ya se había dado cuenta de que aquel soberbio animal blanco no era un caballo como los demás, pero no comentó nada.
Al anochecer encontraron un islote que partía en dos las aguas del río. Vararon en él las balsas para tensar las cuerdas y lianas que mantenían unidos sus maderos, y de paso encendieron una hoguera para calentarse y cocinar. Al registrarla y ver que parecía un lugar seguro, aprovecharon para descansar unas horas.
—Yo velaré —les dijo Mikhon Tiq, y mientras los demás intentaban dormir, él se quedó observando el río, al lado de Linar.
Derguín no hacía más que dar vueltas. Aquella selva estaba impregnada de un aura extraña, una vibración que los oídos no percibían, pero que entraba por las manos y los pies y subía por todo el cuerpo como el correteo de un ejército de hormigas. Tylse estaba tumbada a su lado, un poco apartada de los rescoldos de la hoguera. Cada vez que Derguín se giraba, veía la silueta de su cadera, curvada a la luz de Taniar como una suave duna; entonces se le venía a la memoria el beso de la noche anterior y el pulso le zumbaba en las sienes.
Los demás se habían quedado dormidos, aunque también se agitaban en sueños y a veces se les escapaban palabras sueltas. El Mazo, que se había tumbado boca arriba, empezó a roncar, con unos ronquidos largos y poderosos que acallaban los rumores del río y de la noche. Derguín se arrastró por el suelo hasta pegar su cuerpo a la espalda de Tylse.
—¿Estás dormida? —le susurró al oído.
Ella no contestó, pero, sin darse la vuelta, sus manos buscaron a Derguín y manipularon en su propia ropa para abrirle camino. Hubo un rápido frufrú de tejidos rozándose, y después se acoplaron entre jadeos y susurro de hierbas, cubiertos por los ronquidos de El Mazo. Sus cuerpos reaccionaron con rapidez. Tylse echó un brazo hacia atrás y, con una fuerza insospechada, agarró a Derguín por los riñones para clavarlo contra ella. Al final no pudo reprimir un gritito, pero éste quedó devorado por un extraño ruido que llegó del río, como si las aguas hubieran roto a hervir durante un segundo. Se quedaron callados un instante, asustados. Todo volvió a la calma y ellos se rieron en silencio. Tylse se volvió, besó a Derguín muy despacio y le miró a los ojos.
—Gracias —le susurró al oído-. Me has limpiado la ponzoña que me dejó aquella serpiente.
Aquellas palabras no las olvidaría Derguín, por la ironía que, sin saberlo, demostraron encerrar. Tylse no tardó en dormirse abrazada a él. Pero Derguín seguía inquieto. Las hormigas de su cuerpo se habían retirado a la madriguera, pero a cambio no hacía más que pensar en aquel borboteo del río. Se le antojaba que las aguas estaban llenas de ojos y oídos y que todos lo vigilaban a él. «Debes serme fiel», le había dicho Tríane. Las aguas eran su reino. ¿También lo serían aquéllas, tan extrañas y tan alejadas de Ainar?
Con cuidado de no despertar a Tylse, apartó sus brazos y se puso en pie. Después de orinar al otro lado del islote, se acercó a los rescoldos y se sentó junto a Mikhon Tiq.
—¿No puedes dormir?
—No.
Su amigo sonrió, sin dejar de mirar al río.
—Pensaba que te habrías calmado.
—¿Es que has oído algo?
—Hace días que recuperé mis tímpanos. ¿Tú crees que es sensato hermanarse de esa manera con una rival?
—Lo había oído llamar de muchas maneras, pero «hermanar» es nueva —repuso Derguín, con una carcajada.
Después volvió la mirada hacia Linar. Había tenido la impresión de que se movía.
—Sí —contestó Mikhon Tiq, como si le hubiera leído el pensamiento-. Ya se le empieza a notar la respiración y ha recobrado la mayor parte de su peso. Creo que no tardará mucho en despertar.
—¿Cómo puede recuperar peso si no come ni bebe desde hace días?
—Todo lo que necesita lo extrae de su syfrõn. Pero es un proceso lento. El esfuerzo que hizo casi acabó con él.
—Algún día me explicarás qué es la syfrõn.
—Algún día, si tú me enseñas tus secretos de Tahedorán.
—No sabía que quisieras recordar nuestros viejos tiempos de Uhdanfiún.
—¡No! Bien olvidados están. Sólo quiero manejar a
Istegané
con un poco de dignidad.
Derguín le apretó la mano.
—Lo haces mejor que el mejor de los Tahedoranes, Mikha. Tu espada nos salvó en las montañas. Nunca podré olvidar cómo apareciste a lomos del terón, cabalgándolo como si fueras un dragonero. Fue magnífico.
—¿Te acuerdas de lo que te dije cuanto nos despedimos?
Derguín asintió.
—Me dijiste que cuando nos volviéramos a ver ya no seríamos los mismos.
—Sí, Derguín. Hemos pasado grandes pruebas, y hemos salido de ellas. Ahora somos algo más que jóvenes aprendices.
Pero de la ordalía más dura de todas no llegaron a hablar; y así no supieron que ambos habían visitado los campos de la muerte, sembrados de asfódelos, y que ambos habían estado a punto de beber las aguas del olvido. Su destino estaba más entrelazado de lo que ellos mismos sospechaban.
Mikhon Tiq los despertó a todos horas antes del amanecer. De mala gana, apenas descansados por aquel sueño atormentado de pesadillas y picores, tomaron las pértigas y los remos y siguieron río abajo. Cuando se hizo de día empezaron a vigilar la orilla izquierda, buscando señales del príncipe y sus hombres. Encontraron más adelante restos de una fogata, y después un caballo enfermo, tumbado en un helechal y acechado por una bandada de pájaros carroñeros. Tylse le disparó una flecha desde la balsa y acabó con su agonía.
—No deben estar muy lejos —dijo Kratos.
—¡Eso llevas diciendo tres días! —gruñó Aperión desde la otra balsa.
Derguín se hallaba confuso. El recuerdo de la noche anterior le hacía más palpable la cercanía de Tylse, de aquel cuerpo escondido del sol bajo capas de tela y fieltro, pero cuyo olor exuberante venteaba como si no hubiera nadie más en la balsa. Sentía violentos impulsos de apretarse contra ella, de pegar la nariz a su cuello y aspirar su aroma. Pero después de hablar con Mikhon Tiq, cuando por fin logró conciliar el sueño, había soñado con las tres ondinas que habían intentado seducirlo y arrastrarlo a sus oscuras aguas. Se había despertado empapado en sudor, con el corazón acelerado y un resabio ácido en la boca. Tenía grabado el aviso del hombre-cabra: «Ella es celosa. Su amor no puede despreciarse ni mancillarse». Cada vez que hundía el remo en el agua, imaginaba mil amenazas inescrutables bajo su superficie espesa y amarronada. Trataba de recordar a Tríane, su olor y el tacto de su piel, pero sólo le venía a la memoria aquella última mirada de advertencia y su voz severa. «Debes serme fiel.»
Se preguntó si la amaba o la temía, pero no encontró respuesta. Tan sólo sentía el recelo por las aguas del río; sin embargo, aquella aprensión que se aferraba a sus tripas se mezclaba con una tibieza lánguida cuando cruzaba su mirada con la de Tylse. El rostro de la Atagaira estaba envuelto en sombras tras la capucha, pero sus labios carnosos le tiraban besos a escondidas. Había descubierto en aquella guerrera una extraña ternura que la hacía más fuerte que el acero. A mediodía le había susurrado al oído:
—Cuando llegue el momento, no levantaré mi espada contra ti.
Derguín se estremeció. Siempre olvidaba que de los cinco Tahedoranes que remaban río abajo, sólo uno sería el Zemalnit. Pero sin duda había otros que lo tenían bien presente, como Aperión, que miraba a los demás como si les tomara las medidas para el sarcófago.
El ataque llegó al atardecer. Seguían remando, como habían hecho durante todo el día, durante los días anteriores, hora tras hora. Empezaban a creer que en realidad aquel río no se dirigía al oeste, sino que fluía en un círculo cerrado y eterno, una serpiente de agua y hojas que devoraba su propia cola. En la orilla izquierda avistaron otro caballo, ya muerto; tal vez había más y los pasaron de largo, pero era difícil reconocer lo que se ocultaba entre la espesura. Buscaban islotes para descansar, pues desde el ataque de los reptiles carniceros no se atrevían a pernoctar en la orilla. Cada día estaban más agotados por el esfuerzo, la escasez de agua y aquella perturbación que flotaba en el aire; pero cuando hacían un alto imaginaban que el príncipe seguía su camino hacia el oeste, inmune al cansancio, como un ser mitológico e inexorable, y aquella idea no los dejaba reposar.
Las sombras se espesaban. Aunque el río tenía en aquel lugar casi quince metros de anchura, los árboles que lo ceñían entrelazaban sus copas en lo alto formando un lúgubre palio sobre sus cabezas. Llevaban un rato en silencio, demasiado cansados y de mal humor como para conversar, cuando el agua empezó a borbotear.
Riamar
se encabritó y casi hizo zozobrar la almadía. Todos se pusieron en pie y echaron mano a las armas. De pronto el río se convirtió en un hervidero de culebras verdes que nadaban hacia ellos enroscándose y resbalando unas sobre otras. Se precipitaron sobre la balsa de Derguín y empezaron a trepar por la borda, abriendo las mandíbulas y mostrando unos colmillos tan aguzados como las lanzas de una horda de asedio. Eran decenas, cientos de culebras; formaban racimos en los que cabezas y colas se confundían en una masa palpitante, y los malignos siseos se mezclaban con el viscoso rozar de sus cuerpos y el chapoteo del agua agitada por sus ondulaciones.
Fue una lucha frenética. Los hombres batían el agua con espadas y hachas, descargaban golpes sobre los propios troncos de la balsa para partir en pedazos aquellos cuerpos zigzagueantes que aún después de cercenados seguían revolviéndose y buscándoles los tobillos con los dientes; todo entre gritos, advertencias, silbidos de culebras, sonido de carne chafada sobre madera. De pronto, tan rápido como habían venido, los reptiles se retiraron reptando y retorciéndose en manojos siseantes, como si en vez de serpientes fueran haces de tentáculos entrelazados. Cuando la última culebra desapareció bajo las aguas cada vez más oscuras, reinó el silencio en las balsas, roto tan sólo por sus jadeos. Se miraron unos a otros y se palparon incrédulos, pues habían salido ilesos de aquel ataque, aunque el que menos serpientes creyó haber visto más tarde diría que eran doscientas.