La Espada de Fuego (63 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramórea 1

BOOK: La Espada de Fuego
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Cuando vio que el príncipe había llegado al otro extremo de la estancia, Derguín examinó el friso. La inscripción rezaba, en el idioma de los Arcanos:

DOS DE ESTAS PUERTAS LLEVAN AL ABISMO Y UNA A ZEMAL. UNA DICE VERDAD Y LAS OTRAS DOS MIENTEN.

Volvió la cabeza hacia Togul Barok. Seguía al fondo de la sala y otra vez se estrujaba las sienes como si le fueran a reventar; pero en cuanto se sintió observado, bajó la mano y la pegó a su muslo.

Derguín se acercó a la puerta de la derecha. En el dintel, talladas en la piedra, se leían estas palabras:

NO SALGAS POR ESTA PUERTA O MORIRÁS.

La puerta del centro indicaba:

SAL POR ESTA PUERTA Y VIVIRÁS.

Y la última, la de la izquierda, seguía burlándose:

NO SALGAS POR LA PUERTA DEL CENTRO O MORIRÁS.

Derguín pensó unos segundos, se acercó a la puerta de la derecha y la empujó con el pie. La puerta se abrió y golpeó contra una pared. Al otro lado había una escalera que subía.

—¿Cuál es el razonamiento? —preguntó Togul Barok.

Derguín se volvió. El príncipe se acercaba con sus largas zancadas. Pensó que lo mejor sería entrar en aceleración y huir por la escalera, pues la Espada de Fuego no podía estar muy lejos. Pero no había reaccionado a tiempo. Togul Barok ya estaba a ocho pasos, una distancia demasiado corta para darle la espalda.

—Descúbrelo tú, hermano. ¿O es que te duele la cabeza si piensas demasiado?

Sin duda había tocado un punto débil. La boca de Togul Barok se crispó, y sus dientes, grandes y rectos como palas, asomaron entre los labios. Tenía unos rasgos atractivos, pero cuando se enojaba, las mismas líneas rectas que le daban a su rostro aquella armonía de estatua se retorcían en curvas y picos y le conferían un aire casi demoníaco.

—Sin duda lo haré, hermano. Cuando termine contigo.

—Sin Tahitéis.

—Sin Tahitéis.

Se miraron a los ojos, en una guerra de nervios. Derguín comprendió que ese asalto lo iba a perder. Aquellas pupilas dobles le quemaban las retinas, pero no podía apartar la vista de ellas, pues lo llamaban con el vertiginoso reclamo de los abismos.

—Vas a conocer el frío de
Midrangor —
susurró el príncipe, y su voz sonó venenosa como la de una cobra.

Las piernas de Derguín decidieron actuar antes de que él les diera permiso. De pronto se encontró penetrando en la distancia de combate del príncipe y amagando un tajo indeciso. Togul Barok lo bloqueó, y su respuesta fue fulgurante. Derguín hurtó el cuerpo hacia atrás, pero la
kisha
le rasgó la ropa y la piel. Como había amenazado el príncipe, sintió el frío del acero y después la tibieza de la sangre. Se llamó idiota, y luego una vocecilla trémula, la de la desesperación, le dijo que se resignara, pues iba a morir hiciera lo que hiciera. Su mente casi se dejó convencer; pero cuando
Midrangor
volvió a caer sobre él, fue su cuerpo el que reaccionó por reflejo interponiendo la espada. Después de aquel primer cruce, ambos se apartaron.

No es un entrenamiento, se recordó. Esa hoja corta y mata.

Tú vas a conocer el frío de
Brauna,
pensó. Pero las palabras no salieron de sus labios. Tenía la boca apretada y los ojos fijos en Togul Barok, atentos a cualquier señal que anticipara por dónde iba a venir el ataque.

El príncipe se arrojó sobre él y aprovechó su estatura para lanzar tajos que caían desde arriba. Sus golpes eran fuertes y pesados, como martillazos en una fragua. Cuando Derguín bloqueó uno en ángulo recto la muñeca se le dobló y estuvo a punto de perder la espada. Retrocedió un par de pasos, girando a la derecha para no acorralarse contra la pared. En el próximo ataque, recordó lo que le había enseñado Kratos y dejó que la espada del príncipe resbalara sobre la suya. «En doblegarse está la fuerza.» Ante un rival tan poderoso como Togul Barok, había que adelantarse a su ataque o retrasarse, pero nunca recibirlo en el momento de máxima potencia. «Si te empujan, tira. Si tiran de ti, empuja.»

Ahora fue Togul Barok quien retrocedió dos pasos. Respiraron hondo y se miraron a los ojos. Derguín había aguantado el primer embate. Las pupilas del príncipe ya no quemaban tanto, el pánico había desaparecido, su mente era una pared blanca. No tenía que pensar, ya lo hacía el acero por él.

El rostro de Togul Barok se desencajó, y su mano amagó con tocar de nuevo la sien. Fue sólo un instante. Después sonrió y movió los labios para que Derguín pudiera leer lo que decían. «Mirtahitéi.»

Sé cuál es tu juego, pensó, pero yo también tengo una sorpresa. Derguín entró en segunda aceleración, sintió el desgarro en los riñones y el torrente de calor en la sangre. Togul Barok cayó sobre él como una galerna. Derguín dejó que descargara su ira sobre él. El príncipe golpeaba con tal furia que, aunque las espadas no chocaban de lleno, saltaban chispas de sus filos.

Está fuera de sí, pensó Derguín. Sintió una extraña embriaguez mientras recibía aquella granizada de golpes. Recordó las veces en que se había defendido de Kratos con los ojos vendados, y se le ocurrió que ahora también podría cerrar los ojos, que
Brauna
había tomado el control y su cuerpo se limitaba a seguirla. Desvía, desvía, se dijo. Su espada era el cauce por el que las aguas del aluvión resbalaban sin hacer daño.

Togul Barok volvió a retroceder para tomarse otro respiro. Sus ojos llameaban de furia, y cuanto mayor era su cólera, más profunda y extraña era la calma que invadía a Derguín. Acababa de descubrir que tenía una ventaja sobre él: el príncipe no había sostenido un duelo difícil desde hacía muchos años y no estaba acostumbrado a emplearse a fondo.

Togul Barok jadeó. Su mejilla derecha se crispó, sus párpados temblaron, como si en su interior se librara un combate aún más titánico que el que lo enfrentaba con Derguín.

—Hay algo que tú no sabes, hermano —silabeó.

Su voz parecía la de otra persona, un lobo encerrado debajo de una piel de hombre. Derguín no le contestó. Su concentración era tan perfecta que no quería romperla con el sonido de sus propias palabras. Sabía lo que iba a pasar...

Un recuerdo brevísimo, apenas el suficiente para invocar de nuevo el conjuro. Las tres lunas ya casi rozaban el horizonte, y él ya había puesto los pies en el velero cuando vio que Kratos venía desde el borde del malecón, corriendo y haciéndole aspavientos.

—¡Espera!

Derguín volvió a bajar a tierra. Kratos se paró ante él.

—Te he dicho que Togul Barok conoce un secreto. Escucha.

Kratos se acercó y susurró algo en su oído. Derguín cerró los ojos y memorizó lo que oía. Sintió una cálida gratitud, pensó que había recobrado a su maestro y quiso abrazarlo, pero cuando abrió los ojos, Kratos ya se había apartado de él...

—¡Urtahitéi! —gritó Togul Barok.

El príncipe se arrojó sobre él y proyectó una estocada fulgurante. Derguín empezó a subvocalizar letras y números, pero a la vez que lo hacía saltó, encogió las piernas, giró sobre su centro de gravedad y dejó que Togul Barok pasara por debajo de él en su embestida. Cuando cayó al suelo y se giró sobre los talones, el chorro de fuego de la tercera aceleración invadió sus venas con tal poder que su concentración casi se rompió. Togul Barok ya se había vuelto; un tajo destinado a partirle la cabeza en dos caía desde las alturas. Derguín apartó el cuerpo, entró en la distancia del príncipe y se escurrió a su izquierda, pero antes le tocó con la
kisha
en el costado.

Se miraron de nuevo, frente a frente. Togul Barok estaba sangrando, más furioso que nunca.

—¡Te han revelado la Urtahitéi! ¡Kratos morirá por esto!

Todos sabemos hacer trampas, pensó Derguín con una sonrisa, pero no habló. Togul Barok le enseñó los dientes; los tenía rojos de sangre. Debía haberse mordido los labios o la lengua. Atacó con un aullido y lanzó otra lluvia de golpes. Derguín siguió burlándolos, pero no tardó en darse cuenta de que no podría aguantar mucho en tercera aceleración. Por las pantorrillas empezaba a correrle un cosquilleo que pronto se convertiría en calambre, la mano derecha se le estaba agarrotando. Ya no valía defenderse: tenía que atacar cuanto antes.

Togul Barok lanzó un tajo lateral envenenado, y luego se revolvió como un látigo, con un revés que habría partido por la mitad a un buey. Derguín debería haber flexionado las rodillas, doblado la cintura hacia atrás para apartar la cabeza e interponer la espada para robar su fuerza a aquel golpe. Pero, sin pensarlo, corrió un riesgo terrible, pues lo que hizo fue doblar la cintura hacia delante, y en vez de ayudarse de la hoja para desviar el tajo metió la
cabeza
por debajo de
Midrangor,
que no lo decapitó por una fracción de segundo. A la vez, soltó la mano izquierda de la empuñadura, echó el brazo derecho hacia atrás y luego lo lanzó en una estocada a fondo, empujando con hombros y caderas. Todo fue tan rápido que no llegó a verlo, pero pudo sentir cómo la
kisha
de
Brauna
penetraba en algo blando. El príncipe le golpeó con el codo en las vértebras y Derguín cayó de rodillas, pero no soltó el arma, sino que se revolvió bajo los brazos de su rival y se apartó de él.

Togul Barok soltó la espada con un gemido y se desplomó como un fardo. Quedó boca arriba, con el brazo derecho extendido y el izquierdo doblado sobre la cabeza, tapándole el rostro. Una mancha de sangre empezaba a extenderse justo bajo su esternón. Derguín pensó que tal vez la espada había salido por el otro lado, pues su mano había topado con las costillas, pero no lo comprobó. Salió de la aceleración, limpió la espada en sus propias calzas, besó la empuñadura y envainó a
Brauna.
Después se giró hacia la pared. Estaba al lado de la puerta. Era curioso cómo el azar del combate los había vuelto a llevar hasta allí.

—Adiós, hermano —musitó.

Empezó a subir la escalera. Estaba cada vez más oscura, de forma que apenas acertaba a distinguir los peldaños. Contó dieciocho escalones y llegó a un rellano que giraba a la derecha. Se detuvo allí a tomar aliento, pues estaba muy cansado y las piernas le dolían como si le estuvieran clavando cien cuchillos. Kratos ya le había avisado de que la tercera aceleración podía agotar sus fuerzas en menos de un minuto.

Oyó un ruido que venía de abajo. Se dio la vuelta para mirar. Desde arriba, se veían las piernas de Togul Barok, quietas y separadas en el hueco que dejaba la puerta. Esperó unos instantes, sin saber muy bien por qué. Al comprobar que no sucedía nada, se volvió hacia el rellano.

Entonces creyó ver algo con el rabillo del ojo y miró de nuevo a la puerta. El pie izquierdo se había movido. Sólo son los últimos estertores, le dijo una vocecilla; pero otra más sensata le advirtió: ¡sigue subiendo, estúpido! Después del izquierdo, fue el pie derecho el que resbaló por el suelo, mientras él lo observaba paralizado.

Togul Barok se incorporó lentamente y recogió la espada del suelo. Luego cruzó el umbral, mientras se palpaba el pecho y el estómago, buscando el agujero que la espada de Derguín le había abierto. No debió de encontrarlo, pues soltó una carcajada feroz.

—¡Era verdad! ¡Ella tenía razón!

Entonces miró a Derguín.

—No se puede matar a los dioses —dijo Togul Barok, y empezó a subir hacia él.

Derguín lo miraba hechizado, contando los peldaños según los pisaba el príncipe. Uno, dos, tres. Desde arriba, se le veía como una enorme sombra, pero sus ojos relucían en la oscuridad. Cuatro, cinco, seis. Estaba tan cansado... Ya había hecho más de lo que cualquier otro habría hecho. Siete, ocho...

¡Ocho! Ocho era el primer número de la fórmula. Aunque apenas le quedaban fuerzas, la subvocalizó y entró en Urtahitéi. Se volvió a la derecha y empezó a subir casi a ciegas por otro tramo de escalera, palpando con las manos. Detrás de él oyó un bramido grave y lento, como el crujido de un árbol al caer, pero de pronto se convirtió en un alarido y reconoció en él la voz del príncipe. Togul Barok también había entrado en la tercera aceleración, pero él veía en la oscuridad y no tenía que subir a gatas.

Derguín se estrelló de cabeza contra una pared, volvió a girarse a la derecha y acometió el tercer tramo de escaleras. Los gritos de Togul Barok sonaban tras él, tan cerca ya que su aliento casi le acariciaba la nuca.

—¡Dioses del Bardaliut! —exclamó, y su invocación retembló en las paredes de la angosta escalera-. ¡Ayudadme a aplastar a este gusano!

Aquel tramo era más largo, pero al final no había una pared, sino una luz azulada. Derguín aprovechó las fuerzas que le daba la aceleración y saltó los primeros escalones de tres en tres. Algo frío le rozó los riñones y supo que la espada de Togul Barok le había alcanzado; el tajo retardó los pasos de su enemigo y a él lo espoleó. Los últimos siete peldaños los cubrió de una sola zancada.

Apareció en una sala circular, igual que aquella en la que habían luchado. Pero ésta se veía inundada de luz, pues allí, en el centro del pozo, flotando en el vacío, estaba
Zemal.

Derguín sintió cómo los cabellos se le erizaban, electrizados por la energía que hacía crepitar el aire. No había tiempo para pensar. En dos zancadas cubrió los diez metros que lo separaban del pozo y saltó hacia la Espada de Fuego.

Pero Togul Barok también la vio, y sus ojos y su corazón se inflamaron de deseo. Dejó caer su propia arma, una hoja creada por manos mortales y forjada de acero quebradizo, un remedo de la belleza absoluta que resplandecía a unos pocos pasos. Pero delante de él, casi al alcance de sus brazos y sin embargo demasiado lejos, corría su medio hermano, un gusano que no merecía aquel premio y que sin embargo estaba a punto de alcanzarlo.

—O
genétira, boédhei emói!! —
rugió-. ¡Madre, ayúdame!

Derguín batió con la pierna derecha a dos metros del borde y saltó al pozo, buscando la negra empuñadura de
Zemal.
El tiempo se congeló mientras, en el momento culminante, se daba cuenta de que había calculado mal. Recorrió seis, siete, ocho metros braceando en el aire, rechinando los dientes de desesperación cuando sintió que el impulso de su salto se agotaba y que empezaba a perder altura. Iba a caer al abismo. Pero nada importaba si no podía alcanzar la Espada.

Algo duro como un ariete le golpeó la espalda y unos brazos de bronce le rodearon el pecho. Sus costillas crujieron y el aire se le escapó del pecho, pero la fuerza sobrehumana del príncipe, multiplicada por las energías de la Urtahitéi, le dieron a Derguín el empuje que le faltaba. En un instante eterno pasó por debajo de la Espada, torció el cuello y vio que la dejaba atrás, pero dobló el hombro derecho, el mismo que ya se había descoyuntado, en un ángulo imposible, y su mano, guiada por el instinto, se cerró sobre la empuñadura.

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